uerido diario:
Hoy ha sido un día terrible; me acabo
de despertar hace un ratito y, como no logro
volverme a dormir, he pensado que quizá escribiendo
se me pase el tiempo; puede que incluso me llegue el
sueño o que llegue mamá; no lo sé, pero cuando
escribo, se pasan las horas sin que apenas lo note.
Como te decía, hoy ha sido un día terrible.
Para empezar, el despertador se ha
roto por culpa de Micho, que, como es un gato tan
malo, se ha enfadado al oír la alarma y lo ha tirado
al suelo de un zarpazo. Bufando como loco, ha
atormentado al despertador hasta que, de tanto
zarandearlo con sus patas delanteras, lo ha
estampado contra la pared. Entre la caída y el
choque, el pobre despertador ha muerto para siempre.
Quizá no te parezca grave que mi
despertador se haya roto, pero, sin él, no podré
levantarme a las siete en punto de la mañana, ni
mirar la hora para saber cuándo tengo que ir a
clase, ni comprobar a qué hora llega mamá cada
madrugada. Desde que el reloj de pulsera que me
regalaron el año pasado se me mojó mientras fregaba
los platos, no hay en todo este miserable piso un
solo reloj que marque el paso del tiempo.
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Querido diario:
Hoy ha sido un día terrible; me acabo de
despertar hace un ratito y, como no logro
volverme a dormir, he pensado que quizá
escribiendo se me pase el tiempo; puede que
incluso me llegue el sueño o que llegue
mamá; no lo sé, pero cuando escribo, se
pasan las horas sin que apenas lo note. |
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Después de regañar inútilmente a
Micho, he ido al baño, pero mamá estaba dentro y no
parecía querer salir en un buen rato. Se oía correr
el agua de la ducha, así que me fui al colegio sin
poder bañarme primero. Hoy tampoco he desayunado.
En el recreo, Ana me ha dado la mitad
de su bocadillo a cambio de que le hiciera los
deberes de matemáticas; gracias a este sistema de
cambiar un servicio por comida, me he salvado hoy de
caer desmayada en mitad de la clase, como me ocurrió
hace dos días.
Creo que lo único bueno que me ha
sucedido hoy ha sido haber sacado sobresaliente en
los dos exámenes que hice la semana pasada, un 9 en
lengua y un 10 en historia. Dicen mis maestros que,
de mayor, debería dedicarme a las Letras, pero yo lo
único que quiero es ponerme a trabajar cuanto antes,
porque estoy harta de pasar hambre y de vestirme
todos los días con el mismo jersey, con los mismos
vaqueros desteñidos y medio rotos del año pasado. Al
menos tengo la suerte de que los vaqueros así están
de moda.
A la salida, me he encontrado con mi
padre. Estaba muy pálido, tenía los ojos enrojecidos
y los labios resecos. Estoy acostumbrada a su
cabello sucio y desgreñado, pero no a verlo tan
escuálido. Mi madre dice que es por el mono,
pero no entiendo qué relación pueden tener los monos
con la salud de mi padre. Me ha dado un beso y un
fuerte abrazo, me ha dicho que se pasaría luego por
casa para llevarme un regalo y me ha prometido que
cuando termine de desintoxicarse, viviré con él.
Pero yo prefiero seguir viviendo con mamá, porque
ella me necesita mucho más. Cada día me doy cuenta
de algo nuevo. Por ejemplo, hoy me he dado cuenta de
que mamá está cada vez más cansada, no tiene ganas
de nada y se pasa el día tumbada viendo la tele.
Decididamente, me necesita.
Al llegar a casa, mamá estaba
haciendo precisamente lo que acabo de decir, ver la
tele, y, al oírme entrar en casa, me ha dicho
“No queda butano”. Ni siquiera ha girado la cabeza,
no se ha molestado ni en mirarme. Yo esperaba otro
recibimiento, algo así como “Feliz cumpleaños”, un
beso y un abrazo fuerte, tan fuerte como el de papá,
y quizá algún dulce como regalo, o un peluche como
el que me regaló hace tres años, cuando cumplí
cinco. Pero no. Se ha limitado a advertirme de que
no hay gas. Eso implicaba que tenía que pedirle a la
vecina que me permitiera calentar la sopa en su
cocina, y, como le dije que era mi cumpleaños, me ha
regalado una barra de pan de ayer para que mojásemos
en la sopa. De segundo, teníamos acelgas, y eso,
gracias a que se me ocurrió hervirlas esta mañana
antes de irme a clase, porque si no, tendríamos que
habernos conformado con la sopa y el postre.
Por cierto, sí que me había comprado
un dulce como regalo de cumpleaños. Cuando
terminamos de comer abrió la nevera y sacó un brazo
de gitano, de esos rellenos de nata y recubiertos de
chocolate. Me lo ha dado con un lacónico
“Felicidades”, y nos hemos comido la mitad cada una,
sumidas en el más absoluto silencio. Creo que se
sentía culpable de no poder regalarme algo mejor. Es
la única nota dulce de hoy, porque el resto del día
ha sido muy amargo.
La primera vez que llamaron a la
puerta, estaba fregando el salón y mamá estaba
echada en el sofá viendo la telenovela. Fui a mirar
y, como no reconocí la cara de aquella mujer, le
pregunté quién era y qué quería. “Pilar Martínez,
asistente social. ¿Está tu mamá en casa?”, contestó.
