n desquiciante sonido le hizo salir de sus
sueños y volver a la cruda realidad. Nunca se
estropeaba ese artefacto diabólico que alguien
bautizó como despertador. Era pronto aún para
comenzar un nuevo día, más desde que John había
perdido a su hermano en aquel accidente de moto.
En sus sueños, su hermano seguía vivo junto a
él. En la realidad, John había caído en una
espiral de dudas, desconcierto y penas fraguadas
por el dolor. En esos duros momentos, una
pregunta perpleja se instauró en su cabeza, una
pregunta que le hacía sentirse débil, una
pregunta que no sabía contestar.
Un sentimiento de impotencia le embargaba y un
escalofrío recorría su espalda cada vez que
recordaba aquel nefasto momento.
—John, no voy a llegar a tiempo al colegio.
—No te pongas el casco… y no te preocupes. Vamos
a tardar sólo unos minutos.
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Era pronto aún para comenzar un nuevo día... |
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Un coche les levantó un par de metros del suelo.
La caída duró una eternidad, un tiempo demasiado
largo, siendo consciente de lo que iba a pasar.
Después, sólo hubo oscuridad. John se
hubiera cambiado sin dudarlo por su hermano
pequeño.
El grito ahogado que forjó su garganta al ver la
urna con sus cenizas seguía retumbando en su
decaído y atormentado pensamiento.
Ninguna de las palabras alentadoras vertidas por
aquellos especialistas en comprender el alma
humana, cuyas paredes únicamente estaban
decoradas por sus logros y credenciales, servía
para calmar su tormento.
Se maldecía por el tiempo que restaba para su
reencuentro.
La pregunta apareció en su mente, semejante a
los carteles escasamente iluminados que se
sitúan a los lados de la carretera, revelándose
como un enigma indescifrable por las
circunstancias presentes.
—¿Habrá perdonado Tom mi error? ¿Volveré a ser
feliz en vida, o sólo cuando algún día volvamos
a vernos? —pensó John abrazado a su almohada,
mientras mordisqueaba uno de sus extremos
carcomido por sus frecuentes ratos de reflexión.
Estaba claro que nadie podía dar respuesta a tal
dilema salvo el propio Tom. Un nuevo pensamiento
emergió en su mente como una realidad no
concebida pero posible, como un camino que se
desvía del sendero.
Si para John la felicidad tenía un destino, qué
sentido tenía para Tom recorrer el largo, duro y
angosto camino de la vida tanto tiempo para
morir igualmente. Si su vida no le iba a deparar
alegrías, para qué andar tantos años pudiendo
alcanzar su meta hoy mismo.
John quiso ver la luz al fin. La solución a
todos sus males había estado delante de él todo
este tiempo, pero él la había obviado por temor.
Ahora sí se sentía fuerte, ahora sí estaba
decidido a acabar con su sufrimiento. Él estaba
vivo, pero su hermano no. Nadie podía devolverle
la vida y Dios no tenía tiempo para eso.
Pero John sí podía cruzar la línea de la vida
para encontrarse con él. La idea del suicidio se
marcó a fuego en su frente como se marcan a las
bestias con el hierro incandescente.
Su familia no lo entendería pero no eran ellos
los que llevaban la carga de una muerte a la
espalda. Su pesadilla acabaría y la felicidad le
volvería a embargar.
Sin tiempo para meditarlo, pues era consciente
de la debilidad y fragilidad de su poder de
decisión, buscó rápidamente el instrumento para
comenzar su viaje a la otra vida. La forma en
que lo haría era una incógnita para él. No sabía
muy bien cómo utilizar aquel afilado abrecartas
que había tomado del despacho de su padre, pero
estaba claro que no había vuelta atrás.
Pensó en no dejar ninguna nota ni carta de
despedida, pues era explicar lo evidente.
Además, no sabrían interpretar sus razones y no
deseaba que le juzgaran sin estar él presente.
No debía ser tan complejo. Imágenes y recuerdos
de escenas de películas surgían en su mente como
gotas de lluvia, cada una de ellas pura,
cristalina, las cuales reflejaban el fatídico
momento, mientras se iban fusionando las unas
con las otras. En su cabeza se formó un cúmulo
de escenas trágicas, de muertes sin aparente
dolor.
John cogió el abrecartas con ambas
manos y, con reflejo felino, tensó toda la
musculatura abdominal para no sentir cómo su
costado se perforaba y los tejidos se iban
desgarrando al paso de aquel instrumento
espiratorio.
