A mi Padre.
lvaro se despertó. El primer estímulo
que le sacudió fue la sed; una terrible sed.
Tenía la boca reseca, plomiza y, por más que
trataba de humedecer la lengua, no conseguía
salivar. Era precisamente el deseo de beber lo
que le había espabilado, arrancándole del sueño
y mostrándole una habitación aún en penumbras.
—¡Agua!
—murmuró,
y comenzó a incorporarse.
En la pequeña mesa que estaba junto a
su cama encontró un vaso que parecía dispuesto
para la ocasión; lo agarró con ambas manos y
bebió con avidez.
Mientras bebía, le asaltó la
sensación de haber concluido un largo viaje. No
se trataba de un sentimiento fugaz, ni de una
impresión pasajera; era una sensación intensa y
profunda. Un viaje de cientos de kilómetros; un
viaje extenuante que acababa de finalizar.
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Inconscientemente dio con lo que
parecía un pequeño aseo indivi-dual;
entró con sigilo y, cerrando la
puerta, se miró en el espejo
del lavabo. |
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Trató de no prestar atención a aquel
sentimiento y volvió a tenderse. Al instante,
Álvaro quedó desconcertado. ¿Dónde estaba? Con
un giro brusco miró a su alrededor y se sintió
perdido. No conocía aquella habitación. En la
penumbra no podía identificar nada de lo que le
rodeaba. Confuso, cerró los ojos sólo para ir
entreabriéndolos poco a poco y comprobar que
nada le era familiar.
Los cuadros, la pequeña mesa junto a
su cama, el armario ropero, la cómoda, incluso
la ropa dispuesta sobre un perchero; todo le era
extraño. De las sombras que provocaba la media
luz de la mañana pudo distinguir una habitación
amplia y bien distribuida, de techos altos y
abovedados, con vertiginosas cortinas y
persianas. Los ventanales estaban abiertos de
par en par, mostrando un pequeño balconcito
ornado de geranios, cintas y helechos.
Álvaro estaba desconcertado.
Se levantaría, volvería a beber y
recordaría todo, pensó. ¿Qué hacía allí, en un
lugar que no conocía y del que era incapaz de
recordar nada?
De repente, reparó que había alguien
en la cama junto a él. Se quedó inmóvil, pétreo,
conteniendo la respiración. Un estremecimiento
le recorrió de pies a cabeza. ¿Qué era todo
aquello? Su ritmo interior estaba sometido a un
compás vertiginoso.
Una mujer rubia, de edad madura,
estaba tendida junto a él. Su respiración era
pausada y el sueño profundo. Las trasparencias
del ligero camisón mostraban un cuerpo hermoso,
plácido, en el que la ausencia de juventud no
mermaba la sensualidad de sus formas.
A pesar de la tensión, se levantó
pausadamente, tratando de no incomodar a la
mujer, y se dirigió al fondo de la habitación.
Inconscientemente dio con lo que parecía un
pequeño aseo individual; entró con sigilo y,
cerrando la puerta, se miró en el espejo del
lavabo.
——Sí,
éste soy yo
——musitó——,
pero ésta no es mi vida.
La imagen que encontró era la de un
hombre cercano a los cincuenta años, de ojos
negros, profundos y taciturnos. La tez era
pálida y los cabellos canos, pero como no tenía
barba ni bigote, aparentaba menos edad de la que
le correspondía. Su talla era normal y, aunque
nada en él sobresalía de la media, había algo
que sí destacaba: su nariz. Era una nariz
grande, colosal, con espaciosas aberturas. El
trazado vertical no era rectilíneo; además de
estar orientado un poco hacia la izquierda,
presentaba una ruptura del tabique nasal que le
daba un malévolo aspecto de boxeador.
De todas formas, aquello no afeaba su
imagen y no podía negar que, gracias a su nariz,
había conseguido un cierto aire de distinción
que le daba notoriedad sobre los demás.
Ansioso, se enjuagó la cara con
energía y la fruición de sus gestos parecía dar
celeridad a sus pensamientos.