Yo fui a preguntarle a mamá qué era una asistente
social y si quería que le abriera la puerta, pero
ella se levantó del sofá y se puso a gritarle a
Pilar Martínez que se largara de su casa, que no iba
a dejar que le quitara a su hija, que se fuera a la
m..., que no le daba la gana abrir, que nos dejara
en paz. Pero la otra no se daba por vencida. Decía
que quería hablar con ella civilizadamente, que, por
favor, la dejara entrar, porque si no, llamaría a la
policía. Finalmente se fue y mamá se abrazó a mí
llorando y diciéndome que nunca, nunca, debía irme
con un desconocido. Le prometí que así lo haría, la
consolé con mimitos y la arropé en el sofá con la
manta grande; siguió viendo la telenovela y se
olvidó de mí otro rato.
Cuando terminé de hacer la limpieza,
empecé con los deberes, y ya casi había acabado eso
también cuando volvieron a llamar a la puerta. Fui
a abrir y eran los amigos de mi madre, que venían a
hablar con ella. Mamá dice que son unos chulos y que
no les hiciera caso nunca, pero que les abriera la
puerta cada vez que vinieran a hablar con ella.
Entraron los dos y pasaron directamente a la
habitación de mi madre. Ella les siguió y cerró la
puerta tras de sí, pero, aún con la puerta cerrada,
pude oír cómo discutían los tres. Al cabo de un
rato, los hombres salieron y encontré a mamá sentada
en la cama llorando y con una mejilla amoratada. En
el suelo, a sus pies, había una bolsita pequeñita de
medicina, esa que se inyecta mamá antes de cada
comida.
Recogí la bolsita y se la guardé en
el cajón de la mesita de noche, junto a las
jeringuillas desechables que le regala el médico del
seguro de vez en cuando. Si la llego a dejar donde
estaba, probablemente Micho hubiera roto el plástico
con sus afiladas uñas y hubiese lamido la medicina.
Una vez lo hizo y estuvo a punto de morirse. Mamá me
dijo entonces que esa medicina era sólo para ella y
me hizo prometerle que nunca jamás la probaría, y
menos que la aceptase de nadie. Tampoco debía
dársela a papá, aunque me la pidiera.
La tercera y última vez que llamaron
hoy a la puerta era mi padre. Como había prometido,
me traía mi regalo de cumpleaños: un ‘Menú Infantil
del McDonald’; dijo que así eran dos regalos en uno,
porque, por una parte, me invitaba a cenar y, por
otra, el muñeco que trae de regalo el Menú me sirve
de juguete. Papá se fue enseguida y, casi
inmediatamente después de irse, salió mamá del baño.
Estaba muy guapa aquella noche. Siempre se pone
guapa para ir a trabajar, pero hoy se había hecho el
peinado que tanto me gusta y que tanto odio a la
vez, ese que le tapa la mitad del rostro y que se
hace cuando el maquillaje no disimula del todo un
moratón en la cara. Además, me satisfizo comprobar
que la minifalda negra que llevaba parecía nueva,
era la que le teñí hace unos días. También las botas
altas estaban recién lustradas y brillaban con la
luz de la cocina. Estaba realmente guapísima.
Le di un trocito de mi hamburguesa y
le partí unas lonchas de queso para que cenara,
porque no me gusta que se vaya a trabajar con el
estómago vacío, especialmente desde que sé que se
puede desmayar si lleva muchas horas sin comer. La
obligué también a beberse medio vaso de leche,
aunque ella insistía en que me lo tomara yo todo.
Una cosa: que no se me olvide mañana comprar leche.
¿Verdad, querido diario, que ha sido
un día terrible? La tal Pilar Martínez, la asistente
social, me ha asustado mucho, y tampoco me gusta
cuando los hombres que mamá llama chulos vienen a
visitarla, porque muchas veces le pegan (como hoy) y
además me miran de una manera que no me gusta. ¡Ah!,
se me olvidaba decírtelo. Es algo que me ha pasado
hoy en el colegio, cuando estaba en el recreo
haciéndole a Ana los deberes de matemáticas. Un
chico de 6.º se ha acercado a mí y me ha dicho en
tono de burla “Oye, ¿tú no eres la hija de la p...?”
Yo le he pedido que no llamase así a mi madre.
Que ella trabaje como prostituta no
le da derecho a llamarla p... Tampoco le da derecho
a Pilar Martínez a decir que va a llamar a la
policía sólo por no abrirle la puerta, ni da derecho
a los chulos a venir a casa cuando quieran y pegarle
a mi madre si les apetece. Tampoco hay derecho a
que... ¡Vaya! Por fin ha llegado mamá. Aunque mi
despertador se ha roto, sé que deben ser las seis de
la mañana aproximadamente, porque es a esa hora
cuando empieza un programa de la tele que
están echando ahora mismo. A veces lo veo, porque me
despierto cuando llega mi madre y, como de todas
maneras he de levantarme a las siete, pues me quedo
despierta y veo ese programa para matar el tiempo.
Mamá se ha ido directamente a la
cama. Debe de estar muy cansada, porque ni siquiera
se ha desmaquillado. Voy a darle un beso y a
comprobar que se ha metido entre las sábanas y no
está simplemente tirada encima de la cama.
Querido diario, buenas noches. ¿O
quizá debiera decirte “buenos días”? En todo caso, hasta mañana.
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