uizás tiritaban por frío, o quizás por miedo. La
negra noche amenazaba sus temblorosas almas mientras
les engullía una tenue brisa de desazón y
desasosiego. Las esperanzas con las que partieron de
Gibraltar hacia las costas malagueñas se habían
disipado como el día, que ahora llegaba a su ocaso.
La traición las había devorado.
El que creía su amigo, su compañero de armas, de
sufrimientos, su camarada, había acabado por no ser
más que un burdo peón a las órdenes de nuestro magno
rey Fernando VII, renunciando a sus ideales y a su
dignidad, por bastante más que un plato de lentejas.
El traidor se llamaba Vicente González Moreno,
gobernador de Málaga y antiguo amigo. Les había
hecho creer que, cuando desembarcase, tanto la
guarnición de la ciudad malacitana como las tropas
del antiguo reino de Granada, así como otros
contingentes militares de diversas zonas de
Andalucía, secundarían su pronunciamiento en pos de
la Constitución y del régimen de libertades que ella
contempla.
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Alquería del conde de Molina.
(Alhaurín de la Torre, Málaga)
(Foto antigua) |
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Así que hacia Málaga partió, el 30 de noviembre del
año 1831, acompañado de medio centenar de hombres.
Navegaban en dos barcazas rumbo al sueño de la
Libertad y la gloria. Viriato, nombre en clave que
tomó el traidor, le había prometido que una
embarcación les escoltaría hasta la ciudad. Pero a
la mañana siguiente de divisar al Neptuno, que así
se llamaba el pequeño navío, éste se mostró hostil y
se vieron obligados a poner dirección a tierra,
embarrancando las barcas cerca de Fuengirola.
En aquel trágico instante comprendió que Viriato los
había vendido y se sintió totalmente solo en aquel
fragor de olas y disparos. Aunque no podía
desfallecer ni perder la moral, al menos
aparentemente, ante aquellos hombres que habían
depositado sus vidas bajo su mando, sabía que, tras
la traición, la situación se tornaba insostenible.
Bajo la zozobra de la incertidumbre, anduvieron
acechados por los realistas entre campos de chumbos
e higueras. Fueron alejándose de la costa buscando
el abrigo de los montes. Sin ningún tipo de apoyos,
la sierra constituía el único resguardo posible para
el exiguo ejército que combatía a sus órdenes, sin
más armas que las del romanticismo.
Se vieron cercados y tuvieron que refugiarse en una
alquería propiedad del conde de Molina. Allí se
acantonaron como buenamente pudieron y aguantaron el
asedio hasta el día cinco de diciembre, en el que
decidieron rendirse ante la imposibilidad de
sostener una lucha justa.
Esperaba, de este modo, salvarles la vida a la
mayoría de sus hombres y que sólo tuvieran que pasar
una buena temporada entre los barrotes de alguna
prisión real. Pero cuando llegaron a Málaga y se
encontraron entre aquellos muros pétreos, una
escueta y funesta carta llegó hasta los oficiales
que los custodiaban. Uno de ellos la leyó en voz
alta:
—Que los fusilen a todos. Yo, el Rey.
Con esta breve frase, su majestad acababa con la
aventura de medio centenar de soñadores. El oficial
ni parpadeó al pronunciar la sentencia de muerte.
—Y yo, aquí, solo y a oscuras, privado de mi
libertad entre estas paredes, compadeciéndome de mi
historia y de la de los míos ¿En qué infausto día
tuve la maldita ocurrencia de cometer esta locura?
¿Por qué diablos arrastré a estos infelices hacia mi
propia tragedia? —se preguntaba el general entre
lamentos.
Perdida la libertad, perdidos los sueños, sólo nos
queda morir como hemos vivido, con dignidad y
coraje, dando así un testamento de nuestras
existencias. Ese pensamiento era el único que
confortaba al triste militar.
La idea de contemplarse altivo y orgulloso ante la
propia muerte, representada por un pelotón de
fusilamiento, producía en el romántico general los
últimos estertores de esperanza. Pero el paréntesis
de felicidad fue borrado de su mente en el mismo
instante que volvió a acordarse de sus hombres.
Él, aun entristecido por dejar a su mujer, a su
familia, y por abandonar inconclusos sus proyectos,
podía renunciar a la propia vida por sus ideales y
por la gloria. Sin embargo, no podía quitarse del
alma el sentimiento de culpa respecto al destino de
aquellos soldados, no podía dejar de pensar que los
desdichados no estaban allí por su propia voluntad,
como él, sino que habían acabado en esta febril
empresa por la lealtad que a él procesaban, o por el
excesivo optimismo con respecto al final de la
expedición, que él mismo había fomentado de forma
inconsciente.
Envuelto por estas tribulaciones, al general le
llegó la hora del patíbulo. Decidió morir digno y
sereno como el héroe que había sido en la guerra
contra el francés. Por aquel entonces, luchaban por
la vuelta del que hoy les ajusticiaba, el rey,
nuestro señor, Fernando VII.
Pero hoy, las glorias pasadas se volvían pesares y,
cuando salieron del convento, que hacía de
improvisada cárcel, el general alzó la vista hacia
el recién amanecido cielo andaluz y aspiró, con toda
su fuerza, el aroma a salitre marino. Cerró los
ojos. Y dijo entre dientes sin que nadie pudiera
oírle:
—¡Qué pena no volver a ver un amanecer!
Miró a sus hombres. Nada les dijo, pero todos
comprendieron la última orden del general. Muchos
pensaron que era mejor acabar allí, de pie y con
cierto honor, que hacerlo derrotados por los años en
una cama de pensión. Al igual que los soldados,
sabían lo que debían hacer en el campo de batalla,
hoy todos eran conscientes de cómo debían pasar a
mejor vida.
Y así se presentaron ante la muerte que les
reclamaba, al lado del mar, con la brisa golpeando
sus caras. Sus miradas, desafiantes algunas y
resignadas otras, apuntaban al pelotón penetrando
para siempre en las almas de aquellos verdugos
involuntarios.
—¡Carguen! —espetó el oficial que mandaba el
pelotón.
Firme, como si le fueran a pasar revista, el general
José María de Torrijos y Uriarte estrechó las manos
de sus compañeros más cercanos.
—¡Apunten!
Los héroes aguantaron la respiración, ya no había
tiempo ni de lamentarse.
—¡Fuego! —gritó por fin el oficial.
Tras el estruendo, los cuerpos quedaron inmóviles,
junto a la mar bravía, como les cantaría Espronceda.
Ya no habría más tiempo para sus vidas, sólo
recuerdos, historia y poesía.
A la muerte de Torrijos y sus compañeros
Helos allí: junto a la mar bravía
cadáveres están ¡ay! los que fueron
honra del libre, y con su muerte dieron
almas al cielo, a España nombradía.
Ansia de patria y libertad henchía
sus nobles pechos que jamás temieron,
y las costas de Málaga los vieron
cual sol de gloria en desdichado día.
Españoles, llorad; mas vuestro llanto
lágrimas de dolor y sangre sean,
sangre que ahogue a siervos y opresores,
y los viles tiranos con espanto
siempre delante amenazando vean
alzarse sus espectros vengadores.
(José de Espronceda,
1808-1842)
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