tendía su consultorio con esmero y un cierto grado
de alegría. Era psicóloga y se llamaba Andrea.
Por las noches, se sentaba sola en una silla frente
a un público numeroso y esperaba que creciera el
silencio absoluto y entonces, desde esa silla,
iluminada por una lámpara derecho a su cabeza,
separaba su pelo en hermosas colinas y descendía
sobre su cara como un torrente de agua incierta, y
se convertía en la imagen de lo que estaba dispuesta
a contar.
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Si se ponía
de pie, podía ser una estatua perfecta. Si
osaba mover los brazos, era como un fla-menco
sobre el agua plateada. |
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Música, sonido del viento, olores, tristeza y
alegría, cabían debajo de sus párpados, al cerrarse
o al abrirse o al dejarlos quietos como dos
mariposas de arena.
En sus narraciones podía llevarte a un pequeño
pueblo de Turquía, descalza, por el sur argentino o
marearte en un barco holandés.
Desde la misma silla podía ser una inmigrante con un
vestido gris esperando en Retiro que la pasen a
buscar, las piernas cruzadas y las manos escondiendo
todas las expectativas sobre sus
faldas.
Si se ponía de pie, podía ser una estatua perfecta.
Si osaba mover los brazos, era como un flamenco
sobre el agua plateada. Tremenda la dignidad de su
cuello, para ser un perfil que duraba sólo unos
segundos.
Algunas de sus historias eran de autores famosos o
no, de Las Mil y una noches, de gente que
esperaba en el subte o de amores que volaban y
morían.
Una noche, yo estaba sola. Tenía ante mí una copa de
buen vino que convidaba la casa. No la toqué por no
romper el juego de luces que había sobre ella.
Siempre pensé en el vino tinto como la sangre y el
en vino blanco, lágrimas.
Esa noche, Andrea, con una copa de vidrio en la
mano, contó una historia árabe de las más sugestivas
que oí en mi vida, y un aplauso insistente y
continuo provocó que algunos reflectores se
prendieran.
Ella no se movió agradeciendo al público, que estaba
casi todo de pie. Giró lentamente su cabeza hacia la
izquierda y una luz indecisa la iluminó levemente
amarilla. Brillaba su pelo, pero, sobre nosotros, el
silencio negro. Su cara, mezcla de cera e incienso,
como una virgen legendaria.
—Viene a cuento —dijo lentamente. Levantó las manos
y las cruzó como una paloma sobre su pecho. No movió
sus párpados y dos lágrimas gruesas le cayeron de
los ojos. Miró fijamente un sólo lugar y dijo con
ternura:
—Yo tenía un amor que se llamaba Javier…
Sólo de una de sus manos salía sangre cada vez más
roja, que entraba por la manga negra de su vestido y
se deslizaba por sus dedos con una lenta velocidad
maldita.
—Estoy muriendo por la mitad —dijo sin bajar la
cabeza.
Nadie se movió.
Era una estatua doblada en dos como un libro, la
curva de su espalda una línea recta y ahora la
sangre corría por sus piernas.
La cara de Andrea desaparecía en capas
transparentes. Y sus ojos cerrados.
Su brazo, el del tajo alevosamente abierto, quedó
suspendido en el aire como un adiós imperceptible,
como si desde la borda de un bote tocara el agua con
la punta de los dedos. Con algún Javier, supongo,
salieron de la luz y de mí para siempre.
No me moví ni tomé la copa de vino. Cuando pude
levantarme supe que como un ciego para siempre
llevaría esas voces conmigo.
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