omo todos los cuentos populares,
podríamos empezar el nuestro diciendo “Érase una
vez un caracol…”, pero es que el nuestro no es
un cuento cualquiera, sino una tierna historia
sobre un caracol poeta, un caracol que, así como
don Quijote se creyó un valiente caballero
después de beber de las fuentes de aquellos
lejanos libros de caballería, se impregnó de
dulces y felices historias de amor hasta quedar
absorbido por sus desatadas pasiones y
apasionados argumentos.
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Una tierna historia sobre
un caracol poeta, un caracol que, así
como don Quijote se creyó un valiente
caballero después de beber de las
fuentes de aquellos lejanos libros de
caballería, se impregnó de dulces y
felices historias de amor. |
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Pero ¿cómo llegó nuestro caracol a
conocer los deleites de la letra escrita? Él
solía contar que le sucedió igual que a su
adorado Curianito ‘el Nene’, aquel bichito de la
obra de Lorca enamorado de la poesía, cuyo
trágico final lleva al autor a advertirnos de lo
peligroso de olvidar libros en las praderas, al
alcance de inocentes y cotillas bichitos como
nuestros amigos, que inocentemente creyeron todo
lo que leían.
No obstante, esta explicación de
nuestro caracol no es convincente, puesto que,
al mismo tiempo, él solía hablar de que padecía
la misma enfermedad que azotó a don Quijote, la
locura por los libros, así que ¿podemos creer
sus argumentos?
Lo que sí es seguro es que este
bichito gustaba de escuchar los cuentos y las
historias que los maestros contaban a sus
estudiantes a través de las ventanas de una
pequeña escuela que había cerca de donde él
vivía, por lo que se empapó de millones de
anécdotas, venturas y desventuras sufridas por
todos aquellos personajes que pueblan las
páginas de la literatura, hazañas que él
escuchaba embelesado creyendo ingenuamente que
las palabras de los maestros contenían la
historia de los humanos ¡y cuán interesante era!
Fue así como supo de la existencia de unos
personajes llamados juglares, que recitaban
cantares de gesta en la plaza del pueblo; así
supo también que antaño existían magníficos
teatros que representaban obras de un tal
Shakespeare; así conoció que un tal Segismundo
fue encerrado en una torre por su padre y que
existió un pirata que tenía un barco al que
llamaba “el Temido”. Tantas historias conoció…
Pero, sin duda, las que más le calentaron el
alma fueron aquellas que relataban pasiones,
como la que encandiló a Romeo y Julieta.
El único problema es que al bichito
se le liaban las historias en la cabeza y, a
menudo, en sus relatos —porque ejercía de juglar
en su comunidad— Rodrigo Díaz de Vivar fue
desterrado a Nerverland o que Shylock era un
judío usurero que prestó dinero a Cervantes para
que fuera a rescatar a la Gitanilla. Pero se lo
podemos perdonar sólo por la manera que tenía de
recitar sonetos ante su embelesado público.
Cierto día, nuestro caracol se
levantó sorprendido por una extraña claridad que
brillaba allí, cerca del helado río. Se acercó
lentamente (no podía ser de otra forma, siendo,
como era, un caracol) sin poder explicarse qué
era aquello que brillaba con tanta intensidad.
Había llovido toda la noche. Aquel
invierno estaba siendo especialmente duro y
mojado, sobre todo para los delicados bichitos
del bosque. Siguió la húmeda estela de aquella
luz. ¿Qué sería? Nadie le había explicado nunca
las magníficas e impresionantes leyes de la
naturaleza que consiguieron que, a muy bajas
temperaturas, las gotas de lluvia se
convirtieran en blancos copos de nieve que
expandieron su brillantísimo manto blanco sobre
aquella pradera a la que se aproximaba nuestro
amigo.
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A muy bajas temperaturas, las gotas de
lluvia se convirtieran en blancos copos
de nieve que expandieron su
brillantísimo manto blanco sobre aquella
pradera. |
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Era de esperar que su trastocada
mente convirtiera en poesía la blanca visión y
que creyera ver en la nieve la asombrosa imagen
que él supo le encandilaría para siempre el
corazón. Y así fue cómo nuestro caracol se
enamoró de la nieve, tal como le pasó a aquel
personaje becqueriano con un rayo de luna.
Y los días se volvieron más felices.
Cada mañana lo despertaban los latidos de su
alocado corazón enamorado. Cada mañana se
arrastraba por la helada senda para contemplar
su reluciente motivo de dicha. Se pasaba los
días intentando hablarle, utilizando la poesía,
la música, las palabras y hasta los silencios.
Pero nunca obtuvo respuesta. Para él cobraban
sentido todos los versos, las dulces canciones,
aquellas palabras que oyera en boca del maestro
de escuela.
Una mañana, como tantas otras, los
alumnos salieron al claro del bosque durante el
recreo. Para ellos, la nieve no era más que eso,
nieve, blanco polvo apto para hacer bolitas con
las que poder jugar con sus compañeros, sin
saber que cada bola que arrojaban rompía un
poco más el alma desgarrada de nuestro amigo,
que, en vano, les gritaba que por favor pararan,
que le iban a hacer daño, que acabarían con
ella…
Así pasaron los días. El sol
persistía en el cielo y sus cálidos rayos
arrancaban un poco de la vida del caracol, que
observaba impotente cómo su amada se
empequeñecía cada día. Nunca supo el caracol
que, si el frío congela el agua, el sol la
derrite, y que tal cosa estaba sucediendo ante
sus ojos sin que él alcanzase a comprenderlo. Su
lastimado corazón sólo entendía que la
desesperación crecía a medida que su amada iba
desapareciendo, por más que él le suplicase que
no lo hiciera. Dejó de retirarse al anochecer
para descansar, sus horas transcurrían junto al
claro donde su amor lo abandonada. Sus amigos
nada pudieron hacer por él.
Finalmente, en el claro sólo quedaba
una minúscula porción de nieve en la que el
caracol se acomodó para estar con ella en su
despedida final, que no tardó en llegar.
Sin poder evitarlo, nuestro amigo se
durmió recitando poemas de amor y, al amanecer,
descubrió que la amada ya no estaba, que su
resto corría en un finísimo hilo de agua que
acababa en el río y se fundía con él.
Lloró desconsoladamente mientras se
perdía en el hueco donde antes descansaba su
amada. Por su mente pasaron mil imágenes de los
distintos modos en que aquella acabada belleza
le deslumbraba dependiendo del modo en que el
sol se reflejara en su blancura. Así pasaron
horas. De repente, su mente enferma de
literatura imaginó que, tal vez, su amada no
había desaparecido después de todo; tal vez sólo
se había transformado; tal vez, por amor, su
cuerpo se había convertido en lágrimas y eran
éstas las que formaban el breve hilo por el que
se escapaba el motivo de su existencia.
Algo más tranquilo, volvió hacia su
casa, sin saber que, en breve, brotaría una vida
justo en aquel hueco donde su amada había
desaparecido.
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