Riéndose para sí, pensó:
——Soy
como Alicia en el País de las Maravillas; sólo
que ella sabía quién era y de dónde venía.
Recordó que Lewis Carroll no
pretendió hacer de Alicia un cuento para niños,
a pesar de que muchos intentaran convertirlo en
un libro de entretenimiento infantil.
Ahora, como Alicia, él había viajado
a través del espejo, estaba allí ocupando el
lugar de otro yo, pero, por alguna clase de
amnesia, no conseguía recordar nada. Su viaje a
este universo paralelo, porque estaba seguro de
que había viajado, era un extraño recorrido del
que trataba de recuperarse.
——¿Quién
era aquella mujer?
——Debo
calmarme
——se
dijo——.
¿Quién soy y qué hago aquí?
——se
preguntó mientras se observaba en el espejo.
Volvió a la habitación y trató de
recabar más información sobre dónde se
encontraba. Las penumbras se habían disipado y
la luz de la mañana había irrumpido en el
dormitorio. Sin apenas percibirlo, el nuevo día
ya había comenzado.
Decidió asomarse al balconcito y
comprobó que daba a una calle céntrica, estrecha
y adoquinada. Había grandes maceteros que se
alineaban a ambos lados de la vía, algunos con
pequeños arbolitos, otros con arbustos enanos y
otros con hermosas flores de distintos colores.
Los maceteros marcaban las dos aceras que
delimitaban un camino por el que podía circular
un vehículo en un solo sentido, aunque la calle
tenía un claro aspecto peatonal. Había más
balcones de más edificios y de más pisos y todos
estaban bellamente adornados de flores y
plantas.
Los comercios se yuxtaponían ocupando
las dos aceras y uno podía encontrar desde
ultramarinos y fruterías hasta asesorías
contables y despachos de abogados. Era una calle
que, a esta hora de la mañana, vaticinaba un
gran poder de convocatoria.
——Buenos
días, Álvaro.
La mujer había despertado y se
dirigió al pequeño aseo de la habitación. Ahora
le pareció mucho más hermosa que mientras
dormía, y, aunque la sensación le resultó
extraña, no se sobresaltó; esperaba el
encuentro, era inevitable y de alguna forma se
sintió ridículo.
——Buenos
días
——respondió
aceleradamente. Álvaro se extrañó de su propia
voz; era una voz firme, sin dudas, sin miedos.
——Voy
a preparar el desayuno, ¿quieres el café como
siempre?
——dijo
la mujer mientras salía del lavabo——.
Recuerda que no sólo las palabras construyen
realidades.
¿Qué era aquello? ¿Cómo había llegado
allí? No estaba teniendo visiones, aquel
escenario no pertenecía a ningún mundo onírico;
estaba viviendo una realidad alternativa,
paralela, y la amnesia, producida por el viaje,
le impedía el acceso a sus recuerdos.
——Sí,
gracias; tomaré café
——contestó.
——¿Qué
habrá querido decir con ese comentario? Esta
realidad es nueva para mí
——pensó.
A hurtadillas, miró a la mujer
mientras ella iba a la cocina y un sentimiento
de soledad le estremeció.
Álvaro continuó asomado al balcón y
comprobó cómo, poco a poco, la calle adquiría
dinamismo y colorido. Hombres y mujeres, como
hormigas, corrían aceleradamente marcando
trayectorias incongruentes, difíciles de
predecir, hacia destinos desconocidos que
mantenían su anonimato sobre una masa informe
que no tenía clara su esencia.
En su mundo existía una calle igual a
aquella, con la misma orientación y a la que
convergían otras calles con la misma estructura
y con la misma forma de rebullir la vida.
El capitán Morris también tuvo
problemas en otras realidades, recordó. El
capitán Morris saltó de dimensión cuando volaba
en su aeroplano; Álvaro inició su viaje mientras
dormía.
El famoso cuento de Bioy Casares era
uno de sus preferidos, aunque, como reconociera
en más de una ocasión, él sentía debilidad por
los autores argentinos y toda una devoción por
Borges.
