duardo Galíndez logró, al fin,
dominar el tiempo. Después de ingentes
esfuerzos a lo largo de muchos años,
pudo controlarlo a su antojo. Sin
embargo, a los fines prácticos, tan
insólita como desconcertante hazaña de
nada le sirvió, fue una victoria
pírrica.
El recuerdo más nítido de su primera
infancia fue siempre el del día en que
descubrió que había en él algo raro,
incontrolable, que se imponía contra su
voluntad, apareciendo de improviso y
súbitamente. Estaba jugando en la plaza,
mirando una mariposa, viendo sus aleteos
y el subibaja de su cuerpo en el aire,
cuando se quedó atontado, inmóvil,
durante unos pocos pero intensísimos
segundos en los que el insecto quedó
casi quieto en el espacio, al igual que
todo su entorno. Apenas se movían las
coloridas alas, apenas oscilaban las
ramas de los árboles del parque con la
brisa, apenas se movían de su sitio los
otros niños, sus madres, las hamacas,
las infaltables pelotas recién pateadas.
Todo se había aquietado al mínimo, al
borde de la completa detención. De
pronto, como en una película acelerada,
las cosas corrieron veloces para
situarse en las precisas coordenadas
espaciales en las que les correspondería
estar de haber continuado el tiempo su
decurso normal, unos metros o
centímetros más adelante, según fuera su
velocidad y trayectoria en el momento
previo. Y entonces, vuelto todo a su
lugar, Eduardo volvió en sí.
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Eduardo, en esos momentos, se
alejaba del mundo, esperando
ansioso el instante en que todo
lo que había quedado inmóvil y
en suspenso corriera a ocupar su
nuevo y demorado lugar en el
espacio. |
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Nadie se percató de lo sucedido,
excepto él mismo, pero, obviamente, sin
comprenderlo, dadas su corta edad y
conocimiento. Quizás su madre, de haber
estado más atenta, hubiera percibido esa
expresión extática que invadió el rostro
de su hijo por unos segundos, pero en
ese instante preciso estaba mirando para
otro lado.
Esa primera experiencia se repitió en
forma azarosa muchas veces más durante
los siguientes años, haciéndose
progresivamente más y más duradera,
tanto que finalmente fue detectada por
alguien de la familia en una nochebuena,
casi con seguridad la abuela, o quizás
alguna tía, que lo vio mirando sin ver,
embelesado, la inmovilidad de las
cañitas voladoras recién disparadas,
quietas en el aire a dos metros de
altura, y dijo: «Pero che, este chico
está en Babia. ¿Qué le pasa?».
Porque Eduardo, en esos momentos, se
alejaba del mundo, esperando ansioso el
instante en que todo lo que había
quedado inmóvil y en suspenso corriera a
ocupar su nuevo y demorado lugar en el
espacio, cosa que le producía un
regocijo fuera de lo común. Es muy
posible que esa tan deseada como inusual
e impredecible gratificación fuera el
germen de su intento de controlar el
fenómeno muchos años más tarde, cuando
la vida se encargó de mostrarle
crudamente, como a todos los humanos, su
cara menos grata.
Mientras tanto, las palabras de la
abuela, o quienquiera que fuese el que
lo percibió por primera vez, dejaron su
huella. A partir de ese momento, la
madre de Eduardo comenzó un implacable
período de observación, hasta que se
convenció de que, efectivamente, había
algo raro en su hijo. Lo llevó al
pediatra, quien diagnosticó el caso como
una posible epilepsia con ausencias, y
lo remitió al neurólogo. Después de
todos los estudios, éste concluyó en que
no encontraba nada anormal en el
electroencefalograma ni en la conducta
del chico, así que mientras tanto no le
daría ningún tratamiento, quizás algún
antiepiléptico por si acaso, pero en
baja dosis.
Lo que no resultaba evidente en ese
momento era el sutil cambio físico que
se estaba operando en Eduardo, vaya a
saberse si como producto secundario de
esa alteración en la percepción temporal
que padecía o disfrutaba .
Imperceptiblemente, su edad corporal
real iba quedando retrasada en relación
con los años vividos. Al principio nadie
se percató, ni los médicos, pero luego,
ya en la adolescencia, quedó claro que
aparentaba uno o dos años menos que sus
compañeros. El endocrinólogo atribuyó el
hallazgo a una mínima deficiencia
hormonal, la tiroides, dijo, y le
administró pequeñas dosis de suplementos
de la misma. Y todos tan contentos.
Mientras tanto, Eduardo buscaba los
momentos de soledad, esperando que se
repitieran esos arreboladores instantes
de gracia que le significaban sus
suspensiones temporales transitorias.
Pero éstos eran poco frecuentes e
imprevisibles, lo que le dificultaba
controlarlos y producirlos a voluntad.
Además tenía infinidad de cosas que
hacer, colegio, exámenes, deportes,
noviazgo, que le dejaban muy pocas
ocasiones de ejercitarse, así que
prefirió dejar pasar el tiempo y
disfrutar de esos maravillosos instantes
cuando y como se presentaran
espontáneamente.
