odo comenzó con un reciente gesto autolítico, que,
sin embargo y curiosamente, fue ignorado. Desperté
al tercer día sorprendida y cubierta de moratones
fruto de las caídas, porque, inmersa en el sopor,
sigues teniendo necesidad de orinar, pero tu cuerpo
no te sostiene y te caes, una y otra vez, por el
camino.
El que durmiera tanto no preocupó a nadie porque
tengo fama de dormilona. Miento. A mi médica sí,
cuando le presenté indignada los blisteres sobre la
mesa. ¡Joer, no esperaba volver a despertar con tal
sobredosis! La indignada resultó ser ella y me mandó
ipso facto y de urgencias al gran jefe de la
psiquiatría local. Al colega se lo advertí:
“¡Enciérrame!”, pero no lo consideró oportuno.
Como dice Leopoldo María Panero, “el suicidio es un
acto de defensa propia”, que, no sé por qué, mi
propio cuerpo me lo niega. Mis allegados me han
colocado un sobrenombre, ‘Rasputina’.
Bueno, el caso es que me mosqueé y, nada más salir
de la consulta del dichoso jefe de la salud mental,
me pasé por la gasolinera para comprarme unas
cuantas litronas de cerveza bien fresquitas, porque
yo sólo bebo cerveza, agua o infusiones. Me puse
como a mí me gusta, borracha pero consciente, y me
dediqué a analizar la situación, sopesando todos los
pros y contras posibles. Resultado: el sobrepeso
como palabra clave, y fue cuando me dediqué a tirar
todo cuanto me molestaba a la basura entre trago y
trago. Diarios, discos, cuadros… en fin, destruí lo
que más quería, pero también lo que más visto tenía.
Hay que empezar de nuevo, pensé. Hasta con el equipo
de música me ensañé, sí, ahora sólo escucho la radio
y veo vídeos en youtú.
Me cachis, y ya que caigo rendida en la cama para
dormirla, y ya que estaba feliz e ingrávidamente
dormida, aparece todo un equipo uniformado de
salvamento. Si digo que eran cuatro en mi cuarto,
puede que me quede corta, porque eran muchos, podría
haber sido cinco, no sé. No me pudo acompañar nadie
de los míos en la limousine porque no
cabíamos.
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Admiraba extasiada, con científica curio-sidad, la bolsita transparente al final del tubito, el que me habían metido por la cavidad izquierda de mis narices. |
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No recuerdo mucho, sólo el lavado de estómago. Me
dijeron “nena, esto te va a doler”, pero yo le saco
punta a todo. Adelante, adelante, y admiraba
extasiada, con científica curiosidad, la bolsita
transparente al final del tubito, el que me habían
metido por la cavidad izquierda de mis narices. Me
costaba tragar saliva, pero, por lo demás, no fue
nada del otro mundo.
Mi progenitor lo único que llegó a decirme fue que
el médico que me atendió, me conocía; curioso,
¿verdad? Había leído mis poemas y escritos
recientemente editados por mi amigo José Antonio.
Asombroso.
Cuando montan o montas (no sé quién lo montó) tal
espectáculo, tienes que volver al psiquiatra por
cojones. Ahí me veía yo, a la mañana siguiente, de
nuevo en la sala de espera, esperando mi turno.
Aquello estaba de bote en bote y no tenía pinta de
agilidad. Le pedí a mi padre “anda, vete al bar a
traerme una cerveza”, y, cada vez que entraba
alguien a la consulta, yo me fugaba al cuarto de
baño a fumarme un pitillo. Mentolado y cerveza,
aunque prefiero fumar flores, pero hace ya tiempo
que no me da el presupuesto para ese tipo de lujos.
Total, una vez ya fumado medio paquete y dejando un
peste a tabaco en el servicio que no era normal, me
toca, y me encuentro frente a frente con el tipo,
que me pregunta “bueno, te encerramos, ¿no?” Yo
pensé, será curandero; se lo había recomendado yo a
él el día anterior, ¿por qué no me hizo caso? Me
mordí la lengua y sólo dije, “OK, vámonos”.
Dos limousines necesitaron para el traslado y
una silla de ruedas ridícula, ridícula porque no
tenía nada en las piernas, sólo el corazón partido.
¿Cómo se llaman esos lugares? ¿Loquero?
¿Psiquiátrico? En la puerta, el cartel decía “Unidad
de Agudos”.
Para poder entrar, tienes que pasar por al menos
tres puertas blindadas a cal y canto, y una vez que
llegas a la unidad, las enfermeras te obligan a
entregar en el mostrador absolutamente todo y te
entregan un pijama a cambio. Me dejaron quedarme con
la rebeca que llevaba, pero le quitaron el cinturón
de lana. Es peor que una cárcel, también lo decía
Leo, porque no te dejan ni siquiera hacer una
llamada. Así es que allí me encuentro y, como soy
toda observación, veo una serie de monitores de
televisión, todos ellos y cada uno enfocando una
cama vacía. Anda, te observan mientras duermes.
La unidad de agudos consiste en dos partes: a)
agudos leves, y b) agudos agudísimos. A mí me
mandaron al patio a). Las personas que conocí allí,
la mayoría de lo más normal, me contaron que la
parte b) es la chunga de verdad; es donde meten a
los agresivos y esas cosas. De verdad, personas
normales, desesperadas por la hipoteca o porque la
esposa ya no quería follar, y hasta había una chica
licenciada en psicología que me decía, me suena tu
cara, me había visto en la Facu. Estaba haciendo un
máster, pero no me dijo qué pintaba allí. Eran mucho
más normales que algunos de los individuos que te
puedas encontrar por la calle. Me lo pasé muy bien,
charlando, jugando a la brisca…
Ya para terminar, batí el récord, me soltaron al día
siguiente por “coherente”. Allí, todo el mundo
estaba desesperado por salir, excepto yo, y me
decían los más experimentados que mínima estancia,
una semana.
Me gustan las emociones fuertes, me encanta vivir,
pero a mi estilo; odio las limitaciones y siempre he
jugado con la muerte, la veo como una cosa muy
natural, igual que la vida. Lo que no veo normal es
que me tengan tres años en lista de espera porque el
destino me haya convertido en una estadística más
poniéndome un huevito en el pecho derecho. Carcinoma
llaman a esas cosas. Y como en estos momentos no me
puedo valer por mí misma, he tenido que volver al
hogar familiar, donde me tratan como a una niña de
siete años y, joer, soy una mujer de treinta y
ocho.
Claro que no estoy loca, soy una borde, y digo, tal
cual, lo que pienso y siento, y eso, sienta mal, muy
mal.
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