Con lentitud, abandonó el balconcito
y, todavía en pijama, siguió a la mujer. Logró
localizarla por el ruido de la cafetera y de las
tazas al disponer la mesa.
——Siento
haberte despertado, no era mi intención. Quizá
debí ser más cauteloso
——dijo,
al tiempo que irrumpía en la cocina.
——No,
de ningún modo
——contestó
ella con una sonrisa burlona——.
Ya sabes que tengo un sueño profundo, no es
fácil despertarme.
——Y
agregó: He preparado algunas tostadas y el café
como te gusta; siéntate.
Al momento, se colocó en la silla más
próxima a la puerta. Tenía hambre, el viaje
había sido largo, tortuoso, tanto que hasta
había perdido la memoria; el tránsito al
universo paralelo en que se encontraba no había
sido fácil.
Álvaro tenía curiosidad, de manera
que optó por abordarla por su último comentario.
——¿Qué
has querido decir con que no sólo las palabras
construyen realidades?
——
preguntó, al tiempo que la mujer le alargaba una
tostada embadurnada en mantequilla.
——Bueno,
ya sabes. Tú eres el profesor de literatura y la
frase no es mía.
——El
café estaba demasiado caliente y amagó un sorbo
con una mueca de dolor——.
Siempre he supuesto que es una forma de
incitarte a la acción; además, tú también la
utilizas muy a menudo, sobre todo con tus
alumnos
——concluyó,
y trató de sorber el café ardiente.
Álvaro sintió un mazazo en las
sienes; sí, él era profesor en la universidad,
le gustaba tanto su trabajo porque le encantaba
enseñar y porque le encantaba aprender.
De repente, recordó: ¿dónde estaban
sus libros? En su mundo tenía una extensa
biblioteca. Tratando de no exteriorizar su
inquietud, mordió la tostada.
——Como
profesor, debo tener una gran biblioteca
——aseveró
con la dejadez de alguien que no espera
respuesta.
——Por
supuesto, una de las mejores. No sólo es tu
lugar de trabajo; también es donde más te gusta
emplear el tiempo. Nunca entenderé esa afición,
que tú llamas necesidad, a estar constantemente
rodeado de libros. Pero espera, tómate el
desayuno y después podrás reunirte con ellos.
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De
nuevo, Álvaro se perdió en sus
pensamientos. Se preocupó de que su
viaje a esta dimensión hubiera
provocado un caos de orden cósmico
de consecuencias impredecibles. |
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De nuevo, Álvaro se perdió en sus
pensamientos. Se preocupó de que su viaje a esta
dimensión hubiera provocado un caos de orden
cósmico de consecuencias impredecibles. Cientos
de Álvaros, miles, quizá millones, habrían
abandonado su realidad y, como fichas de dominó,
que al caer mueven la pieza contigua, habrían
provocado incontables desplazamientos. Multitud
de viajeros en el espacio y en el tiempo;
multitud de náufragos en dimensiones y
realidades desconocidas. Aquello le hizo
sonreír. Álvaros clónicos repartidos por
diferentes espacios, todos parecidos y con
gustos similares.
¿Dónde estaría el hombre cuyo lugar
ocupaba? Probablemente se encontraría tan
desconcertado como él mismo, y debían de ser
semejantes, porque si no, aquella mujer ya
habría llamado a la policía.
Álvaro no recordaba la casa ni su
entorno, pero sí conocía su rostro ante el
espejo; no recordaba a la mujer con la que
compartía el desayuno, pero sabía que la amaba;
recordaba que era profesor y no olvidaba que
gozaba con su profesión; se encontraba en un
laberinto y aquello no le agradaba.
——¿Te
apetece repetir?
La pregunta lo devolvió a la
realidad. La mujer, con una mano solícita, le
tendía otra tostada.
——No,
gracias
——respondió——;
ya tengo suficiente.
——¿Qué
vas a hacer hoy? No tienes muchas obligaciones
ahora que han terminado las clases. Si quieres
puedes acompañarme al mercado, tengo que hacer
varias compras y no me vendría mal tu ayuda.
