staba anocheciendo. El viejo monje podía
adivinar las últimas fibras rojizas del
atardecer por el estrecho ventanuco de
la celda. Como cada día, preparó con
maligna fruición los instrumentos de una
disciplina que se había impuesto hacía
muchos años. Acarició con un
estremecimiento de placer el cilicio, lo
rozó apenas con una yema temblorosa
mientras pensaba en hembras lujuriosas
que habían de retozar con él en sus
sueños de viejo solitario, más allá de
los muros del monasterio, más allá de
las montañas sombrías, más allá de la
dura realidad de una vida dedicada a la
maldad.
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El
monje Bernardo de Plasencia
había descubierto sus
perversas inclinaciones
desde muy niño, mientras
disfrutaba contemplando el
sufrimiento de pequeños
insectos que crujían entre
sus deditos de niño malo. |
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El monje Bernardo de Plasencia había
descubierto sus perversas inclinaciones
desde muy niño, mientras disfrutaba
contemplando el sufrimiento de pequeños
insectos que crujían entre sus deditos
de niño malo, mientras acusaba con
calculados infundios a sus hermanos para
permitirse el regocijante espectáculo de
un castigo ejemplar. Pero sólo alcanzó a
vislumbrar la hondura de su maldad
cuando asistió con un sentimiento de
alocada felicidad a la prolongada agonía
que había de llevar a su padre a la
tumba. Bernardo se brindaba con
solicitud ejemplar a curar las llagas de
su progenitor. Pronto empezó a hablarse
de la santidad del niño. Pero lo cierto
es que el pequeño sentía una malsana
satisfacción al descubrir cada nueva
pústula, y se deleitaba curando aquel
cuerpo mortecino con la única intención
de verlo retorcerse de dolor y
desesperación. Cuando su padre exhaló el
último suspiro, él estaba a su lado.
Consciente de su monstruosa degradación,
comenzó a mortificar sus carnes, pero
pronto supo que también así podía
obtener placer.
Su vida monástica estuvo presidida por
los únicos anhelos de sufrir y hacer
sufrir a los demás. Por supuesto, debía
valerse de sutiles ardides para evitar
que su maldad fuera descubierta. Lo
había conseguido sin dificultad hasta
que el viejo cocinero lo sorprendió
emponzoñando el vino de las tinajas con
una droga que usaban para matar a las
ratas. El anciano, que ya había
advertido algún acto censurable en su
nuevo ayudante, decidió informar
cumplidamente al abad, pero no tuvo
tiempo. Un pesado azadón le abrió la
cabeza mientras Bernardo descubría un
deleite nuevo, voluptuoso, brutal como
un huracán, que raptaba su ánima y la
elevaba hasta el paraíso. Nunca se
encontró el cuerpo del pobre anciano, y
los monjes no llegarían a sospechar
jamás de dónde procedía aquella carne
tan suculenta que Bernardo, el nuevo
cocinero, había aprendido a guisar de
modo tan exquisito.
El cruel monje había leído algunas
teodiceas famosas en su época, pero no
le convencieron los argumentos con que
los filósofos tratan de explicar la
presencia del mal en un mundo creado por
un dios bondadoso. Con el paso del
tiempo, se afirmaba en la idea de que
Dios era sin lugar a dudas un ser
horriblemente perverso, puesto que lo
había creado a su imagen y semejanza
para ponerlo después en el mundo. Sí,
Dios debía ser inmensa, absoluta,
inconmensurablemente malo, debía ser la
maldad más allá de la cual nada puede
pensarse, puesto que le permitía a él,
el más perverso entre los perversos,
seguir existiendo.
La epidemia llegó con una furia tan
devastadora que, en poco más de tres
meses, no quedaba ningún ser vivo en
toda la aldea, excepto el hermano
Bernardo, que se salvó de forma
milagrosa. De nada valieron las
oraciones ni las ofrendas. De nada
sirvió entonar en el atrio del
monasterio el Media vita con
áspero y acongojado acento.
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La epidemia llegó con una
furia tan devastadora que,
en poco más de tres meses,
no quedaba ningún ser vivo
en toda la aldea, excepto el
hermano Bernardo, que se
salvó de forma milagrosa.
("Peste en la plaza de
Nápoles", de Domenico
Gargiulo (1612-1679). Museo
di San Martino de Nápoles.) |
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Los primeros síntomas eran la fiebre y
una incontenible necesidad de vomitar,
que dejaba a los enfermos extenuados y
con unas bolsas verdosas bajo los ojos.
Luego, aparecían los signos de la locura
y ya no había ninguna esperanza.
Bernardo vio morir, uno tras otro, a
todos los que un día se llamaron sus
hermanos. Al trémulo gozo de contemplar
sus últimos estertores se unía el
delicioso riesgo, cada vez más
inminente, de caer él mismo víctima de
la peste. Pero llegó un día en que se
supo único superviviente en medio de la
desolación y de la muerte.
