ún no puedo creer lo que me está
ocurriendo. Me gustaría pensar, como hicieron
los demás, que mi superioridad me ha llevado a
esta situación; sin embargo, ahora me doy cuenta
de que ha sido mi propia estupidez la que ha
hecho que me encuentre aquí, solo, esperando no
sé bien qué, sin más compañía que una niña que
aún no ha cumplido los once años. Cuando me
mira, tengo la impresión de que sus ojos me
acusan. No la culpo. Yo estoy aquí por voluntad
propia, mientras que ella ha sido encerrada aquí
con el único propósito de servir a los ególatras
intereses de una especie en extinción. Al
principio, me pareció una gran idea burlar al
destino, pero ahora sólo desearía que ambos
desapareciéramos. Pero existe un problema; mejor
dicho, dos. El primero, no tengo forma de
autodestruirme y el segundo, no soy un asesino y
jamás podría hacerle daño a esta pobre criatura
indefensa cuyo único pecado ha sido llegar al
mundo en el peor momento posible.
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Por fin,
la televisión conectó con la ciudad de
El Vaticano. El sucesor de Pedro
aún no había aparecido, por lo que nos
ofrecieron panorámicas variadas de la
muchedumbre concentrada en la Plaza
de San Pedro. |
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Comenzaré por el principio.
Aquella mañana me levanté un poco más
temprano que de costumbre, debido a que todos
los medios de comunicación habían anunciado que
aquel día, doce de agosto de dos mil ocho, el
Papa desvelaría un secreto que la Humanidad ha
deseado conocer desde que supo de su existencia.
Si sólo se hubiera tratado de una cuestión
religiosa, yo, debido a mi agnosticismo, no le
hubiera prestado la menor atención, pero el
Santo Padre hizo hincapié en que lo que iba a
decir no era sólo importante para la
cristiandad, sino para todos los hombres,
independientemente de su religión o creencia.
Por ello, con mi café y mis magdalenas, me
dispuse a escuchar la revelación del gran
secreto, aunque reconozco que me preocupaba más
evitar que los pedazos húmedos de la magdalena a
medio comer cayeran en el café, algo repugnante
para mí, que lo que el Papa nos pudiese contar.
Por fin, la televisión conectó con la
ciudad de El Vaticano. El sucesor de Pedro aún
no había aparecido, por lo que nos ofrecieron
panorámicas variadas de la muchedumbre
concentrada en la Plaza de San Pedro. Poco
después, el Papa salió al balcón, provocando una
ovación entre el gentío concentrado en la plaza.
Alzó los brazos pidiendo silencio, carraspeó y
se acercó al micrófono.
—Hermanos todos
—comenzó—.
Gracias por acudir a mi llamada. Lo primero que
quiero hacer es desmentir que esto sea una
maniobra de la Iglesia para recuperar fieles. En
absoluto. Si os he reunido aquí es para daros a
conocer algo de lo que sólo hemos sido
informados los sucesores de Pedro: el tercer
secreto de Fátima, es decir, la fecha del fin
del mundo.
Sonreí con escepticismo. Habían
pasado casi dos meses desde la última vez que se
nos había anunciado el Apocalipsis y me
sorprendió que la Iglesia participara también en
aquel juego, pues solían ser los jefes de las
diferentes sectas quienes anunciaban una y otra
vez el fin del mundo. Por el revuelo y las risas
que se oyeron, supe que no era yo el único que
dudaba de la veracidad de aquella afirmación. La
Iglesia ha jugado demasiadas veces con eso de
“arrepentíos hermanos, que el fin está próximo”
como para que hora hiciéramos caso sin
rechistar. El Papa esperó pacientemente a que se
hiciera de nuevo el silencio antes de continuar
hablando.