——Me
gustaría retirarme a la biblioteca
——dijo
Álvaro. Necesitaba estar a solas; el torbellino
de sus pensamientos le martilleaba.
——Bueno,
pero allí no pasarás toda la mañana. Te necesito
y no quiero ir sola; además, te vendrá muy bien
salir
——sentenció.
——Cuando
esté lista, te llamaré y no quiero escuchar una
negativa o un “ya voy, Teresa”. Y ahora, antes
de irte, toma tu pastilla y ayúdame a recoger la
mesa.
Dándole la espalda, comenzó a recoger
los platos y dio por terminada la conversación.
¡Teresa! ¡Así se llamaba! Durante
todo el desayuno, Álvaro había evitado dirigirse
a ella por su nombre; lo desconocía y le pareció
que no era el momento de hacer preguntas
directas sobre su situación. Había mantenido con
ella un dialogo sin disensiones y ahora, sin
saberlo, ella había solucionado el problema.
En pie, Álvaro apuró el café, se tomó
una pastilla de color rojo, que no pudo tragar
sin la ayuda de un vaso de agua, y, tras
colaborar en recoger los restos del desayuno, se
lanzó a la aventura de encontrar la biblioteca.
La casa era espaciosa, pero no tanto
como para que fuera fácil perderse. El mes de
junio finalizaba, el calor estival cada vez se
hacía más presente y todo, en las diferentes
habitaciones por las que iba caminando, estaba
dispuesto a la comodidad y al frescor.
Álvaro anduvo por un pasillo largo y
angosto, con cuadros a cada lado representando
diferentes escenas de mujeres aseándose y, al
final, encontró la biblioteca.
Nada más entrar, quedó aturdido. La
estancia era amplia, bien iluminada, con dos
balcones, uno en dirección este y otro hacia el
oeste, que facilitaban mucha luz y que no
desmerecían en cuidados y arreglos florales. En
el centro había una larga mesa rectangular, con
algunas sillas a juego a ambos lados y lapiceros
y folios. Aquélla era su sala de lectura, no
podía negarlo.
Allí estaban todos sus libros, los
mismos autores, las mismas colecciones, la misma
disposición en los anaqueles; era imposible,
pero no cabía duda; eran sus libros y estaban en
aquel lugar. Había estanterías en todas las
paredes de la habitación, excepto en el espacio
que ocupaban un armario de dos puertas y un gran
caballete que soportaba un lienzo en blanco. La
limpieza y el orden llamaban la atención.
Álvaro intentó sosegarse y trató de
analizar la situación con calma. Por increíble
que le pareciera, sus libros habían viajado con
él; eso o, y se le ocurrió una idea todavía más
descabellada, aquel conjunto de libros, tanto de
forma individual como colectiva, tenían la
capacidad de “vivir” en diferentes dimensiones
superando el tiempo. Dimensiones que no podían
interrelacionarse pero que, aunque no pudieran
tener contacto, compartían ciertos elementos
físicos.
El movimiento de uno de esos
elementos producía ese mismo movimiento en las
diferentes dimensiones. Cualquier alteración de
los componentes repercutía sobre el conjunto,
aunque en diferentes momentos espaciales y
temporales, coincidiendo con el propio de su
dimensión. Todo un caos sobre el tiempo y el
espacio.
Álvaro se adelantó y comprobó que la
biblioteca era muy extensa y que conocía el
lugar exacto que ocupaba cada uno de los
ejemplares; era una de sus manías. Este carácter
maniático le condicionaba a no seguir ningún
orden lógico ni preestablecido; los diferentes
volúmenes no estaban organizados por materias,
ni por autores, ni siquiera estaban juntos los
libros que pertenecían a una misma colección.
Los que conocían a Álvaro,
quienesquiera que fueran, descartaban el
desorden porque sabían que la verdadera
organización de la biblioteca se realizaba por
estrictos criterios de afinidad. En algunos
estantes se encontraban los libros que le
ayudaron a instruirse, casi todos de su tiempo
como estudiante universitario; en otros
reposaban los que habían influido en que tomara
alguna decisión y, separados y un poco ocultos,
los que había leído en algún momento decisivo de
su vida.
