escendí del taxi. La construcción en esa
esquina me devolvió de un viaje con dual
presente, de avenida Rossemary a la
antigua botica sobre la empedrada calle
Garay, bajo la cual se yergue la
estación Tortkings de la línea B del
metro.
Todo se endereza a mi rutina de sábado.
La misma que cumplo incluso desde antes
de ocupar el puesto vacante tras
fallecer papá.
Salido de allí, camino tres cuadras
hasta el subte en avenida Rossemary. Y
antes de que el aroma viciado y
grasiento de la estación Victoria golpee
mi cara, pido al canillita apostado en
la escalinata un periódico.
El canillita ha ido mutando su fisonomía
al ritmo contrario de los cambios
habidos en la avenida Rossemary. El
anciano ya no vocea las noticias como lo
hacía según lo recuerdo de niño cuando
vendía a papá su periódico; ahora, sólo
espera apostado en la puerta del
subterráneo y los vende en la medida de
que alguien se los pida.
Llamó mi atención que hoy no estuviese;
su ausencia fragmentaba la monotonía
sesgándola de imprevisibilidad.
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Jamás abordaría el primer
vagón de un tren. Una regla
que adquirió de su padre por
simple observación. Tan
arraigada estaba esa norma
en su subconsciente, que su
ubicación sobre la
plataforma era estratégica. |
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Soy una persona metódica hasta un
extremo inconciliable con la normalidad.
Actitud que heredé de papá. En alguna
medida, el cumplimiento estricto de mi
rutina, me da seguridad; esa sensación
de que las cosas marchan conforme lo
predecible, confirmándose, a medida de
su paso, con sucesos más o menos
invariables: mi llegada puntual al
trabajo, el sonido seco del reloj
imprimiendo mi tarjeta de asistencia, la
presencia del guardia verificando el
acceso de los vehículos y la monótona
tarea de controlar las agujas de un
manómetro de apariencia imperturbable.
Así soy y a eso contribuyen también mis
silencios. Al igual de los que se hacen
en el transcurso de un viaje corto en
compañía de desconocidos, porque lo
circunstancial convierte en efímeras las
palabras.
Comprenderán ahora mi decepción al no
verlo. Así fue que quedé inmóvil,
aguardándolo durante unos momentos
infinitos, deambulando pensamientos, aun
a riesgo de perder el arribo del tren de
las 18.07.
“La estación Victoria tendría un aspecto
desolado, circunstancia que habría
llamado poderosamente su atención. Los
días sábados a esa hora, son miles los
que ascienden y descienden de los
vagones del metro rumbo y desde el
centro de la ciudad. Empleados,
turistas, personas con paquetes o bien
arregladas para un paseo nocturno.”
“Lo inhabitual de público perfectamente
le hubiera permitido desplegar el
periódico bajo su brazo y comenzar con
su lectura sin que los tocamientos y
empujones normales de la hora lo
interrumpiesen. Sin embargo, aguardó
para hacer lo que siempre hacía. Así que
lo mantuvo doblado en tres partes,
perfectamente iguales, bajo su brazo
izquierdo.”
“No era un hecho menor este de ponerlo
bajo su brazo izquierdo, al ser diestro,
liberaba su mano más hábil para los
vaivenes del trayecto.”
“Avanzó y quedó inmóvil en el punto
sobre el que siempre se detenía cuando
estaba en el andén..., aguardando la
llegada del tren de las 18.07..., con su
vista perpendicular a las vías. Tras una
demora de apenas segundos, la formación
se habría detenido frente a él.”
“Jamás abordaría el primer vagón de un
tren. Una regla que adquirió de su padre
por simple observación. Tan arraigada
estaba esa norma en su subconsciente,
que su ubicación sobre la plataforma era
estratégica. De modo tal, a veces
errando por escasos centímetros, siempre
le quedaba frente a sí la puerta abierta
del segundo vagón. Esa técnica le
permitía no pensar demasiado.”
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Así soy y a eso contribuyen
también mis silencios. Al
igual de los que se hacen en
el transcurso de un viaje
corto en compañía de
desconocidos, porque lo
circunstancial convierte en
efímeras las palabras. |
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“Pero este día, para cuando el tren se
detuvo en la estación Independencia,
siguiente a la estación Victoria, se
habría dado cuenta. Recordaba palmo a
palmo los detalles del trayecto. La
vista desde el lugar donde se encontraba
dentro de la formación, seguramente no
habría resistido otra conclusión; detrás
de él, estaba el conductor.”
“La secuencia de sucesos impredecibles
habría puesto en ingravidez su estómago.
En primer lugar, la ausencia del
canillita y la necesidad de comprar su
periódico en uno de los puestos sobre el
andén; en segundo, que estuviese en el
lugar más indebido de un tren.”
