aturnino Pablo, ensimismado en sus recuerdos,
acariciaba los pétalos de una de las flores, le
quitó alguna hojita seca a la planta y, dejando el
rastrillo apoyado en uno de los setos que teñían de
verde el jardín, se dirigió presto a abrir el agua.
La manga, llena de pequeños orificios, inundó con
una fina lluvia los jardines refrescando el aire. El
aroma de las acacias y las rosas emergió del paseo
perfumando las calles estrechas y empedradas del
pueblo, llenándolas de vida.
El jardinero seguía con dedicación el crecimiento de
las plantas más pequeñas, les cantaba, incluso
conversaba con cada una de ellas; alguien le había
dicho que oían y respondían con verdores y alturas a
ese tratamiento.
Miró a su alrededor, algún pequeño perro había
dejado su rastro sobre las margaritas y eso lo
enojaba. Buscó con la mirada a algún paseante, con
acompañamiento canino, pero era evidente que se
había ocultado, seguro del acto villano, no del can
sino de la negación de recoger los excrementos.
Nació en Lavapiés en 1925. Encarna, su madre, era
una lavandera con brazos y voz fuerte. Su padre, un
trabajador ferroviario, respetado por sus compañeros
por su gran honestidad y sus fuertes principios.
Cuando acompañaron con llantos a D. Pablo en 1925
hasta el cementerio de la Almudena, Saturnino padre
juró sobre la tumba que educaría a sus hijos como
verdaderos socialistas y que pondría su nombre al
primer hijo que iba a nacer en esos días. En aquel
entonces no podía imaginar que, declarada la
república, una noche en el camino de vuelta a casa
recibiría una paliza que lo dejaría muerto frente a
la corrala. Ya tenían cuatro hijos.
En 1937, Encarna decidió enviar a sus hijos a un
pueblo de Valencia. En Madrid no estaban seguros,
apenas tenía comida y quería participar en la
defensa de la ciudad. Los acompañó al tren y a cada
uno le entregó una pequeña bolsa que contenía un
calzoncillo, una camiseta y un par de calcetines.
El viaje se hizo largo y cansado, pero eran muchos
los niños que bajaban hacia el Levante. Al llegar a
Carcaixent, cambiaron de tren, tenía tres o cuatro
vagones. Cuando llegaron a la estación la tartana
estaba esperándolos, la bienvenida fue tan cariñosa
que les hizo olvidar el dolor que les produjo dejar
la familia tan lejos.
Los padres adoptivos les prepararon camastros, ropa
nueva y comida suficiente para dejar de oír los
ruidos de sus estómagos vacíos.
La moneda que Saturnino Pablo recibió al asumir el
mando de la expedición de sus hermanos y que sólo
debía gastar en caso de extrema necesidad quedó
guardada en un pequeño monedero que María, su madre
adoptiva, le entregó.
En el pueblo pasaron tres años. Fueron a la escuela
y aprendieron a cuidar los naranjales, recoger la
fruta y mojarse en la Font Gran en las fiestas de
agosto.
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Se quedaba horas observando a la gente subir y bajar; era un pequeño tren de carbón. |
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Ana Pabla fue llamada Nanneta, le gustaba estudiar y
sus padres adoptivos le prometieron que le
ayudarían a ser maestra.
Tomó el trencito hasta Carcaixent y desde allí a
Madrid, Saturnino Pablo tenía 16 años. Era un
muchachote con largas piernas y brazos tostados por
el sol. Quería ser ferroviario como su padre, había
caminado muchas tardes los dos kilómetros hasta la
estación en el cruce.
Se quedaba horas observando a la gente subir y
bajar; era un pequeño tren de carbón; fue tal su
empeño en emprender la aventura del viaje, que su
madre adoptiva le preparó un pequeño almuerzo, le
dio unas monedas y esa tarde pudo ver el mar.
Se acercó al maquinista y le contó la historia de su
padre; éste le permitió acompañarle en su viaje de
ida y vuelta. Imaginaba ser quien cargaba el carbón,
tocaba la campana y se llenaba de tizne, y así llegó
a Simat, con la cara negra como el carbón que había
acariciado durante el viaje de vuelta.
Decidió que ése era su futuro: cuidar el vapor,
protegerse con un enorme mandil de los terrones de
carbón y achispar el fuego.