——Si
os lo desvelo hoy no es por capricho
——continuó——,
sino porque la Virgen, cuando le transmitió su
mensaje a Sor Lucía de Jesús, dejó instrucciones
precisas de cuándo debía darse a conocer su
mensaje. Según la Virgen, quien fuera la cabeza
de la Iglesia católica en este momento, debería
revelarlo exactamente tres meses antes de que se
produjera el acontecimiento. Por lo tanto, os
lo repetiré tal como se lo han ido transmitiendo
mis antecesores en el cargo unos a otros: el fin
del mundo tendrá lugar el trece de noviembre de
dos mil ocho.
El Papa tuvo que hacer frente a una
nueva ola de escepticismo y burla. Pidió calma
para poder continuar.
——Para
finalizar, os diré que ese día la Tierra no
estallará en mil pedazos ni comenzará la tercera
guerra mundial ni un cometa chocará contra
nuestro planeta. Según reza el Tercer Secreto,
ese día la Humanidad, simplemente, desaparecerá.
Como hombre que soy, no sé qué pensar. Como
cabeza de la Iglesia, os aconsejo que os
preparéis espiritualmente para lo que pueda
acontecer, y así poder estar tranquilos y en paz
cuando llegue el momento. También rogaría a los
dirigentes de las naciones que tomen este aviso
en serio y preparen todo lo necesario para hacer
frente a lo que está por llegar. No os puedo
contar lo que ocurrirá exactamente porque no lo
sé. Lo que sí os pido es que actuéis con calma,
sin decisiones precipitadas, ya que, como
sabéis, cuando dejemos esta vida, nos espera el
juicio de Dios.
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Juan Pablo II con sor Lucía,
última superviviente de los tres
pastorcillos de Fátima, videntes
de la Virgen en Cova de Iria
(Portugal). Falleció a los 97 años en su
convento de Coimbra. |
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Dicho esto, el Papa desapareció del
balcón. No pude reprimir una sonrisa burlona.
Aquello me recordaba a un padre avisando a sus
hijos de que, si no se portaban bien, vendría el
hombre del saco. Me comí la última magdalena, me
limpié las migajas de la corbata y me puse en
movimiento para llegar al trabajo.
Sin embargo, el anuncio hecho por el
Papa iba a tener más repercusión de la que yo
había imaginado. En el fondo, el ser humano
continúa sintiendo un terror atávico a la
muerte, al más allá, a lo que le espera después;
no en vano, todas las religiones tienen un Bien
y un Mal, un Cielo y un Infierno, cada una en su
estilo. Cuando se nos anuncia la muerte como
próxima, aparece en nosotros la necesidad
imperiosa de hacer balance y el temor a pensar
en qué platillo caeremos. Por todo ello, la
noticia comenzó a sembrar el temor en los
corazones de los hombres; no sólo el miedo a la
muerte de cada uno, sino también a la extinción
total de la raza humana. Por más que no
queramos reconocerlo, somos bastante más
antropocéntricos que nuestros antepasados. Nos
molesta la idea de que nuestra especie, en la
cúspide de la pirámide, desaparezca. Lo que me
resultó realmente difícil de comprender fue la
reacción de los seguidores de otras confesiones
religiosas. Yo había supuesto que no creerían
una palabra de lo que dijera el Papa; más aún,
que lo utilizarían para criticar la decadencia
de la religión cristiana. Pero,
sorprendentemente, los líderes de las otras
religiones confirmaron tal fecha como correcta,
aunque nunca indicaron qué les había llevado a
conocerla con tanta exactitud. Todo aquello
provocó que nuestra vida se viese profundamente
alterada y que, perplejos e indecisos, nos
preguntáramos qué hacer. Supongo que estábamos
esperando lo que siempre se espera que aparezca
en los trances difíciles: un líder. Alguien que
se haga cargo de la situación y nos muestre cómo
resolverla.
Curiosamente, ese líder apareció
aquí, en España, una mañana en la que se invitó
a los oyentes de una emisora a participar en una
tertulia en torno al Tercer Secreto. Llamaron
cientos de ellos, dando cada uno su opinión, a
cuál más peregrina. Cuando faltaban pocos
minutos para finalizar el programa, intervino un
oyente madrileño, a quien el locutor avisó de
que disponía de poco tiempo para hablar.
——Lo
sé
——repuso
el hombre——.
