A Allan Kardec
ólo al ponerme cegata y sorda con la
vejez fue cuando me acordé de que una
vez ya libres de nuestro
enclaustramiento, sin tener ni pluma ni
papel, dibujé en el aire el diálogo que
nos abrió las puertas. Temía que,
llegada a mi destino, la intensidad de
la luz del exterior fuera tan fuerte
que, encandilada, no pudiera leer las
letras de mi mente. Una vez en el tren,
repetí el diálogo varias veces para no
olvidarme de nuestra comisión, aunque ya
sabía que lo más probable fuera que, una
vez allí, no me sería posible distinguir
lo que había memorizado del ruido del
mundo.
Fíjese, comadre, que ya después de
tantos años, nosotras, aquí juntas, ya
me siento como que le puedo pedir este
favorcito. Y hasta le ayuda a usted con
los suyos. No se crea que porque estemos
metidas en baldes con líquidos,
temperaturas y minerales diferentes, que
aquí no tengamos todas el mismo interés
en salir de nuestras situaciones
particulares. Lo que pasa es que solas
no podemos. «La unión hace la fuerza»,
como siempre nos recuerda la otra
comadre cimarrona que está allá metida
en ese barril lleno de materia
putrefacta a su izquierda. La familia
suya tiene más plata que la mía allá en
el mundo, pero eso no quiere decir que
estén más evolucionados que los míos.
Los míos son ignorantes como yo, señora,
pero tal vez tengan un poco más de calor
humano que los suyos. Juntemos nuestros
esfuerzos. Mandémosles el conjunto de
nuestras luces. ¡Ay, si nos escucharan
ellos a nosotras! ¡Ya dirían que somos
marimachos! ¡Que risa! Pero así es como
se hacen las cosas acá. Este rancho es
muy diferente. Nunca me lo hubiera
imaginado sin antes haberlo visto.
¡Tantas almas nadando en soluciones
pegajosas e incómodas! Me pregunto si
todos aquí viven tan mal como nosotras.
Estoy casi segura de que no. Ya ve usted
que en todas partes hay desigualdad.
Bueno, aun después de tantas décadas de
compartir esta celda, no estoy dispuesta
a revolcarme contigo. Yo no soy de ese
tipo. A lo mejor fue por eso por lo que
estás metida en ese balde humeante a
sulfuro. Pero tienes razón en que nos
podemos ayudar mutuamente. ¿Por qué no
te vas tú con los míos y yo con los
tuyos? Ya ves cómo nos dijeron cuando
entramos que, si teníamos esperanza de
evolucionar, nos daban una oportunidad
de salir. ¿Te acuerdas? De todas
maneras, este lugar está tan lleno. Cada
día llegan cientos más de desencarnadas
que yo sé que los guardias están ya
buscando formas de hacer más espacio.
Falta sólo conseguir la firma de los
tres jueces e irnos en el próximo tren
que salga. El
horario es muy irregular, pero los tuyos
nos darán amplias oportunidades de
volver a vestirnos en piel una vez más.
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"Mujeres hablando",
cartel de Luis Garay
(1893-1956). |
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Bueno, comadre, ya no tiene que estarme
echando en cara las vidas descarriadas
de los míos. Además, acuérdese esta vez
que si va a ayudar a los míos, debe
aprender a respetarlos más. Cuando uno
llega a la casa de otros, debe
incorporar un poco sus valores. Pero no
todos. Usted debe guiarlos un poco más
hacia la luz. Yo sé que allá en el mundo
una se olvida de las razones porque fue
puesta allá, pero, comadre, le encargo
encarecidamente que se acuerde de
iluminarlos más.
Bueno, yo haré lo más que pueda, pero no
prometo milagros. A ti se te hará más
fácil con los míos. Ellos son tacaños y
duros. Muéstrales que el dinero no lo es
todo. Tal vez puedas encaminar su
ambición hacia un sendero más espiritual
para que no den a parar a este lugar tan
húmedo y maloliente.
Usted siempre quiere ser más. Es por eso
por lo que está donde está. Espero que,
con mi ayuda, aprenda a vivir y no a
planearlo todo siempre para acumular más
posesiones y poder. ¿Quién pudiera haber
adivinado que íbamos a perder todo lo
que hubiéramos guardado para nosotras
mismas? ¡Y para entonces preservar
solamente lo que hubiéramos compartido
con otros! ¡No vio cómo, a pesar de que
la vez pasada, era yo la que trabajaba
para usted y quedamos las dos en la
misma mísera situación! Aún no llego a
acostumbrarme a las leyes de este mundo.
Pero ya va siendo hora de que lo haga. Y
con su ayuda, podré. ¡Y sí qué pudimos,
comadre!
Como le estaba contando antes de que
llegara el enfermero, lo único bueno de
llegar a ser una vieja sorda y ciega fue
llegar a este asilo y encontrarla a
usted aquí para recordarle, antes de que
el tren venga nuevamente, lo que una vez
nos prometimos.
¿Y adónde iremos esta vez? De seguro, a
un lugar mejor que a ese pantano.
¡Ay, señora, usted no se preocupe tanto
del próximo destino! ¿Cuándo va a
aprender que siempre andaremos entrando
y saliendo de mundos y que lo importante
es llegar a conocernos nuevamente y
retomar el hilo de nuestras viejas
conversaciones de siempre?
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