a miraba en silencio. Como un cazador furtivo,
contenía la respiración dejándose llevar por aquel
deseo de necesidad carnal, por aquel acceso de
locura deshonesta, incontrolada. Sentía ganas de
saltar junto a ella, de susurrarle al odio, de besar
su cuello, su delgado cuello protegido por una
bufanda violeta como sus ojos. Desde el anonimato
que le daba la distancia, cobijado por la penumbra
de su habitación, Camilo se perdía en aquella mujer.
Caminaba tras cada uno de sus pasos, sintiendo todos
sus movimientos, incluso a veces le pareció oír su
respiración, aquella respiración entrecortada por la
prisa, sutil y solitaria. Contemplaba con quietud
sus gruesos labios, vírgenes, desconocedores de su
mirada.
|
|
|
|
|
Desde el
anonimato que le daba la distancia, cobijado
por la penumbra de su habitación, Camilo se
perdía en aquella mujer. |
|
|
Ella se contoneaba. Su balanceo era lento,
entorpecido por los adoquines desiguales de la
acera, donde sus finos tacones se hundían
peligrosamente. Camilo sentía el desequilibrio de su
cuerpo, de sus desnutridos tobillos, y su mirada
resbalaba por el contorno de sus caderas,
acariciando sus muslos, hundiéndose en la piel de
sus glúteos, rozándole el vientre con el
pensamiento, ese pensamiento perturbador que le
poseía. Imaginaba su cintura, aquellas hendiduras
sensuales que consentían gustosas el abrazo de la
falda de tubo, que jugaban al escondite tras los
delanteros del abrigo de lana negro.
Como cada mañana, Elda bajó del autobús y recorrió
el trecho de acera hasta llegar a la residencia
geriátrica. Camilo la observaba en silencio. El
timbre del teléfono móvil sonó haciéndole recuperar
la conciencia. Se alejó del ventanal y lo cogió.
—¿Cuéntame qué tal va todo? —le preguntó su esposa a
través del
aparato.
—Bien. Mejor de lo que pensaba. Ayer me dieron a
entender que estaba propuesto para un ascenso.
—Es estupendo. Significa que pronto volverás. ¿Estoy
en lo cierto? —preguntó ella intranquila.
—No exactamente. Tal vez tenga que pasar aquí unos
meses más.
—Camilo, no podré soportarlo.
—Claro que sí. Lo harás. Tú eres fuerte. Ahora tengo
que colgar. Estoy ocupado.
—Entiendo. ¿Me llamarás mañana?
—Siempre lo hago. Ya te dije que es mejor que sea yo
quien te llame —contestó mientras se acercaba al
ventanal y miraba como Elda se perdía tras aquella
puerta de cristal—. No debes preocuparte, todo se
solucionará. Un beso, cariño. Que tengas un buen
día.
—Hasta mañana. Te quiero —concluyó la esposa.
Camilo se acercó de nuevo al ventanal y miró su
reloj de pulsera. Tenía ocho horas por delante. Ocho
largas horas hasta que ella saliese una vez más por
aquella puerta. Así llevaba haciéndolo un día y
otro, y otro... Sin darse cuenta pasaron dos meses,
dos largos meses en los que él, cada mañana, seguía
el mismo rito inevitable. Aquella ceremonia de
observación se convirtió poco a poco en una
necesidad más que vital, en un ahogo anímico que le
llevaba a pensar que necesitaría contemplarla
incluso cuando la vida hubiera de ser muerte.
Elda, ajena a su mirada, bajaba del autobús con
destreza. Con precisión milimétrica dejaba caer su
cuerpo sobre la húmeda acera. Él la contemplaba
pensando que sujetaba sus tacones en la distancia.
Cuando ella se contoneaba, sentía su cuerpo desnudo,
sus pechos rozándole el tórax. Entonces, sus dedos
se desplazaban sobre el cristal con suavidad, con
exquisita dulzura, casi ingrávidos, temerosos...
Camilo, consciente de su obsesión, se ruborizaba y,
jadeante, sudoroso, se retiraba del ventanal
poniéndose a salvo, buscando la oscuridad del
dormitorio para seguir observándola hasta que
aquella puerta quedase, para él, vacía de vida.
Había perdido el trabajo, aquel trabajo que les
mantuvo a salvo durante tantos años, treinta y dos.
Ahora él tenía cincuenta y nadie se interesaba por
su situación. La fábrica había cerrado, la quiebra
sólo dejó como única posibilidad el fondo de
garantía salarial, que aún no había llegado. Y la
jubilación anticipada.
—¡Jubilarme! ¿Quieren darme la jubilación? ¡Están
locos! Soy demasiado joven. No lo haré. ¿Cómo
acabaremos de pagar la hipoteca? Aún nos quedan dos
años.