Pero creo que deberían escucharme, porque he
encontrado la solución a nuestro problema.
——Todos
los anteriores que nos han llamado también
——replicó
secamente el locutor, un poco harto ya de
oyentes iluminados.
——Sí
——admitió el hombre——.
Pero convendrá usted conmigo en que ninguno ha
dado una solución realista. Lo que yo propongo
es muy sencillo y, lo más importante, es
factible.
——Adelante,
pues
——le
invitó el locutor.
——En
primer lugar, creo que debo presentarme. Mi
nombre es Sergio Fernández y llamo desde Madrid.
——Cuando
quiera, Sergio
——le
invitó el locutor.
——Lo
que yo propongo es una solución muy sencilla,
que consta de tres puntos: en primer lugar, creo
que deberíamos aceptar que, efectivamente,
dentro de tres meses ya no estaremos aquí, por
lo que deberíamos cambiar nuestro modo de vida.
Amigos: nos quedan tres meses escasos de
existencia, así que, en lugar de continuar con
nuestra rutina habitual, hagamos lo que siempre
hemos deseado hacer, cualquier cosa que se nos
ocurra, siempre y cuando no dañemos a los demás,
claro está. No es momento de madrugar ni de
meterse en interminables atascos. Disfrutemos
del tiempo que nos queda; de ese modo,
abandonaremos la vida felices, habiendo
realizado nuestros deseos, y sentiremos que
nuestro tiempo en la tierra habrá merecido la
pena.
——Un
buen consejo
——alabó
el locutor.
——El
segundo punto de mi disertación va dirigido a
las naciones poderosas
——prosiguió
Sergio——.
Deben pensar una cosa: el mundo, tal como lo
conocemos ahora, sólo subsistirá durante tres
meses, como ya sabemos. Pasado ese momento, no
existirá la economía de mercado, la libre
competencia, el capitalismo, el socialismo, la
inflación ni el paro; por todo ello, pienso que
es el momento idóneo de donar esa inmensa
cantidad de excedentes que guardan las naciones
desarrolladas y dárselo a los más
desfavorecidos. Así, se conseguirá un doble
efecto: por una parte, hacer justicia con esa
pobre gente y, por otra, las conciencias se
verán reconfortadas. Será una obra de caridad
que, por seguro, será tenida en cuenta en el
momento de presentarse ante Dios Nuestro Señor.
Y, aunque sólo sea por un tiempo, esa gente
podrá tener algo de lo que no ha gozado jamás:
comida, bebida y medicinas abundantes. Yo creo
que es una medida que nos favorecería a
todos. Y lo último que quería decir, y con
esto ya termino, es que, aunque la mayoría no
sobrevivamos, sí podríamos evitar la extinción
del Hombre. Por lo que dijo el Papa, podemos
suponer que todo lo demás, la naturaleza, lo que
nos rodea, continuará cómo ha sido hasta ahora.
Yo parto de la base de que esa profecía fue
formulada hace mucho tiempo, cuando el hombre
había logrado poco más que asomarse al infinito
mundo de posibilidades que la ciencia y la
técnica le proporcionarían más tarde.
Afortunadamente, hoy en día ya no es así. Mi
propuesta consiste en diseñar un recinto donde
un hombre y una mujer, previamente
seleccionados, estén seguros hasta que llegue el
fatídico día. Una vez haya pasado éste, ambos
volverán al mundo y serán los padres de una
nueva Humanidad.
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Imagen que pone de manifiesto una de las
predicciones de cómo será el fin del
mundo. |
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La noticia de la intervención de
Sergio Fernández corrió como la pólvora, primero
por toda España para después extenderse a todos
los confines del mundo. Los científicos la
recibieron con entusiasmo y los estadistas
decidieron que era políticamente correcta. Se
organizaron convenciones científicas y políticas
a las que Sergio Fernández asistió como invitado
principal.
Desde un cierto punto de vista, puede
resultar cómico, pero a mí me pareció
decepcionante que a alguien que lo único que
hizo fue hablar utilizando el sentido común se
le considerara una mente sumamente brillante.