Terminada la guerra, volvió a Madrid donde su madre
le explicó que, por un tiempo, debía olvidar el
origen de su segundo nombre y el trabajo en un tren.
Sería Saturnino, sólo Saturnino. Había hablado con
compañeros de su marido y le habían dicho que ahora
era imposible colocar al muchacho en el ferrocarril
de Madrid.
Sólo será por un tiempo. Esto cambiará, vendrán a
defendernos y él morirá (le susurró su madre).
Sabía de qué le hablaba su madre porque le había
explicado cómo su padre fue asesinado por los que no
querían a los ferroviarios honestos y él debía
continuar sus sueños.
Lo importante era conseguir un trabajo y le
encontraron uno, ayudando en la Casa de Campo a
limpiar malezas y plantar árboles.
Al regresar, mientras comía un trozo de pan, se
detenía en la Quinta de Goya para ver salir el tren
hacia Aranjuez. Luego, soñando con su trabajo de
maquinista, volvía a su casa.
Una tarde, su madre le entregó una carta llegada
desde Valencia; el señor Paco le escribía contándole
que en su trabajo en el tranway a Denia necesitaban
un joven para revisor. Su trabajo consistía, además
de controlar los billetes, ayudar cuando llegaba la
cuesta del Portixol.
Algunos bajaban para estirar las piernas mientras el
tren subía lentamente, nadie olvidaba aquel día en
que todos tuvieron que empujarlo hasta la cima ni
las veces que llevaban bueyes para hacerlo más
rápido.
Acompañó a Paco y se hizo hombre en sus viajes de
ida y vuelta; allí conoció a su mujer y llevó a sus
pequeños para que sintieran su emoción, hasta que
las altas autoridades decidieron dejar de dar el
servicio a finales de 1969.
Durante esa época, Saturnino Pablo casó con Carmen,
una jovencita simatera, alegre y protectora. Subía
una vez por semana a Carcaixent a entregar y recibir
trabajos de bordado, hacía pañoletas para trajes de
fallera. Sus ramilletes de flores eran rápidamente
reconocidos por la delicadeza de los puntos y los
colores.
Tuvieron tres hijos: Ferrán Pablo, Jaume Pablo y
Oliver Pablo que, con el tiempo, comenzaron de
ayudantes en el ferrocarril de Valencia y
recorrieron toda España.
Reconocía rápidamente las huestes de su padre, por
el cuidado en la elección de las palabras y el libro
entre las manos callosas y muchas veces sucias de la
tierra de las huertas y la sonrisa desencajada.
Olía el miedo cuando algún guardia civil subía al
tren y, en más de una ocasión, cuando todos habían
bajado, encontraba pequeñas octavillas dobladas o
algún libro, dejado precipitadamente debajo de una
banca.
Estos hallazgos formaron poco a poco su pequeña
biblioteca, libros que se fueron ajando por el paso
del tiempo y la caria de sus dedos que, de tanto
leerlos, se iban llevando la juventud de las hojas,
el negro sobre blanco del papel.
Todo se acabó cuando decidieron sacar el servicio.
Entró a trabajar en el ayuntamiento, primero como
peón para todo y voz pública. Carmen tuvo que dejar
el bordado, sus ojos ya no soportaban esa tarea tan
delicada.
En noviembre de 1975 volvió a utilizar sus dos
nombres con orgullo, ese día cogió por primera vez
una terrible borrachera y, cuando pudo despejarse,
reveló a sus hijos cómo murió su abuelo.
Con el tiempo fue el jardinero del pueblo, mientras
cuidaba su pequeña finca de naranjos y, cuando
quisieron jubilarlo, decidió que sólo pararía el día
de su muerte. Como el tren que tanto había querido.
Miró el verde intenso de los setos, el naranja de
las margaritas, el rojo de las rosas que se alzaban
vencedoras por la pérgola de metal y sonrió mientras
oía el recuerdo lejano del silbato agudo y
melancólico del tren, de aquel viejo tren que
paseaba por su memoria entre verdes, naranjas, rojos
y morados. Al fondo, la manga seguía humedeciendo el
aire, mientras el perfume de las flores se mezclaba
en su memoria con el olor del carbón. |