Al principio sintió una suerte de
vértigo dulcísimo. Reunió en un saco
todos los objetos valiosos que guardaba
el monasterio: cálices, un crucifijo con
incrustaciones de piedras preciosas, un
cofrecillo con monedas de oro que
escondía el abad en el interior del
jergón y algunas otras cosas. Puso
cuantiosas provisiones en una bolsa y
escondió bajo sus ropas un enorme
cuchillo. Cargó su equipaje en un
carretón que encontró en los establos.
Luego se marchó sin mirar atrás.
Al llegar a la aldea, no pudo reprimir
un estremecimiento. Las calles estaban
desiertas. Personas y bestias habían
quedado reducidas a un montón de restos
informes. La epidemia parecía haberle
perdonado sólo a él. Se dijo a sí mismo
que no era posible. Con esa esperanza,
registró cada casa, cada taberna, cada
lupanar. Sólo halló una mueca de espanto
repetida hasta el infinito en cada niño,
en cada viejo, en cada mujer, en cada
hombre, en cada perro. Era un rictus
terrible que ya le resultaba familiar
porque lo había reconocido en cada monje
apestado.
Sonrió para infundirse valor. Comió,
bebió y descansó unas horas. Luego,
dedicó el resto del día a rapiñar cuanto
encontró de valor en el pueblo sin
importarle la posibilidad del contagio,
pues ahora se sabía inmune. Pasó la
noche en una casa principal con blasones
nobiliarios en la fachada, no muy lejos
del cadáver de un noble que ostentaba en
su raído uniforme la cruz de Calatrava.
Al clarear el día, partió con su botín
camino de la ciudad más próxima. Tan
cargado iba de reliquias y objetos de
valor, que necesitó cinco jornadas para
llegar. Cuando franqueó las puertas de
la villa, sintió un vértigo
insoportable. El espectáculo que se
ofrecía a sus ojos era infernal. Los
estragos de la enfermedad adquirían
dimensiones apocalípticas. Renunció a
llegar hasta la plaza porque el tufo de
la aniquilación se hacía absolutamente
irrespirable.
Pernoctó en las afueras de la población
y reanudó la marcha al alba. Un aire
sombrío se dibujaba en su semblante.
Llegó a otra aldea, y a otra, y a otras
muchas. Sólo encontró podredumbre y
desolación. Finalmente consideró si no
sería en realidad el único ser vivo
sobre la faz de la tierra. Aquella idea
lo sumió en un indescriptible estado de
desesperación.
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Un día, a la hora de
vísperas, escuchó el tañido
de una campana, a lo lejos,
procedente de una pequeña
ermita. |
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Un día, a la hora de vísperas, escuchó
el tañido de una campana, a lo lejos,
procedente de una pequeña ermita. Dejó
por el suelo el carretón con su ya
abultado botín y ascendió hasta el
escarpado peñasco en que se asentaba la
iglesia. Llegó exhausto y jadeante. Un
sentimiento de gozo iluminaba su
espíritu. No el gozo perverso que había
conocido durante toda su vida al
contemplar el sufrimiento de sus
hermanos: un gozo beatífico de hombre
arrepentido que al fin abre sus brazos
al amor y a la esperanza.
Apenas sin fuerzas, empujó la puerta y
penetró en la humilde ermita. Las velas
lucían encendidas como si estuviera a
punto de iniciarse la celebración de un
oficio. El intenso aroma del incienso
inundaba la capilla. A Bernardo se le
saltaron las lágrimas. Atravesó la nave
principal y pasó a una minúscula
vivienda. Nadie había. No acababa de
salir de su estupor, cuando se escuchó
de nuevo el alegre tañido de la campana.
El monje buscó las escaleras que
conducían hasta el campanario y subió a
saltos, como un animal acorralado.
Abrazado a la cuerda que pendía del
badajo de la campana mayor, vio el
cuerpo del ermitaño medio devorado por
los buitres. En su rostro había una
horrible mueca que Bernardo reconoció
sin dificultad. Fue entonces cuando se
percató de que la fiebre lo estaba
abrasando. Cayó de hinojos y exclamó:
—Ahora sí te adoro, Dios mío. Ahora sí
te adoro por encima de todas las cosas,
porque me has enseñado que eres el más
abominable, el más cruel, el más
monstruoso de todos los dioses...
No pudo acabar la frase. Todo se nubló
sobre su cabeza y rodó por tierra.
Cuando recobró la consciencia, habían
transcurrido muchas semanas. Estaba en
una celda desconocida para él, en la que
habría de pasar el resto de sus días.
Sus nuevos hermanos elogiaban la
abnegación con que había salvado las
santas reliquias del fuego que siguió a
la epidemia, poniendo incluso en riesgo
su vida. Hablaban también del pobre
ermitaño al que Bernardo había
reconfortado espiritualmente hasta el
último momento y dado cristiana
sepultura, desafiando los rigores de la
peste. Todos le reconocían como un
elegido de Dios, como un hombre santo.
No había más que ver cómo la epidemia lo
había respetado, decían.
Bernardo, el monje perverso, sonreía con
una mueca extraña que todos atribuían a
la santidad. Pero cuando se quedaba a
solas, maldecía con todas las fuerzas de
su ánima el nombre del creador.
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