Pero los verdaderamente importantes
estaban en el centro. El centro estaba ocupado
por los libros amados, por aquellos libros que
habían pasado a formar parte de él mismo,
conquistándole y acompañándole donde fuera.
Fue sacando ejemplares y leyendo al
azar algunos de sus párrafos; cogió libros aquí
y allá y comprobó su textura y su olor
advirtiendo que realmente pertenecían a su
biblioteca, incluso algunos tenían subrayados y
anotaciones de su puño y letra.
Releyó un par de relatos breves de
Ignacio Aldecoa y comprobó la presencia de
autores como Pío Baroja y Conrad. Fue entonces
cuando comenzó a perderse en la sensación, que
preconizara su admirada Martín Gaite, de que lo
que no está escrito es como si no hubiera
existido.
Teresa irrumpió en la biblioteca. Se
había arreglado para salir, estaba hermosa, con
un aire desenfadado y tenía prisa. Eran casi las
doce y aún quedaban muchas cosas por hacer.
——¿Todavía
estas así?
——preguntó
casi exclamando.
Perplejo, vio que aún estaba en
pijama. Como siempre le ocurría, perdía la
noción del tiempo cuando se rodeaba de libros y
había olvidado por completo que iban juntos a
hacer la compra.
Álvaro bajó la mirada; corrió hasta
la habitación en que había despertado y se
vistió con ropa del armario. Le quedaba bien,
eligió un pantalón vaquero y una camisa azul,
que le daban un aspecto informal y que le
confirmaron su parecido con el Álvaro de aquella
dimensión.
En menos de cinco minutos estaba
dispuesto y juntos bajaron a la calle.
Hacía una temperatura agradable.
Mientras paseaban en dirección al mercado,
comenzó a pensar que no le disgustaba aquel
mundo; una bella mujer, una casa amplia, buena
posición social; en fin, todo cuanto necesitaba
un hombre como él.
No tenía otra salida que la de
afrontar la situación, y si ésta era agradable,
tanto mejor.
Sin embargo, continuaba sin recordar
su lugar de origen. ¿De dónde procedía? Se
esforzaba por rememorar imágenes, por visualizar
rostros, pero era estéril; la amnesia había sido
un efecto poderoso en su tránsito a aquel mundo.
Una secuela inevitable del viaje.
Atravesaron una plaza circular, con
un largo diámetro y una especie de vértice en el
centro, y se mezclaron con el gentío del
mercado, adoptando su compás y su soniquete.
Durante todo este tiempo, la
conversación entre Álvaro y Teresa fue trivial,
centrándose en la calidad de los tomates o en la
viveza del pescado. Pero, de vuelta, Álvaro la
sorprendió:
——¿Qué
edad tienes, Teresa?
——preguntó.
——Ya
lo sabes, aún no he cumplido cuarenta y ocho
——dijo
en tono lastimero——.
¿Ya has olvidado el día de mi cumpleaños? Es en
la festividad de Todos los Santos, el uno de
noviembre.
A Teresa le gustaba pintar, y lo
hacía muy bien. Siempre que había que hacerle un
regalo ella reclamaba que fuera para sus
lienzos: un color, un lápiz, una tela; le
apasionaba el arte. Álvaro no sabía pintar y los
cuadros, bocetos y dibujos que estaban
dispuestos por toda la casa constaban firmados
por Teresa.
——Aunque
aún queda para mi cumpleaños, quiero que me
regales un color nuevo y que te inventes su
nombre
——dijo
sonriendo.
Sin apenas darse cuenta, habían
llegado a la casa, sorteando los escalones del
portal y superando al ascensor.
No tardaron mucho en disponer la mesa
y en comenzar a preparar el almuerzo. Sopa,
verdura y pescado con melocotones o manzanas de
postre, era el menú del día. Álvaro, más en un
alarde de sinceridad que en una búsqueda de la
verdad, decidió contar con la colaboración de
Teresa.
