N.º 65

ENERO-FEBRERO 2010

4

    

    

   

   

   

   

   

BERNARDO DE PLASENCIA

   

Por  Juan Antonio Barros Jódar

   

   

E

staba anocheciendo. El viejo monje podía adivinar las últimas fibras rojizas del atardecer por el estrecho ventanuco de la celda. Como cada día, preparó con maligna fruición los instrumentos de una disciplina que se había impuesto hacía muchos años. Acarició con un estremecimiento de placer el cilicio, lo rozó apenas con una yema temblorosa mientras pensaba en hembras lujuriosas que habían de retozar con él en sus sueños de viejo solitario, más allá de los muros del monasterio, más allá de las montañas sombrías, más allá de la dura realidad de una vida dedicada a la maldad.

    
     

 

El monje Bernardo de Plasencia había descubierto sus perversas inclinaciones desde muy niño, mientras disfrutaba contemplando el sufrimiento de pequeños insectos que crujían entre sus deditos de niño malo.

    

El monje Bernardo de Plasencia había descubierto sus perversas inclinaciones desde muy niño, mientras disfrutaba contemplando el sufrimiento de pequeños insectos que crujían entre sus deditos de niño malo, mientras acusaba con calculados infundios a sus hermanos para permitirse el regocijante espectáculo de un castigo ejemplar. Pero sólo alcanzó a vislumbrar la hondura de su maldad cuando asistió con un sentimiento de alocada felicidad a la prolongada agonía que había de llevar a su padre a la tumba. Bernardo se brindaba con solicitud ejemplar a curar las llagas de su progenitor. Pronto empezó a hablarse de la santidad del niño. Pero lo cierto es que el pequeño sentía una malsana satisfacción al descubrir cada nueva pústula, y se deleitaba curando aquel cuerpo mortecino con la única intención de verlo retorcerse de dolor y desesperación. Cuando su padre exhaló el último suspiro, él estaba a su lado. Consciente de su monstruosa degradación, comenzó a mortificar sus carnes, pero pronto supo que también así podía obtener placer.

Su vida monástica estuvo presidida por los únicos anhelos de sufrir y hacer sufrir a los demás. Por supuesto, debía valerse de sutiles ardides para evitar que su maldad fuera descubierta. Lo había conseguido sin dificultad hasta que el viejo cocinero lo sorprendió emponzoñando el vino de las tinajas con una droga que usaban para matar a las ratas. El anciano, que ya había advertido algún acto censurable en su nuevo ayudante, decidió informar cumplidamente al abad, pero no tuvo tiempo. Un pesado azadón le abrió la cabeza mientras Bernardo descubría un deleite nuevo, voluptuoso, brutal como un huracán, que raptaba su ánima y la elevaba hasta el paraíso. Nunca se encontró el cuerpo del pobre anciano, y los monjes no llegarían a sospechar jamás de dónde procedía aquella carne tan suculenta que Bernardo, el nuevo cocinero, había aprendido a guisar de modo tan exquisito.

El cruel monje había leído algunas teodiceas famosas en su época, pero no le convencieron los argumentos con que los filósofos tratan de explicar la presencia del mal en un mundo creado por un dios bondadoso. Con el paso del tiempo, se afirmaba en la idea de que Dios era sin lugar a dudas un ser horriblemente perverso, puesto que lo había creado a su imagen y semejanza para ponerlo después en el mundo. Sí, Dios debía ser inmensa, absoluta, inconmensurablemente malo, debía ser la maldad más allá de la cual nada puede pensarse, puesto que le permitía a él, el más perverso entre los perversos, seguir existiendo.

La epidemia llegó con una furia tan devastadora que, en poco más de tres meses, no quedaba ningún ser vivo en toda la aldea, excepto el hermano Bernardo, que se salvó de forma milagrosa. De nada valieron las oraciones ni las ofrendas. De nada sirvió entonar en el atrio del monasterio el Media vita con áspero y acongojado acento.

    

 

La epidemia llegó con una furia tan devastadora que, en poco más de tres meses, no quedaba ningún ser vivo en toda la aldea, excepto el hermano Bernardo, que se salvó de forma milagrosa.

("Peste en la plaza de Nápoles", de Domenico Gargiulo (1612-1679). Museo di San Martino de Nápoles.)

     
    

Los primeros síntomas eran la fiebre y una incontenible necesidad de vomitar, que dejaba a los enfermos extenuados y con unas bolsas verdosas bajo los ojos. Luego, aparecían los signos de la locura y ya no había ninguna esperanza. Bernardo vio morir, uno tras otro, a todos los que un día se llamaron sus hermanos. Al trémulo gozo de contemplar sus últimos estertores se unía el delicioso riesgo, cada vez más inminente, de caer él mismo víctima de la peste. Pero llegó un día en que se supo único superviviente en medio de la desolación y de la muerte.

Al principio sintió una suerte de vértigo dulcísimo. Reunió en un saco todos los objetos valiosos que guardaba el monasterio: cálices, un crucifijo con incrustaciones de piedras preciosas, un cofrecillo con monedas de oro que escondía el abad en el interior del jergón y algunas otras cosas. Puso cuantiosas provisiones en una bolsa y escondió bajo sus ropas un enorme cuchillo. Cargó su equipaje en un carretón que encontró en los establos. Luego se marchó sin mirar atrás.