—Nos apañaremos. Podemos vender la casa y comprar un
piso pequeño —dijo ella acariciando la espalda de
Camilo.
—No. No lo permitiré. Tú amas esta casa. Has luchado
igual que yo por ella.
—Cierto. Pero tú eres más importante que la casa. Yo
te necesito más que a nada. Mi sueldo nos dará para
seguir a delante.
—Ni hablar. No lo permitiré —dijo Camilo enfurecido.
Dos meses después, Camilo se marchaba. Había
encontrado trabajo fuera de la capital.
—Llámame todos los días —le dijo ella besando sus
mejillas—. ¿Lo harás? ¡Júrame que lo harás!
—Cómo no voy a hacerlo. ¡Te quiero más que a mi
vida! —exclamó él dándole un beso en los labios.
Ella quedó prendida sobre la estación del tren.
Mientras, él miraba cómo poco a poco la imagen de su
mujer se hacía más pequeña. Tres meses después,
Camilo seguía recluido en aquella pensión, buscando
en las páginas de los periódicos el trabajo que
había dicho tener. Todos los días inventaba los
quehaceres que se suponía estaba desempeñando, y
ella, a través de la línea telefónica, escuchaba con
entusiasmo.
—¿Cuándo podrás pedir el traslado?
—Aún es pronto. No soy más que uno de los contables.
Estoy aprendiendo a utilizar el ordenador. Ya te
dije que quieren abrir una sucursal en Sevilla. Debo
prepararme para ser el gerente de ella. Ya sabes que
estoy propuesto para el cargo, pero sólo es una
propuesta.
—Aunque únicamente sea una propuesta, es
maravilloso. No puedo creer dónde has llegado. Yo te
dije que no deberías preocuparte. Siempre has sabido
salir adelante. ¡Te quiero! Camilo, eres un genio.
Las mentiras aumentaban en proporción a los días de
ausencia. Después de tres meses, Camilo seguía en el
mismo lugar sin más compañía que los deseos anónimos
que Elda suscitaba en él. Su imagen le hacía más
soportable aquella búsqueda estéril, aquellas
mentiras imperdonables. Pero, una mañana, Elda no
pasó frente a su ventana y él creyó morir. No comió,
no durmió. Esperó durante horas, estático, frente al
cristal. Necesitaba ver de nuevo su paso firme, su
mirada solitaria. Entrada la noche, como de
costumbre, llamó a su esposa intentando disimular su
estado.
—Hola, cariño —dijo con voz apagada—. ¿Cómo estás?
¿Te encuentras bien?
—¡Por supuesto! Y tú; ¿cómo estás? Pareces
preocupado.
—He tenido un mal día —explicó Camilo en un tono más
tranquilo—. Uno de los balances de situación
descuadraba. Ya sabes cómo son estas cosas.
Cuéntame, ¿qué has hecho hoy?
—Lo de siempre. Sabes que mi trabajo no tiene nada
de peculiar. Camilo, júrame que no te pasa nada
—insistió la mujer—. Camilo, ¿estás ahí? —volvió a
preguntar ella aún más angustiada.
Camilo acariciaba, en silencio, el teléfono móvil.
El tono de la voz de su mujer le hizo pensar en
decirle la verdad, pero sintió miedo y volvió a
callar. La posibilidad de perderla le aterraba.
—Estoy bien. Un poco cansado. Te echo de menos. ¡No
sabes cuanto! —contestó en un ahogo.
—Cariño, yo también. ¿Por qué no pides unos días de
descanso? —dijo ella sollozando.
—Lo intentaré...
Hacía una semana que Elda se había percatado de que
Camilo la observaba desde la ventana de la pensión.
Sabía que él conocía sus cambios de turno semanales
e incluso los imprevistos. El primer día sólo le
pareció una coincidencia, pero a medida que fueron
pasando las semanas, la mirada de aquel hombre
comenzó a producir en ella desasosiego. Cambió
varios turnos, pero a pesar de la discontinuidad de
sus horarios, él seguía en la ventana. Un día llegó
a la residencia un gran ramo de rosas blancas. El
florista dijo:
—Verá usted, sólo sé que son para una señora que se
llama Elda. El hombre que encargó el ramo dijo que,
para más señas, debería decirles que el color de los
ojos de ella es tan azul que parece violeta. ¡Debe
ser usted! —dijo el muchacho con una sonrisa que
evidenciaba confianza en su afirmación.
—Sí, soy yo. Pero no es eso lo que quiero saber
—dijo Elda haciendo una pausa y mirando al joven
fijamente.
—Ah, ¿no? Pues usted dirá —contestó el joven
contrariado.