Los años continuaron sucediéndose uno
tras otro y Eduardo, a los cuarenta,
parecía tener treinta. Era la envidia de
todos sus coetáneos, calvos y con
arrugas más que incipientes. Dorian Gray
le decían, como broma entre viejos
amigos. Nadie sabía que, en reiteradas
ocasiones, pero ahora inexplicablemente
casi siempre en soledad, por la noche, o
viajando en tren, los episodios seguían
produciéndose, sin interferir con su
vida cotidiana. A los sesenta años,
Eduardo aparentaba sólo cuarenta y
cinco, haciendo que su amada esposa
pareciera una verdadera momia a su lado,
pese a todos los esfuerzos gimnásticos,
quirúrgicos y de maquillaje que hacía
ella para mantenerse lozana.
Se jubiló a los sesenta y cinco y
llegó así a los ochenta, cuando enviudó,
aparentando tener no más de sesenta. Se
encontró solo, sin su esposa y compañera
de toda la vida, ni hijos, que nunca
habían tenido, y con una vida por
delante de la que ya no tenía nada que
esperar, sino la enfermedad y la muerte.
Eso al menos en la teoría, porque su
salud era bastante buena por el momento
y su cuerpo no aparentaba para nada su
edad real.
Durante una de esas depresivas
cavilaciones, se le ocurrió dedicarse
por entero a mejorar su innata
habilidad, o característica, comoquiera
llamársela, para ver hasta qué extremos
podía llegar. Inició sus experimentos
mirando fijamente a un punto móvil que
le llamara la atención, a ver qué
sucedía. Pasó horas, días, semanas
intentándolo de esa manera. Nada, los
episodios seguían produciéndose a su
antojo, independientes de su voluntad.
Lo intentó, también durante meses, antes
de dormirse, en el crepúsculo de su
conciencia, pero, al tener las luces
apagadas, no podía ver nítidamente, por
lo que le resultaba imposible seguir el
movimiento de los escasos objetos que se
desplazaban a su alrededor. Hizo la
prueba de tratar de prolongar
concientemente los períodos de
inmovilidad una vez que éstos ya se
hubieran presentado; entonces comenzó a
notar efectos positivos, pero, al cabo
de un año de ensayos, se animó a darlos
por adquiridos y consolidados.
Descubrió que los eventos se iban
haciendo poco a poco más duraderos e
intensos, que lograba pasar en trance
varios minutos, y que gradualmente podía
regular el momento de su aparición. Era
como si, al retenerlos deliberada y
concientemente, se organizaran y
adoptaran un ritmo y un horario de
inicio más definidos; al principio, con
una frecuencia de uno o dos cada dos
días, que se fue modificando
imperceptiblemente hasta llegar a
producirse una vez por día,
circunstancias todas que lo estimularon
a proseguir sus prácticas con ahínco.
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Descubrió que los eventos se
iban haciendo poco a poco más
duraderos e intensos, que
lograba pasar en trance varios
minutos, y que gradualmente
podía regular el momento de su
aparición.
Imagen: "La persistencia
de la memoria" (1931). Salvador
Dalí. |
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Tardó otro año más en aumentar la
duración promedio de los episodios y su
cantidad diaria. Como nadie lo
importunaba, se dedicó entonces a
perfeccionarse en el tema a tiempo
completo, sin límites. Pasaba gran parte
del día en éxtasis, observando fascinado
la cristalización transitoria del
movimiento de los objetos de su entorno,
y luego, su rápida y furtiva fuga hacia
delante, hasta su nueva situación en el
tiempo y el espacio, como si estuviera
viendo transcurrir la vida en sucesivas
imágenes de un colorido caleidoscopio.
Sólo suspendía para hacer las mínimas
compras necesarias para su supervivencia
y para comer e higienizarse. En
ocasiones, le sucedió que en el mismo
trayecto hasta el mercado se presentara
alguna que otra vez el fenómeno, pero
sin su participación conciente. Ese fue
su siguiente paso, alcanzar el control
diurno, voluntario, y total del
fenómeno. Finalmente lo logró y, ya
totalmente diestro en la materia, se
entregó por completo: perdió el interés
en comer, y poco a poco también la
noción del día y de la noche, la de ser
y estar, y hasta la de cuándo y dónde.
Simple y sencillamente, se detuvo.
Lo encontraron unos primos que, por
una de esas casualidades, fueron a
visitarlo y se alarmaron al no recibir
respuesta al tocar el timbre de la casa.
Nadie pudo determinar cuánto tiempo
llevaba así. No tenía pulso detectable,
no se percibía la respiración, y no
había indicios de que su cerebro
funcionara, pero tampoco se veían
señales de que su cuerpo estuviera
corrompiéndose, lo que extrañó a todo el
mundo, médicos incluidos. Por eso mismo,
no podían sepultarlo, porque no era
concluyentemente un cadáver, así que lo
ubicaron en una cama de una residencia
para ancianos, con una sonda para
alimentarlo, y se desentendieron de él
por varios años, hasta el día en que, a
instancias de los parientes que
solventaban a desgano su mantenimiento y
a que la situación se mantenía sin
variantes, un juez decretó de oficio su
muerte y ordenó su entierro.
Y así, Eduardo Galíndez, el
desconocido hombre que se hizo dueño del
tiempo, de ese precioso tiempo que
discurre y se escapa entre los dedos con
cada minuto que pasa y que, cuando se
va, no vuelve jamás; ese pequeño hombre
que había logrado con un denodado
esfuerzo, y sin que nadie lo supiera, la
epopeya de detener los estragos con que
los años vejan la dignidad y la carne
fue, en silencio y sin testigos,
depositado en un ataúd bajo dos metros
de tierra, y se diluyó en el impiadoso y
trivial olvido que la sociedad reserva
para sus miembros más comunes e
intrascendentes.
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