“Para cuando el convoy arribó a la
estación Centenario, antepenúltima de su
recorrido, era el único ocupante del
primer vagón. Entonces, la asfixia
complementaría aquella angustia
estomacal a medida que la ingravidez se
alongaba por su tráquea hasta la
garganta para expandirse por su cuello y
contracturarle los hombros.”
A decir verdad, habría algo de sórdido
en la soledad de aquel vagón
amplificando el eco de los sonidos hasta
el ensordecimiento. Sumado a ello, el
deambular de formas avanzando entre los
asientos con el sigilo intermitente de
la iluminación. Formas semejantes a las
de ciertas noches desveladas de
reflejos, como intrusos escurriéndose a
través de las ventanas cerradas de mi
dormitorio, para recorrer las paredes en
círculos, al ritmo del ronroneo de un
motor.
Yo cerraba los ojos presa del pánico e
imaginaba que, al abrirlos, esas
presencias etéreas me acecharían a los
lados de mi cama. Mucho más desgarradora
era la sensación cuando coincidía con el
movimiento telúrico que provocaba el
paso del subte bajo la calle Garay. En
su lugar, era un alivio descubrir la
silueta de papá, con su rutinario tazón
de leche en sus manos y la consigna de
desearme una buena noche.
En este momento, creo que cerré mis ojos
también. Y al percibir el semanario
reposando bajo la axila de mi brazo
izquierdo, doblado en tres partes
perfectamente iguales, me tranquilicé.
Pensé en la posibilidad de desplegarlo y
distraerme. Sin embargo, gozaba
especialmente de ese instante en que,
una vez sentado en mi mesa de siempre en
el bar del Ruso, lo extendía, mientras
una atmósfera con aroma a café torrado
me iba invadiendo al igual que el
moderado y habitual bullicio de los
sábados; a papá le sucedía también.
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Los días sábados a esa hora,
son miles los que ascienden
y descienden de los vagones
del metro rumbo y desde el
centro de la ciudad. |
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“Al día siguiente, la estación Tortkings
estaba completamente vacía. Sentí que
mis pasos retumbaban más allá de la
cavidad de los túneles y concluí que así
serían todas las estaciones los días
domingo. Un estruendo monstruoso comenzó
a claquear sobre los rieles de acero
hasta que una formación emergió
fantasmagórica desde la oscuridad y
prosiguió sin detenerse hacia el otro
extremo de la estación en la continuidad
del túnel; las luces intermitentes de
sus vagones vacíos denunciaban un
recorrido fuera de servicio.”
“Papá no había vuelto a casa, dado que
el portón estaba con la cadena y el
candado.”
“Salí de la sordidez subterránea de la
estación Tortkings a mi zona, mi barrio
de siempre, compré el semanario
Sundaypress para esperar a papá en
el bar del Ruso. Mi desasosiego se
atenuó.”
El bar del Ruso es un clásico a diez
cuadras a la redonda. Antes era una
botica. Todavía conserva aquella
ornamentación de estantes en madera de
caoba que tanto me asombraba cuando era
chico; por aquel tiempo, rebosante de
medicamentos. El Ruso, simplemente,
amplió el espacio entre los estantes y
los colmó de botellas vacías de vino
ordinario y licores, inidentificables
ahora por el polvo. En frente, sobre la
misma empedrada calle Garay, bajo la
cual corre el metro, está mi casa.
Al Ruso lo conozco desde chico; ni
rivales ni amigos. El Ruso rara vez
salía de su casa, y cuando lo hacía, era
para completar una venta de jabones,
peines y peinetas que con seguridad
había iniciado su padre. A través del
tiempo construimos una relación de
tolerancia; entre su parquedad y mis
silencios, no había intermediarios.
Respiré profundo el aire del bar y
desdoblé el semanario. El Ruso se acercó
profiriendo aquel sonido que significaba
“hola”. Repasó la mesa con un trapo
grasiento. Se sorprendió al verme fuera
de mi rutina de los sábados.
Lo suyo era ni más ni menos que una
sobreactuación; él sabía muy bien lo que
le diría yo; todos los sábados, a esa
misma hora, en compañía de papá,
repetíamos la misma historia. Creo que
era porque el Ruso tenía muy impreso el
rol de mozo; y, aunque supiera cada
palabra que saldría de nuestra
boca, actuaba su papel decorosamente.
“Me ahorré el saludo.”
“—Ayer tuve que hacer; acabo de regresar
—dije adivinando su extrañeza—. Café
doble bien cargado, un vaso de soda y un
tostado.”
“Se fue el Ruso y puse la atención en el
Sundaypress. En minutos, estuvo
mi orden sobre la mesa.”
“Al pie de la primera plana estaba la
noticia. En la página 9, un cronista la
desarrollaba.”