La punta, afilada y punzante como una aguja, no
llegó a sobrepasar por completo su epidermis,
antes de que el abrecartas retrocediera como
accionado por un resorte. No debía ser tan
complejo. Angustiado por la situación, con la
frente empapada de un sudor intenso pero frío y
el corazón galopando como un caballo salvaje en
libertad, escogió la opción del arrebato. Se
quedaría quieto, inmóvil, pero con el abrecartas
listo para su cruento cometido.
Intentó recordar la cara de su hermano, pero le
era imposible. Sólo un retrato aparecía en su
mente. El cuerpo de Tom tumbado en el asfalto,
con los ojos clavados en el infinito y ausentes
de vida, con una mueca de terror que le
desencajaba el rostro, y un abundante río de
sangre que provenía de su oído. Un abundante río
de sangre, un abundante río de sangre…
El abrecartas se precipitó contra la alfombra
color vainilla de la habitación, con uno de sus
bordes tintado de un rojo carmesí. Había sido
algo inconsciente, pero había logrado su
cometido. Un pequeño pero profundo corte en su
muñeca izquierda tenía la culpa.
John vio que su sangre comenzó a emanar a
borbotones, como las erupciones de los volcanes,
para después dar paso a un río tranquilo de
aguas rojas semejantes a las de la antigüedad en
el Nilo. Nunca se pudo imaginar que tuviera
tanta sangre y menos aún que una persona tardara
tanto tiempo en morir.
Comenzó de nuevo a sudar, pero esta vez su sudor
no era frío, era caliente, intenso. Le abrasaba,
hacía que el aire de sus pulmones no fuera
suficiente para respirar. Pequeñas taquicardias,
producidas por la pérdida de sangre y la falta
de aire, hacían que John comenzara a sentirse
mareado. Miles de palabras afloraron en su mente
para describir su situación: agonía, dolor,
angustia…
Se encontraba en estado de trance, entre la vida
y la muerte. Miró al suelo a punto de perder la
consciencia. Sus piernas, largas y musculosas,
aparecían extendidas, dejando en medio un lugar,
para el emplazamiento de aquel lago artificial
de belleza sádica y ultrajante.
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La idea del suicidio se marco a fuego en
su frente como se marcan a las bestias
con
el hierro incandescente. |
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Echó la cabeza hacia atrás y notó cómo la luz
proveniente de la bombilla empezaba a parpadear
lentamente, como si alguien jugara con el
interruptor. Suspiró profundamente exhalando
todo el aire que pudo.
Después, sólo hubo oscuridad…
Aletargado y absorto, como si no tuviera vida en
su interior, hizo un esfuerzo sobrehumano para
abrir ambos párpados. Le pesaban como viejas
persianas cuyas cuerdas estaban desgastadas y en
las últimas.
Se encontraba en algún sitio lóbrego, pues sus
ojos no conseguían identificar nada en aquel
enlutado lugar. Su vista se fue poco a poco
acostumbrando a la escasez de claridad y
consiguió ver una forma frente a él. Aquella
cosa, ser u objeto estaba sentado y no se movía
ni un ápice por su presencia.
John bajó las manos e intentó
identificar sobre qué estaba acomodado. Se
trataba de una multitud de cojines de diferentes
texturas y tamaños. Mientras palpaba el suelo,
sintió cómo un resplandor iluminaba, aunque de
manera escasa, la habitación.
La luz, cual resplandor que se acrecienta por
momentos, emanaba de una puerta blanca como la
nieve. Le producía tranquilidad y armonía. Un
gran sentimiento de paz le embargaba de pies a
cabeza.
El brillo iluminó parte de la habitación. John
fue recorriéndola desde la puerta hacia la
derecha hasta que, helado por la impresión,
detuvo su mirada ante la persona sentada frente
a él brindándole una cálida y reconfortante
sonrisa y una mirada de complicidad para calmar
de nuevo su apresurado corazón.
—Tom, ¿eres tú? —preguntó asombrado por la
repentina presencia de su hermano.
—¿Quién si no? ¿No era éste tu deseo? —se limitó
a responder.
John había aguardado este reencuentro desde el
mismo momento del accidente, y ahora no sabía
muy bien qué hacer. Tom parecía otro totalmente
distinto. Su cara aún era reflejo de la infancia
y la inocencia, pero su voz y sus palabras eran
penetrantes, directas, como si hubiera algo más
en él.
—¿Sabes por qué estás aquí? —preguntó Tom.
—Supongo que…para poder pedirte perdón, porque
fui el culpable de tu muerte y era mi deseo
volverte a ver —dijo John, sin ser capaz de
mirar a los ojos de su hermano.