—¿Sabe cómo se llama? ¿Dónde vive? ¿Lo sabe?
—Pues no. Verá usted, hizo el encargo en la tienda.
Lo pagó, dio la dirección y se fue. Será un
admirador —concluyó el motorista sonriente.
Desde aquello, Elda no conseguía conciliar el sueño.
Sentía miedo. El hecho de que alguien pudiera estar
obsesionado con ella le daba escalofríos. Sabía cómo
se llamaba, los horarios que tenía y, tal vez,
incluso su dirección. Temerosa por lo que pudiese
acontecer decidió ir junto a una de sus compañeras a
denunciar los hechos.
—Y dice usted que la observa desde la pensión. Eso
no es un delito. Tampoco lo es el que alguien le
mande rosas; más bien, lo último es una deferencia.
Si no hay amenazas, acoso... usted ya me entiende.
No se puede hacer nada. No puede poner una denuncia
porque la miren. Lo mejor que puede hacer es no
ponerse nerviosa. Este tipo de individuos suele
cansarse pronto. Si observa algo más, vuelva. Quiero
decir que si la llama a casa, o a la residencia, o
la sigue, entonces venga a vernos.
—¡Gracias agente! Creo que tiene razón. Quizá me
haya preocupado en exceso —contestó amablemente
Elda.
—Señora —increpó el policía.
—Dígame.
—Esto ya es cosa mía. Quiero decir que yo, en su
lugar, durante un tiempo, procuraría ir acompañada
de algún amigo. Suele dar resultados positivos, la
compañía masculina les descoloca. Los mirones suelen
ser cobardes, y desde mi punto de vista, creo que
este individuo sólo es un mirón.
—¡Gracias, agente! Lo haré. Buenos días.
—Buenos días también para usted —contestó el policía
saludando con la mano.
Camilo esperaba el amanecer sentado sobre el
orejero. Sin asearse, sin desayunar y con los ojos
desencajados por la ausencia de su amada, se apostó
una vez más frente a la ventana. Aquella mañana,
Elda acudió a la residencia acompañada de un hombre
más joven que ella. Éste la sujetaba del brazo.
Ambos se despidieron con un suave beso en la
mejilla. Camilo creyó enloquecer. Desenfrenado, dio
un puñetazo a la pared. Sus nudillos comenzaron a
sangrar.
«Sólo es un amigo. No puede significar nada para
ella. Sólo puede ser un amigo» , pensó mientras
ponía el puño bajo el agua del grifo.
Pero aquel hombre siguió acompañándola dos días más.
No sólo iba a dejarla, también la esperaba a la
salida. Camilo olvidó la búsqueda de aquel trabajo
que tanto le preocupaba, desconectó el teléfono
móvil. Dejó de pensar con normalidad y se perdió en
lo más profundo de su obsesión. Llegado el tercer
día, decidió que todo aquello debería acabar, porque
Elda le pertenecía, ella sólo podía ser amada por
él. Se aseó y cogió un taxi, buscó una floristería
lo más lejana posible a la residencia y envió un
gran ramo de flores blancas, junto a ellas una
tarjeta en cuyo texto se podía leer:
Elda, lo que estás haciendo te llevará a un
arrepentimiento eterno. Te has olvidado de mí. ¿Cómo
puedes hacerme esto? Yo te amo. Siempre te amaré.
Cuido en la distancia cada uno de tus pasos, y tú
sólo me desprecias, te olvidas de que existo. Crees
que no lo sé. Que soy ajeno a tu comportamiento,
pero no es así.
Haz que él se aleje de ti. Si tú no lo haces, tendré
que hacerlo yo. Te observo en la distancia. ¿Por qué
quieres olvidarte de mí? Yo te quiero.
Nada más recibir las flores, Elda acudió a la
comisaría junto al motorista. Dos horas más tarde,
la policía llamaba a la habitación de Camilo. Había
una denuncia por amenazas y acoso. Camilo fue
detenido.
—No pueden hacerme esto —repetía sin descanso—. Yo
la quiero. ¿Es un pecado querer? ¿Acaso es un
pecado? No he hecho nada malo ¡Lo juro!
Elda observaba desde la cristalera de la residencia
cómo la policía bajaba al hombre hasta el coche
patrulla. Pensando que tal vez había actuado de una
forma un tanto precipitada, salió a la acera y se
acercó lentamente. Al ver su cara, un escalofrío
recorrió su cuerpo.
—¡Camilo! —gritó desaforada— No puede ser,
suéltenlo. Ha sido un error, una desgraciada
equivocación. Es mi marido.
* *
*
Obra galardonada por la Fundación José Banús Masdeu
y Pilar Calvo y Sánchez de León con el primer premio
del concurso de cuentos «Ciudad de Marbella 2001».
|