Supongo que se debió a que, por aquel entonces,
los medios de comunicación habían logrado, casi
por completo, hacer olvidar al ser humano que
puede y debe pensar por sí mismo y formarse sus
propias opiniones sobre los hechos que acontecen
en sus vidas, en lugar de corear lo que vocean
otros. Parecía que, finalmente, los dirigentes
mundiales habían logrado hacer de los ciudadanos
lo que siempre habían deseado: borregos
incapaces de pensar.
Un mes después de que Sergio
Fernández hablara en la radio, los habitantes de
los países del Tercer Mundo se vieron inundados
de alimentos, medicinas, ayuda económica y
humanitaria como nunca hubieran podido
imaginarse. Ellos, creo que por suerte, no
tenían la menor idea de la proximidad del fin
del mundo ni conocían a Sergio Fernández;
simplemente, creyeron que, por fin, los países
con recursos y los ciudadanos con sentimientos
se habían conmovido verdaderamente de su
situación. Las televisiones de todo el mundo
difundían las imágenes de sonrientes niños
esqueléticos que, por primera vez, saciaban su
hambre y su sed. A la mayoría hubo que
proporcionarles alimentos especiales, debido a
la fuerte desnutrición que sufrían. Por primera
vez, también, parecían felices.
Los científicos, por su parte, se
pusieron a trabajar con la mayor celeridad
posible. Habían comenzado la construcción de una
cámara subterránea, totalmente acorazada para
proteger a sus ocupantes de cualquier
acontecimiento que tuviera lugar en el exterior.
Su funcionamiento era bastante simple: a las
00:10:00 horas del trece de noviembre de dos mil
ocho, es decir, diez minutos después de que
hubiera terminado el día del juicio final, se
abriría una compuerta que permitiría a las
personas protegidas en el interior acceder a la
superficie por un túnel preparado al efecto. Era
sencillo, fácil de diseñar y de llevar a la
práctica, por lo que la solución fue aceptada
inmediatamente y, poco tiempo después, comenzó a
construirse.
Entonces se planteó el mayor problema
de todos: ¿Quiénes estarían en la cámara?
¿Quiénes cumplirían los requisitos para ser los
nuevos Adán y Eva? El asunto era algo espinoso.
Se decidió, en una muestra más del machismo que
imperaba en nuestra sociedad, que, al ser su
misión primordial repoblar la tierra, la mujer
que estuviera allí debería ser lo más joven
posible. Se optó por una niña; de ese modo, el
hombre que fuera su pareja tendría tiempo,
mientras ella crecía, para construir un lugar
apto para vivir y criar a sus hijos. El varón
debería ser joven y fuerte. Y ambos, bien
parecidos, sin enfermedades ni taras físicas ni
genéticas, inteligentes y con capacidad para
solucionar los problemas que se les fueran
presentando. Con la información sobre todos los
ciudadanos que podrían ser candidatos, los
científicos hicieron una primera selección,
resultado de la cual fueron preseleccionados
cinco hombres y cinco niñas.
Yo fui uno de los cinco hombres.
En un primer momento, no me hizo
ninguna gracia. Dijeran lo que dijeran,
reconstruir el mundo era una tarea que no me
seducía en absoluto, por lo que me negué en
redondo. Luego, tras conocerse mi negativa,
comencé a recibir miles y miles de cartas
rogándome que aceptara, diciéndome que sería
recordado como un gran héroe y que tendría en
mis manos la oportunidad de construir un mundo
mejor. Poco a poco, mi vanidad superó mi
reticencia. Quizá todo aquello era una segunda
oportunidad, un nuevo comienzo, a partir del
cual nacería una nueva raza humana que viviría
en armonía con la Naturaleza, sin esquilmar los
recursos naturales ni destruir el planeta que
nos da cobijo. Esta idea fue seduciéndome y, al
poco, acepté. Me llevaron al Centro Superior de
Investigaciones Científicas, donde me hicieron
las últimas pruebas. Después de contrastarlas
con los otros cuatro candidatos, yo resulté,
entre casi tres mil millones, el único varón que
reunía todos los requisitos exigidos. Una vez
elegido, me presentaron a Claudia, una
encantadora niña de once años, que sería mi
futura compañera. Sus padres estaban muy
orgullosos del destino de su hija. No pude
evitar preguntarme si realmente lo hacían por su
hija o por ellos mismos.