«Por causas que se tratan de establecer,
en el día de ayer, sábado,
aproximadamente a las 18.30, se produjo
el descarrilamiento de una formación de
la línea B entre las estaciones
Centenario y Tortkings. El accidente
ocasionó el hecho luctuoso de la muerte
de un pasajero que aún no ha podido ser
identificado.»
“—Ayer, sábado —murmuré.”
“Salí de ese lugar sin probar siquiera
un sorbo de aquel café que debió ser
servido ayer.”
“Atravesé el empedrado de la calle Garay
y, sobre el centro de su calzada, una
enorme rejilla exhaló en mi cara el
aliento del subterráneo. Me detuve
frente a la robusta puerta de molduras y
bronces que era mi casa. La cadena y el
candado estaban tal como papá los había
dejado la última vez al cerrarla con
aquel ademán de su brazo inmovilizado
por apresar un periódico. El polvo era
deponente de que en el interior de la
vivienda no había ni inquilino ni
propietario.”
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El
aire viciado de la estación
Victoria invadió mis fosas
nasales y regresé de mi
abstracción. El canillita se
disculpó por su tardanza. |
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El aire viciado de la estación Victoria
invadió mis fosas nasales y regresé de
mi abstracción. El canillita se disculpó
por su tardanza. «No importa», dije con
un tono de profunda parquedad que había
dejado de sorprender al anciano. Me
entregó el vespertino del día y lo
retuve en mi mano derecha. Descendí por
las escaleras rumbo al anden y allí lo
arrojé a un cesto. La formación del tren
de las 18.07 se detuvo frente a mí
ofreciéndome las puertas abiertas de su
primer vagón; justo, donde debían
encontrarse las del segundo, de no haber
perdido su eficacia la estrategia de
papá. Apenas una tonta modificación en
las marcas de frenado echaban por tierra
un metodismo de años.
Di varios pasos hacia atrás mientras
aquel pasajero con un periódico
vespertino bajo su brazo izquierdo se
ubicaba en el asiento donde posiblemente
se hubiera sentado papá. El tren se
marchó rumbo a un viaje corto en cuyo
transcurso seguramente serían superfluas
las palabras.
Hace tiempo que cambié esta parte de mi
rutina de los días sábado. Llego hasta
el andén, me ubico en el punto
estratégico donde papá se detuvo aquel
fatídico día, retrocedo unos pasos, veo
partir el tren y emerjo hacia la avenida
Rossemary para abordar el auto que me
dejará en la empedrada calle Garay,
donde están el bar del Ruso Petrov y la
casa donde vivía yo.
Tras el mostrador con molduras antiguas
se expande la pesada estantería de caoba
repleta de botellas vacías de vino y
licores cubiertas por el polvo. El Ruso
se acerca, me dice “hola” y repasa la
mesa con su trapo grasiento.
—Un café doble —digo yo.
—¿Un café doble? —repite el Ruso
todavía no habituado al cambio.
—Un café doble —repito yo.
El Ruso se marcha arrastrando los pies y
al rato regresa con el café.
—¿Qué día es hoy, Ruso?
—¡Sábado! —dice él marcando su tono ante
la evidencia de verme allí con aquel
viejo ejemplar del Sundaypress
bajo mi brazo izquierdo.
—Hubo un accidente —le digo con una voz
que emerge del pasado. —Hoy, en la línea
B del subte. Alguien murió. Viajaba en
el primer vagón.
Es cuando el Ruso se esmera más por
actuar bien su papel y dice:
—Creo que no, las copas no han dejado de
chocarse entre sí toda la tarde.
Luego, haciendo culto a su parquedad, se
marcha a sus cosas.
NOTAS DEL AUTOR
Nota de interpretación
El título pretende poner de manifiesto
la intrascendente vida de los
personajes, a la vez de identificarse
con el escenario de los sucesos.
El cuento trata de una persona metódica
hasta la médula que, por sus propias
limitaciones rutinarias, está limitado a
un mundo pequeño: su barrio, su trabajo,
el bar del ruso... momentos precisos. Su
idiosincrasia no es propia. Muchos de
sus hábitos son por imitación de
los hábitos y métodos de su padre,
también presa de un mundo rutinario y
pequeño que, a su vez, adquirió de su
padre, al no abordar jamás el primer
vagón de una formación, por ejemplo. Se
genera así una cadena de rutinas y
métodos retransmitidos de padres a
hijos, cuya intención es disfumarla en
el tiempo a fin de que adquiera
profundidad la idiosincrasia del
personaje central. El peso ancestral de
esas rutinas genera en éste fobias
obsesivas que pretenden ser reveladas
hacia el final (historia en segundo
plano).
Se ha pretendido un ir y venir en el
tiempo dentro de la abstracción del
personaje central, sumergido en su
obsesión.