Al llegar a la aldea, no pudo reprimir un estremecimiento. Las calles estaban desiertas. Personas y bestias habían quedado reducidas a un montón de restos informes. La epidemia parecía haberle perdonado sólo a él. Se dijo a sí mismo que no era posible. Con esa esperanza, registró cada casa, cada taberna, cada lupanar. Sólo halló una mueca de espanto repetida hasta el infinito en cada niño, en cada viejo, en cada mujer, en cada hombre, en cada perro. Era un rictus terrible que ya le resultaba familiar porque lo había reconocido en cada monje apestado.

Sonrió para infundirse valor. Comió, bebió y descansó unas horas. Luego, dedicó el resto del día a rapiñar cuanto encontró de valor en el pueblo sin importarle la posibilidad del contagio, pues ahora se sabía inmune. Pasó la noche en una casa principal con blasones nobiliarios en la fachada, no muy lejos del cadáver de un noble que ostentaba en su raído uniforme la cruz de Calatrava.

Al clarear el día, partió con su botín camino de la ciudad más próxima. Tan cargado iba de reliquias y objetos de valor, que necesitó cinco jornadas para llegar. Cuando franqueó las puertas de la villa, sintió un vértigo insoportable. El espectáculo que se ofrecía a sus ojos era infernal. Los estragos de la enfermedad adquirían dimensiones apocalípticas. Renunció a llegar hasta la plaza porque el tufo de la aniquilación se hacía absolutamente irrespirable.

Pernoctó en las afueras de la población y reanudó la marcha al alba. Un aire sombrío se dibujaba en su semblante. Llegó a otra aldea, y a otra, y a otras muchas. Sólo encontró podredumbre y desolación. Finalmente consideró si no sería en realidad el único ser vivo sobre la faz de la tierra. Aquella idea lo sumió en un indescriptible estado de desesperación.

    
     

 

Un día, a la hora de vísperas, escuchó el tañido de una campana, a lo lejos, procedente de una pequeña ermita.

    

Un día, a la hora de vísperas, escuchó el tañido de una campana, a lo lejos, procedente de una pequeña ermita. Dejó por el suelo el carretón con su ya abultado botín y ascendió hasta el escarpado peñasco en que se asentaba la iglesia. Llegó exhausto y jadeante. Un sentimiento de gozo iluminaba su espíritu. No el gozo perverso que había conocido durante toda su vida al contemplar el sufrimiento de sus hermanos: un gozo beatífico de hombre arrepentido que al fin abre sus brazos al amor y a la esperanza.

Apenas sin fuerzas, empujó la puerta y penetró en la humilde ermita. Las velas lucían encendidas como si estuviera a punto de iniciarse la celebración de un oficio. El intenso aroma del incienso inundaba la capilla. A Bernardo se le saltaron las lágrimas. Atravesó la nave principal y pasó a una minúscula vivienda. Nadie había. No acababa de salir de su estupor, cuando se escuchó de nuevo el alegre tañido de la campana. El monje buscó las escaleras que conducían hasta el campanario y subió a saltos, como un animal acorralado.

Abrazado a la cuerda que pendía del badajo de la campana mayor, vio el cuerpo del ermitaño medio devorado por los buitres. En su rostro había una horrible mueca que Bernardo reconoció sin dificultad. Fue entonces cuando se percató de que la fiebre lo estaba abrasando. Cayó de hinojos y exclamó:

—Ahora sí te adoro, Dios mío. Ahora sí te adoro por encima de todas las cosas, porque me has enseñado que eres el más abominable, el más cruel, el más monstruoso de todos los dioses...

No pudo acabar la frase. Todo se nubló sobre su cabeza y rodó por tierra. Cuando recobró la consciencia, habían transcurrido muchas semanas. Estaba en una celda desconocida para él, en la que habría de pasar el resto de sus días. Sus nuevos hermanos elogiaban la abnegación con que había salvado las santas reliquias del fuego que siguió a la epidemia, poniendo incluso en riesgo su vida. Hablaban también del pobre ermitaño al que Bernardo había reconfortado espiritualmente hasta el último momento y dado cristiana sepultura, desafiando los rigores de la peste. Todos le reconocían como un elegido de Dios, como un hombre santo. No había más que ver cómo la epidemia lo había respetado, decían.

Bernardo, el monje perverso, sonreía con una mueca extraña que todos atribuían a la santidad. Pero cuando se quedaba a solas, maldecía con todas las fuerzas de su ánima el nombre del creador.

   

   

 

Juan Antonio Barros Jódar (Granada, 1959) es licenciado en Filosofía y un enamorado de las letras y la música. Capaz de una prosa que acapara el interés del lector desde el primer instante, cultiva, además del relato breve, el verso y, ocasionalmente, la crítica musical. Es autor de dos libros de poemas y algunas narraciones. También ha publicado diversos artículos y colaboraciones literarias.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año IX. II Época. Número 65. Enero-Febrero 2010. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2010 Juan Antonio Barros Jódar. © 2002-2010 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

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