Era el tres de noviembre cuando los
científicos nos llevaron a la cámara. Me
mostraron los compartimentos donde estaba la
comida, el agua, todo lo necesario para el
cuidado de Claudia, las herramientas... Me
aseguraron que no habían olvidado nada. Como no
sabían si cuando yo saliera a la superficie
habría o no electricidad, me proporcionaron un
generador y una dínamo; así como máscaras de
gas, pastillas potabilizadoras de agua... todo
lo necesario para cualquier situación adversa
que se presentara. Me mostraron cómo sabría que
tenía el camino libre hacia la superficie.
Confieso que, en esos momentos, me sentía un
auténtico héroe, un hombre especial, con una
misión casi divina. Aquello era fabuloso. Podía
ver la envidia reflejada en todos los rostros,
tanto en los de quienes me conocían como en los
que no.
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El fin del mundo según otra perspectiva: una gran explosión pondrá fin a la existencia del planeta Tierra y a todo cuanto
existe en él. |
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Nuestra entrada en la cámara fue
retransmitida por todos los medios de
comunicación y calificada como el acontecimiento
más importante desde la aparición del Hombre
sobre la faz de la tierra. Me condecoraron con
todo lo que se les ocurrió y me entregaron un
pequeño cofre que contenía las condecoraciones
para imponer a Claudia cuando ésta fuera mayor.
Descendimos a la cámara y la cerraron. Ya sólo
cabía esperar a las 00:10:00 del trece de
noviembre, fecha de comienzo de nuestra gran
misión. Esperaba con impaciencia la llegada de
aquel momento. Satisfecho, me tiré en la cama y
observé, sonriente, a Claudia durmiendo
plácidamente.
Hoy es catorce de noviembre de dos
mil ocho. Miro el reloj y lo acerco a mi oído
para comprobar que funciona correctamente, ya
que marca las 03:00:00 y aún no he escuchado el
chasquido que me indica que podemos salir.
Varias veces he intentado yo mismo abrir la
compuerta que da a la superficie, pero no lo he
conseguido. Agotado, me siento en la cama y
enciendo un cigarrillo. No tengo modo de saber
si la Humanidad ha desaparecido o si, por el
contrario, la vida en la Tierra no ha
experimentado el menor cambio y, simplemente, se
han olvidado de nosotros ahora que no nos
necesitan.
Estoy angustiado. Periódicamente
golpeo las paredes y grito con todas mis
fuerzas, esperando oír algo que nos dé alguna
esperanza de salir de aquí. Miro a Claudia. Me
aterra la idea de que tenga que crecer en este
cubículo, pero me asusta aún más el hecho de
tenerle que explicar el motivo por el que está
aquí. ¿Cómo se le explica a una niña que fue
encerrada de por vida con el consentimiento
entusiasmado de sus padres, sólo por que formaba
parte de un plan concebido, sin preguntarle a
ella si quería formar parte de él o no? Cuando
la miro, mis ojos se llenan de lágrimas. Mis
manos, ensangrentadas de tanto golpear, a duras
penas pueden ya cuidarla. Me pregunto qué será
de nosotros. Temo que pueda perder pronto la
razón. La idea de estar enterrado vivo me está
volviendo loco.
Aún no puedo creer lo que me está
ocurriendo. Me gustaría pensar, como hicieron
los demás, que mi superioridad me ha llevado a
esta situación; sin embargo, ahora me doy cuenta
de que ha sido mi propia estupidez la que me ha
traído hasta aquí. Soy el único hombre sobre la
faz de la tierra que conoce su destino. He
descubierto, demasiado tarde, que ésta es la
mayor tortura que puede sufrir un ser humano.
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