—No. Estás aquí porque no has sido capaz de ser
feliz con los designios de la vida que te han
tocado, y has tomado el camino fácil —dijo Tom,
que parecía una persona mayor encerrado en un
cuerpo inexperto.
—No podría haber sido feliz sin ti. Tu muerte
fue la mía en vida. Por mi culpa, dejaste el
mundo y ahora te encuentras aquí. Por mi
culpa…—decía John.
—¡Deja de culparte! —exclamó Tom con voz firme—.
Nada tuviste que ver. Fue un accidente y nunca
sentí que quisieras herirme. Me querías y
protegías mucho. No estaba en tus manos cambiar
eso, pero ahora sí está a tu alcance salvarte o
condenarte —dijo Tom, dejando claro y de manera
contundente ambas posibilidades.
—¿Cómo salvarme o condenarme? Explícate —exigió
John desconcertado.
Tom no se encontraba en aquella habitación para
perdonar a su hermano. No era necesario. Había
sido designado como su último acompañante antes
de cruzar el umbral. Nadie sabía qué había
detrás de la puerta, pues era distinto para cada
persona. Cielo o infierno, gloria o llanto. La
misión de Tom no era sencilla. Hacer que una
persona recorra su vida, encuentre el sentido de
la misma y afronte su destino con la conciencia
limpia, sólo era posible para aquellos que
habían cruzado al otro lado encontrando a
continuación un hermoso jardín, lleno de
personas alegres, conocedoras de la verdad y
productoras de la salvación. Almas puras no
descartadas a los entresijos de la oscuridad.
El único matiz que tendría que tratar con su
hermano mayor era el más confuso y arduo de
todos, la felicidad. Ésta había marcado la vida
de su hermano, como un horizonte en el que el
mar y el cielo se unen y no se puede discernir
dónde empieza o acaba uno u otro, como algo que
había asociado a cosas concretas y no a espacios
de tiempo, como algo que le hizo perder la vida
terrena y quién sabe si la eterna.
Tom, con mirada inflexiva como la de
un tutor que alecciona a su pupilo, invitó a su
hermano a que le narrara la verdadera cuestión
por la que se encontraba en aquella habitación,
donde no existía el tiempo, si su momento aún no
había llegado.
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Una vez conseguida la moto y salir a
la carretera, dándole el aire en la
cara, sintiéndose dueño de su vida y
de su libertad, vio que tampoco así era dichoso. |
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John dudó. Intentó abstraerse de sí mismo, ver
desde fuera los sentimientos que componían aquel
corazón ahora calmado. Como si de una evidencia
se tratase, sus labios pronunciaron unas
palabras que no hubiera querido utilizar, pues
la verdad no siempre te hace libre, a veces
puede condenarte por herir a alguien.
En concisas palabras, el hermano mayor declaró
lo que Tom ya sabía, pues podía ver más allá de
su alma. John dijo que no era feliz, no sólo por
su ausencia, sino porque nunca había llegado a
alcanzar la felicidad como si de una meta se
tratase. Su muerte sólo había acelerado el
proceso y desencadenado los escabrosos
acontecimientos.
Ahora John no podía parar de hablar. Se sentía
libre y con una multitud de cosas que contar,
como el viajero que vuelve de ver mundo cargado
de recuerdos.
Su primera frustración fue en su época escolar.
John se sentía un niño desplazado. Su carácter
tímido y poco social le había impedido hacer
amigos y pasaba los recreos mirando el cielo y
jugando a pensar qué formas tenían las nubes.
Fueron años duros para sí mismo, hasta el día
que vislumbró la solución. Sería feliz cuando
consiguiese ser el niño con más amigos de todos
los que integraban el centro. Durante ese
tiempo, dejó al lado sus pasiones y devociones,
como leer o pasear, por los pasatiempos de sus
compañeros. La vida se cargó de días de fútbol,
carreras con coches de juguete, vueltas y
vueltas en el tiovivo, todo un mundo girando
alrededor de un propósito, sin disfrutar de las
situaciones o de las propias amistades.
Cuando alcanzó la meta que se propuso, vio la
realidad. Habían pasado varios años esperando el
momento, años de mucho sacrificio, en los que
cada día era un duro trabajo del que acababa tan
exhausto como minero. Ahora, cuando había
alcanzado su propósito de tener muchos amigos,
tampoco era feliz.
El siguiente tema supuso para John un serio
problema. El nacimiento de Tom le había relegado
a un segundo plano en el concierto familiar. Sus
padres, ambos importantes empresarios, no
disponían de mucho tiempo para ellos y estaba
claro que ahora el pequeño se llevaba toda su
atención. Y sin hacer nada por evitarlo, dejó
que brotara en su pecho un sentimiento de celos
y rencor, un odio creciente hacía aquella
criatura indefensa que le despojaba de ser el
único anhelo de sus padres. Ese día fijó en su
mente que algún día conseguiría volver a ser el
único por el que sus padres mostraran atención.
