—BUENAS TARDES,
¿RESTAURANTE
Paolo?
—Sí,
señor, ¿qué desea?
—Hola.
Soy Luis. Quiero reservar una mesa, para esta noche,
a las diez. Dos personas. Necesito que sea en el
reservado Sicilia, por favor.
—Perdone,
señor Luis, no le había reconocido. Le hago la
reserva.
—Gracias.
Al colgar el auricular, sintió un temblor que le
recorrió sin respeto todo el cuerpo.
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—Hola.
Soy Luis. Quiero reservar una mesa, para
esta noche, a las diez. Dos personas.
Necesito que sea en el reservado Sicilia,
por favor. |
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Desde que recibió la llamada de Alberto
comunicándole que por la tarde llegaría a Madrid,
que sólo estaría hasta las ocho de la mañana del día
siguiente, y que le gustaría verle
—vernos,
había corregido inmediatamente—,
no había descansado ni un instante de recibir
mensajes desde su pasado en forma de recuerdos.
Algunos estaban muy gastados por el uso casi
abusivo; otros, en cambio, parecía que antes se
hubieran esfumado de su memoria y ahora aparecieran
de nuevo, cargados de emotividad, llenos de
nostalgia, con sabor agradable los que fueron
agradables, con la ponzoña atenuada los que no lo
fueron, y todos ellos con la magia añadida de volver
a vivirlos.
Se levantó del sillón sin abandonar el
ensimismamiento, para prepararse un whisky.
—¿Te
preparo otro para ti?
Lo dijo en voz alta, aunque estaba solo, porque lo
había dicho tantas veces cuando estaba él, que quiso
oírlo de nuevo. Quiso intentarlo. Pensó que quizás,
a la llamada de las palabras, aparecería de nuevo,
como había estado durante algunos años a su lado
cada vez que lo preguntaba y cada vez que dirigía la
mirada hacia el otro sillón.
Desde que aquella relación terminó habían pasado
casi cuarenta años.
Antes de dejarle, Alberto dijo que los treinta son
una buena edad para cualquier cosa y que, a pesar de
amarle de un modo que quizás no volviera a repetir
nunca, no podía atarse a una relación para siempre.
El mundo le llamaba a gritos y no quería eludir ese
canto de sirenas.
Se despidieron de un modo cordial. Por parte de Luis
era fingido: prefirió mantener la compostura.
Insistió en que las puertas de su casa y su corazón
quedaban abiertas, por si quisieras volver, antes
que representar la escena trágica que se alborotaba
en su interior.
Prefirió llorar hacia dentro antes a organizar una
escena melodramática, muy gestual, aderezada con una
llantina infantil, y reproches, y maldiciones.
El recuerdo de Alberto se hizo asiduo en su boca.
Su ausencia la notó gravemente en cada uno de los
segundos.
Quedó maltrecho, sin ánimo para emprender otra
relación. Se encerró en su mundo distinto del mundo
y allí pasó la mayor parte del tiempo.
Tardó varios años en aceptar que nunca regresaría ya
que no tuvo noticias de él, ni directas ni a través
de sus amigos comunes.
Una mañana, por fin, lo aceptó y cerró con gran
dolor las puertas de su corazón. También cambió la
cerradura en la puerta de la casa.
Para entonces había llorado más de un diluvio y
había trasnochado, borracho de whisky y añoranza,
casi todas las noches de aquel naufragio en la
locura, sin respeto a sus propios sentimientos que
se destrozaban nuevamente antes de que las heridas
pudieran cicatrizar.
Ahora, que había encontrado un remanso para
compensar la algarabía emocional que había sido su
vida, él hacía una llamada telefónica y con ello
conseguía que se pusieran de nuevo en marcha todos
los alborotos y se instaurase nuevamente el estado
alterado.
Volvió a reparar en el tiempo transcurrido.
Se enfrentó al espejo, que no tuvo piedad y le
reflejó tal como era y estaba en ese momento.
Setenta y tres años.
Había conseguido mantener el tipo a salvo, pero el
pelo se había ido poco a poco y el que logró
sobrevivir había mudado al color luminoso de la
nieve; las arrugas, inevitables, no eran demasiado
ostentosas. El conjunto mereció un aprobado.
¿Y él? ¿cómo estaría? Setenta y un años. ¿Qué
quedaría de aquellos ojos marinos, de aquella
sonrisa perturbadora, de aquella boca provocativa?
¿Qué habría hecho durante tanto tiempo?
A veces, aunque se lo tenía prohibido, divagaba con
el pensamiento y le imaginaba haciendo feliz a otro
hombre: eso le hacía prorrumpir en un llanto
inconsolable.
Después, cuando conseguía restablecer la calma, se
vengaba imaginándole como un vagabundo, un enfermo
incurable, eternamente desgraciado, o escondido en
un rincón muerto de arrepentimiento por haberle
dejado, y purgando en vida el castigo de un infierno
merecido.
Cuando se daba cuenta de la crueldad hacia ambos, se
tomaba otro de esos whiskies que le acercaban
cariñosamente al paraíso de la inconsciencia.
Por fin, esa noche iba a verbalizar ante Alberto
algunos de los pensamientos que estaban pendientes
de expresarse, aunque aún no sabía si serían los de
amor o los de reproche.
No sabía, y no quería adelantarlo ni en el
pensamiento, cuánto le quería contar, si sería una
reunión de viejos amigos
—qué
mal sonaba eso de viejos amigos—
o sea, sólo hola y adiós y en medio ninguna
intimidad, o si sería el momento de retomar aquel
camino que hicieron juntos, o si se limitaría a
alterarle y volvería a desaparecer de su vida
dejándole como regalo el inicio de otra revuelta.
Se arregló muy despacio y a conciencia.
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Les sirvió Paolo, porque no quiso que
ninguno de sus camareros interfiriera en
aquel encuentro. |
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Seleccionó su mejor traje, camisa blanca, una
corbata discreta, y depositó en el cuello dos gotas
de Eau de Fleur, la que le gustaba a él; llamó a un
taxi y cinco minutos antes de las diez estaba en la
puerta del Restaurante.
Paolo, el propietario, le acompañó hasta el
Reservado Sicilia. Le comunicó por el camino que la
otra persona aún no había llegado, y preguntó si
deseaba beber lo de siempre.
Asintió con la cabeza.
Los nueve minutos siguientes fueron como una
eternidad.
Entonces apareció Alberto.
Estaba espléndido en su madurez.
Se acercó hasta él, y aunque ambos hicieron un
intento de abrazo de reconciliación, el saludo se
quedó en un cordial apretón de manos.
Les sirvió Paolo, porque no quiso que ninguno de sus
camareros interfiriera en aquel encuentro.
A lo largo de la cena intercambiaron pocas palabras,
y ninguna de ellas fue reveladora o comprometedora.
Cuando sirvió los cafés, dijo que no volvería hasta
que le llamaran con el timbre, y que cerrarían a eso
de las tres y media; miró el reloj y añadió dentro
de cuatro horas.
Lo que pasó en esas cuatro horas sólo les pertenece
a ellos.
Cuando Paolo regresó para anunciarles que iban a
cerrar, los encontró con las manos entrelazadas, las
bocas tristes, las miradas perdidas en la nostalgia,
los ojos húmedos, y un silencio que hablaba de
cuánto habían perdido cada uno por su lado. |