La historia sin rodeos
Un hombre sale de su trabajo dispuesto a
cumplir palmo a palmo cada paso de su
rutina del sábado. Camina tres cuadras a
la entrada de la estación Victoria y
espera ver allí al canillita que,
durante años, vendió su periódico al
padre y ahora se lo vende a él. El
canillita no está. Esto lo induce a
sumergirse en los últimos momentos de la
vida de su padre.
El padre, que, a su vez actuaba por
imitación de su propio padre, tenía como
norma no abordar jamás el primer vagón
de una formación. Para ello, ponía en
práctica una estrategia que consistía en
ubicarse precisamente sobre el andén, de
tal modo que siempre quedara frente a él
la puerta abierta del segundo vagón. Su
metodismo le evitaba pensamientos
innecesarios.
He aquí el juego de personajes y la
necesidad de prestar atención al
entrecomillado y a los tiempos
verbales del relato. Cuando el
relato aborda la primera persona, el
personaje principal habla de sus propias
vivencias y sensaciones. Cuando el
relato aborda la tercera persona, es el
personaje quien imagina los sucesos
previos al accidente en que fallece su
padre. A su vez, este tramo de la
historia está entrecomillado. Adrede hay
párrafos intercalados de recuerdos
frugales del personaje principal que
guardan el deseo de provocar confusión,
acentuar la simbiosis padre-hijo y
manipular la atención del lector para el
desenlace (no sé si con éxito).
Luego, la fatalidad de su padre por
haber abordado el tren en su primer
vagón al fallarle su estrategia, hecho
que, en cierta forma, induce al hijo,
posteriormente, a variar su rutina
—aunque no su metodismo—, poniendo de
manifiesto su obsesión.
El hijo se entera del accidente al leer
la crónica en el Sundaypress
mientras aguardaba al padre en el bar
del ruso. He ahí otro detalle no tan
importante. Sundaypress, título
que podría traducirse por
Domingoimpreso; pretende evidenciar
la impronta que el relato da a la
“rutina sabatina”. La ausencia del padre
lleva al personaje principal a ir a
aguardarlo a la estación Tortkings y
tener allí ciertas experiencias. A salir
a la superficie, compra el
Sundaypress y va al bar del ruso a
esperar al padre. Es lógico que la
noticia del accidente en que muere el
padre (que permanece según la crónica
inidentificado) se lea en el periódico
del domingo. Se reafirma esta
circunstancia de tiempo cuando el
personaje principal, al notar la cara de
extrañeza del ruso por no haber asistido
el día anterior (sábado) y verlo allí en
domingo, le dice: “Me ahorré el saludo.
—Ayer tuve que hacer; acabo de regresar
—dije adivinando su extrañeza. —Café
doble bien cargado, un vaso de soda y un
tostado.”
La muerte del padre cambia la rutina del
hijo. La historia apunta hacia el
desenlace cuando el personaje principal,
todavía parado en la entrada de la
estación Victoria mientras relata su
rutina sabatina, retorna de su
abstracción y el canillita, habiendo
regresado a su puesto, le pide
disculpas: “El aire viciado de la
estación Victoria invadió mis fosas
nasales y regresé de mi abstracción. El
canillita se disculpó por su tardanza.
—No importa —dije—...”.
En esta parte, el personaje principal
termina de relatarnos el resto de los
pasos de su rutina de sábado, ahora
cambiada por lo acontecido al padre.
Sin embargo, su obsesión vuelve a
ponerse de manifiesto al imitar cada
paso de la rutina de su padre (comprar
un periódico y arrojarlo, pararse en el
sitio sobre el andén donde siempre lo
hacia su padre y aguardando el tren de
las 18.07, para finalmente no
abordarlo). Luego, emerger de la
estación Victoria e ir al bar del ruso
por otro medio. Tal obsesión se resalta
aún más al mencionarse que el personaje
principal lleva consigo el viejo
ejemplar del Sundaypress, doblado
en tres partes perfectamente iguales,
bajo su brazo izquierdo, tal cual lo
hacía su padre; al abstraerse del tiempo
preguntándole al ruso qué día es hoy
y al manifestarle al Ruso que hubo un
accidente en la línea B del metro, que,
por supuesto, no ocurrió ese día.
Finalmente, cuando el Ruso responde: “No
creo, las copas no han dejado de
chocarse entre sí toda la tarde”, es
preciso recordar que, bajo la avenida
Garay, pasa el subterráneo. Es
característico que las vibraciones que
producen los trenes a su paso hagan
vibrar vidrios, puertas y todo cuanto
esté suelto en las construcciones de la
superficie.
Guardo el deseo de haber cumplido con el
objetivo del relato, sin mezquinar en
demasía las pautas para su comprensión. |
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