l sol, nuevamente herido de muerte, se
ocultaba avergonzado bajo el horizonte,
tiñendo de rojo el cielo con su sangre.
No muy lejos, la luna, todavía pálida y
desdibujada, comenzaba su periplo
habitual, acompañada por un viento
brusco, seco y arrogante, que hacía
crujir las coyunturas de la vieja casa
de madera dentro de la cual ella,
sentada en la penumbra del ocaso, miraba
sin ver la botella de ginebra que
descansaba sobre la rayada y vetusta
mesa de madera del comedor.
De pronto, se inquietó, y miró
rápidamente hacia los lados. «Otra vez»,
pensó, sin poder saber con certeza si la
sombra era real o un producto de su
imaginación, desbordada por la soledad y
el hastío desde la reciente muerte de
él. Sí, de él, que la había dejado
huérfana de compañía para siempre,
huyendo de la vida como el cobarde que
siempre había sido; eso sí, muy macho
para pegarle a ella, para insultarla y
basurearla sin piedad durante muchos
inolvidables años. Y sin embargo, aún
con remordimiento por su alegría ante la
muerte de él, ella sabía que lo
necesitaba, que nada volvería a ser lo
mismo.
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Más tarde, la vio correr
apresurada y furtiva, para
esconderse cuando ella abría la
puerta, al volver del mercado o
de la panadería. No lograba
definirla con nitidez: era como
una idea fugaz, como un
pensamiento indefinido que
quiere brotar y no puede. |
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Se interrumpió nuevamente; el veloz y
casi imperceptible movimiento a su
alrededor la sacó de sus negros
pensamientos por segunda vez. Había
comenzado a aparecer, creía sin
seguridad, a los pocos días de la muerte
de él, cuando, ya sola, volvió a la casa
después de pasar una semana en el
hospital acompañándolo en su agonía,
desgarrada por la culpa ante lo que
había hecho. Claro que fue a petición de
él, pero eso no la absolvía; podía
haberse negado escudándose en los
consejos del médico, que le había
prohibido terminantemente el alcohol.
Pero fue débil, o cómplice, según como
se lo quiera ver.
«Ve al mercado y tráeme dos botellas de
ginebra de la que me gusta. Estoy harto
de esta vida de parásito. Si me
revientan las tripas, mejor. No aguanto
más», le había dicho. Ella, mansa, las
compró y se las trajo. No llegó a tomar
más que la primera, porque, en menos de
media hora, un terrible vómito de sangre
lo arrojó al suelo hecho un guiñapo
gimoteando, y ya nunca despertó. Pasó
una semana en coma en el hospital hasta
que se fue.
La sombra apareció al poco, como su
culpa, haciendo crujir las tablas del
piso de madera justo por debajo de donde
se había filtrado la sangre de él.
Luego, comenzaron los ruidos de arañazos
en los tabiques del baño y la cocina.
Más tarde, la vio correr apresurada y
furtiva, para esconderse cuando ella
abría la puerta, al volver del mercado o
de la panadería. No lograba definirla
con nitidez: era como una idea fugaz,
como un pensamiento indefinido que
quiere brotar y no puede. Hasta llegó a
fingir estar dormida para tentarla a
salir, pero la muy astuta no se dejó
engañar: se presentó sólo cuando ella se
despertó por la mañana, en el momento de
emerger de la bruma de las pesadillas, y
se le escapó, como siempre. Y así, día
tras día, jugando a las escondidas y de
sufriendo por la ausencia de quien creía
odiar.
Tomó la botella de ginebra que aún
quedaba y la destapó. No pensaba
beberla, el olor la asqueaba y le traía
malos recuerdos y remordimientos. «Cómo
pudiste matarte con ésta porquería,
estúpido», pensó, en la penumbra de la
sala, mientras se levantaba y,
lentamente, con circunspección y casi
devoción, comenzaba a mojar con la
bebida las desteñidas cortinas, la tela
raída del único sillón que tenía, sus
propias ropas y, por fin, las tablas de
donde había brotado ella, la mala sombra
que la acompañaba y torturaba con su
silencio en los inútiles días pasados
desde la muerte de él.
Después, encendió por fin el fósforo y
lentamente lo acercó al charco sobre las
tablas del piso.
*Publicado en la selección de autores
noveles, titulada Manos que cuentan,
Ed. Dunken, Argentina, 2009.
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