or qué no subes?
—le retó
Alejandro.
—¡Oh,
venga...! Eso es una tontería. ¡Qué
ganas de arriesgar la vida!
—replicó
Antonio.
—Es sólo
un juego
—le
animó otro chico—.
No puede pasarte nada. Nosotros lo hemos
hecho.
Antonio volvió a mirar la alta pared
natural que se dibujaba ante él. Se
habían dispuesto a escalarlo a pesar del
peligro que aquello suponía. Alejandro
le dio un pequeño empujón a su amigo,
devolviéndole al mundo.
——Bueno,
¿qué?
——le
insistió.
——Venga,
vale. Lo haré
——aceptó
Antonio.
El chico respiró fuertemente, tratando
de tranquilizarse. Se acercó a la
vertical rocosa y paseó sus dedos por
ella buscando dónde agarrarse.
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El
chico respiró fuertemente,
tratando de tranquilizarse. Se
acercó a la vertical rocosa y
paseó sus dedos por ella
buscando dónde agarrarse. |
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Cuando halló una zona que consideró más
o menos segura, se alzó sobre los
talones y pegó un fuerte impulso.
A medida que ascendía, intentaba situar
los pies con firmeza mientras buscaba un
nuevo lugar donde colocarse. En uno de
esos movimientos, le resbaló el pie,
desprendiendo pequeños fragmentos de
roca. Sus compañeros se apartaron,
alarmados.
—¡Es mejor que lo dejes! —grito
Alejandro—. El terreno está hoy muy malo
para subirlo.
——¡Ten
cuidado!
——le
advirtió Sergio, el segundo chico.
Toda la entereza que Antonio había
tenido al principio se esfumó tan rápido
como había llegado, y, de pronto, sintió
cómo el miedo iba haciendo presa en él,
paralizándole los músculos.
Las manos comenzaron a sudarle y el
cuerpo le temblaba sin que pudiera
remediarlo. Su mente bullía sin parar,
concienciándole cada vez más de que
aquello había sido una estupidez. La
vertical parecía no tener fin.
Dio un par de pasos más, pero las
fuerzas comenzaron a fallarle. Aquel
miedo le había producido cansancio y una
angustia por querer llegar cuanto antes
a arriba.
El sudor le cuajaba la frente. «Ya falta
poco», se animó.
Apenas le quedaba un
metro para llegar cuando, de improviso,
uno de sus pies resbaló del saliente
donde estaba apoyado quedando suelto en
el vacío. La caída al fondo le parecía
inminente. Cerró los ojos y, de pronto,
una mano le aferró la muñeca con
determinación, impulsándole hacia
arriba.
En cuanto estuvo en tierra firme,
permaneció arrodillado unos segundos,
respirando agitadamente. Luego, alzó la
cabeza para ver la cara de su salvador.
Se percató de que no había nadie más:
estaban los dos solos. Era un chico
desconocido; tendría su misma edad. No
recordaba haberlo visto nunca, a pesar
de vivir en un pueblo pequeño. Antonio
le dio las gracias tartamudeando. El
otro muchacho le hizo un gesto con la
mano y se alejó.
Sus amigos, que habían asistido
acongojados a la poco afortunada
iniciativa de Antonio, llegaron
enseguida y le ayudaron a levantarse.
Días más tarde, se despertó en Antonio
un inmenso interés por conocer la
identidad de quien lo había salvado de
lo que parecía su fin. ¿Quién era aquel
niño? Preguntó a todo el mundo por aquel
chico, pero nadie lo conocía: había
desaparecido sin más, como si nunca
hubiese existido.
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