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Ya
lo sabes, aún no he cumplido cuarenta y ocho
——dijo
en tono lastimero——.
¿Ya has olvidado el día de mi cumpleaños? Es en
la festividad de Todos los Santos, el uno de
noviembre. |
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——Vas
a pensar que soy un estúpido que quiere gastarte
una broma, pero quiero que me ayudes a
comprender quién soy y qué hago aquí.
Aquella declaración no surtió el
efecto que esperaba en su acompañante. Teresa no
se mostró confundida ni extrañada.
——Ayúdame
a entender todo esto
——suplicó.
Ella se acercó, le dio un beso y su
proximidad estremeció a Álvaro, que ya se había
dado por vencido.
——Verás,
eres lo que yo llamo un viajero de barro y,
desgraciadamente, hay más como tú
——dijo
ella——.
No es tan fácil de explicar. Para ti es algo
nuevo, que acaba de producirse; sin embargo,
viene sucediendo desde hace algún tiempo.
Teresa se sentó y apoyó los codos en
la mesa. La comida podía esperar.
——En
la clínica conocí a una chica que cuidaba de su
padre, porque había olvidado algunos episodios
de su vida. Todos los días, la hija debía
explicarle al padre que mamá había muerto y para
él era como si se acabara de producir. Cada día
revivía la muerte de su mujer. Cada día convivía
con el sufrimiento inesperado de la pérdida de
su esposa.
Bebió un poco de agua para aclarase
la garganta y prosiguió.
——Tú
te crees un viajero por mundos de diferentes
dimensiones, pero todo es producto de tu
enfermedad, una enfermedad con nombre extraño y
parecida al alzhéimer.
Álvaro estaba atónito.
——No
eres un viajero del espacio ni del tiempo; sólo
Álvaro, un digno profesor de universidad que
está enfermo. No tuvimos hijos; sólo te tengo a
ti y te quiero demasiado.
Ella le miraba fijamente, hablándole
con una voz firme y segura.
——Después
de todo
——continuó——,
somos unos afortunados. Todo sería distinto si
no tuviéramos el dinero ni los medios con que
contamos. Hay quienes tienen serios problemas
añadidos a la enfermedad.
——Y
continuó: Los peores días son los que tenemos
que ir al hospital. No aceptas las pruebas, pero
al menos no pones objeciones en tomarte las
pastillas.
Durante todo el discurso de Teresa,
Álvaro no dijo nada. Se limitó a escucharla.
——No
estoy loco y realmente he viajado por el espacio
y por el tiempo. Si pudiera recordar...
——pensó——.
¡Qué extraña realidad!
Un sentimiento de tristeza le
embargó; sentía pena por aquella mujer que cada
mañana despertaba con alguien que no la conocía.
——El
pescado se enfría. Comamos
——fue
lo único que dijo Álvaro.
Durante el resto del almuerzo, no
hubo ninguna conversación. Álvaro estaba
pensativo y, cuando terminó, pidió a Teresa que
le disculpara de colaborar en recoger la cocina
y se retiró a la biblioteca. Allí comenzó a
sentirse más tranquilo.
Al poco, llegó Teresa. Se sentó
frente al caballete y sobre el lienzo blanco
comenzó los trazos de un cuadro.
En los intervalos que Álvaro no leía,
ella le contaba cómo fueron cuando eran más
jóvenes; sus amistades; sus familias, de las que
apenas quedaba nadie; sus ilusiones y sus
logros.
La hora de la cena les sorprendió. Lo
hicieron frugalmente: fruta y un poco de jamón
cocido.
Álvaro se tomó la pastilla, se
enfundó su pijama y se fue a la cama. Antes de
acostarse tomó un libro, El árbol de la
ciencia, y preparó un gran vaso de agua,
que situó sobre la mesita de noche, cerca de la
lamparita.
Leyó un poco y, cuando Teresa
apareció, apagó la luz.
——Adiós,
Teresa, adiós
——musitó.
Al día siguiente, Álvaro se despertó,
con la boca reseca y la extraña sensación de
haber concluido un largo viaje.
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