Desafiaba a sus padres y los consideraba sus
enemigos. Pero sus escarceos con el alcohol y
las drogas, buscando llamar su atención, no
habían hecho más que distanciarlos más en vez de
acercarlos a él. John seguía sin ser feliz.
Por último, fijó su felicidad en tener
una moto, para ser independiente y poder ir a
donde se le antojase, como las aves que recorren
el mundo sin rumbo viviendo donde quieren. Para
conseguirla, cambió su actitud hacía la familia
y asumió algunas tareas de la casa, incluso en
varias ocasiones se quedó al cuidado de Tom.
Conseguida la moto, salió a la carretera a
sentir el aire en la cara, a experimentar qué se
experimenta al sentirse dueño de su vida y de su
libertad, pero vio que tampoco así era dichoso.
Cada vez se sentía más decepcionado. A mediano o
largo plazo, conseguía sus metas, pero no
disfrutaba los días que componían ese tiempo,
eran sólo un lastre para alcanzar su propósito
último.
Llegó el día en que volvió a ser el único para
sus padres. Aquella mañana llevó a Tom al
colegio… y ya nunca más lo recogería. Después
sólo hubo oscuridad…
Los desdichados ojos de John estaban inundados
en lágrimas, que se agolpaban por recorrer sus
mejillas a raudales. Había visto su vida como
una carrera que no disfrutaba y que, al vencer,
sólo le había dejado soledad, miedo y muerte.
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...lo condujo hacia la puerta, situándole junto al umbral. |
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Tom abrazó fuertemente a su hermano. Era rara de
explicar la sensación de John al ser abrazado
por el alma del pequeño, pero notaba paz y una
sensación de calor que le producía un agradable
estado de bienestar.
—Espero que me puedas perdonar —dijo John,
avergonzado.
—Te quiero más que ningún otro hermano pudiera
querer al suyo. Además, has llegado a tu fin.
Has solucionado la pregunta sobre el sentido de
tu vida —dijo Tom sonriendo y con lágrimas en
los ojos.
—¿Qué soy? ¿Un infeliz que os ha destruido la
vida y que no ve más allá de mis narices?
—exclamó John, enfadado consigo mismo.
—No. Eres tú mismo. Recordando tu vida y tus
acciones, has llegado a la conclusión de que la
felicidad no es llegar a un destino, sino
disfrutar todos los momentos de ese camino. Si
cada día de tu vida hubieras sido feliz con lo
que hacías, no habrías estado siempre triste e
incompleto. Tus metas hubieran sido muchas, unas
logradas u otras no, pero siempre te hubieras
sentido querido y apoyado por todos los que te
rodeábamos. Vivir cada día como si
fuera el último y hacer de este mundo algo mejor
es algo al alcance de todos John y tú tienes ese
don —añadió Tom de manera mística.
Algo tan sencillo de entender había estado
oculto a los ojos de John. Ahora, por fin, los
abría a la realidad. Las cosas importantes de la
vida no eran aquellas por las que se trabajaba
sin descanso y sin placer, sino las pequeñas
cosas que dejaban escapar cada día una sonrisa…
Tom se levantó, cogió de la mano a su hermano y
lo condujo hacia la puerta, situándole junto al
umbral. Volvieron a abrazarse y Tom le invitó a
pasar, recordándole esta frase: “La felicidad no
es sólo llegar a un destino, sino disfrutar de
todo ese camino”.
Una luz brillante cegó por momentos los ojos de
John, que perdió la noción del tiempo y de todo…
—John, no voy a llegar a tiempo al colegio
—repitió Tom, sentado en el asiento trasero de
la moto.
John, incrédulo, miró atrás y allí, en el
asiento trasero de la moto, estaba su hermano
Tom sonriéndole efusivamente, mientras mostraba
sus dientes mellados. ¡Todo había sido una
pesadilla, una cruel pesadilla! Tom no había
muerto. Nadie había muerto. El encuentro en
aquella habitación… nada, absolutamente nada
había sido real. Todo había sido fruto de una
mala jugada de su frenética imaginación.
John se volvió y besó y abrazó fuertemente a su
hermano. Quizá sin merecerlo, la vida le había
brindado una segunda oportunidad en forma de
sueño premonitorio. Esta vez no iba a
desperdiciarla como la anterior. Había
aprendido.
—Tom, ponte el casco. Aún queda una larga vida por recorrer.
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