l río mecía suavemente los camalotes que
cabalgaban las pequeñas olas alumbradas por el
titilar de las estrellas. El monótono golpeteo
de los remos se hermanaba con la respiración
acompasada del pescador guiando con destreza la
embarcación en pos de la costa, luchando contra
la corriente que, aunque invisible, trata
infructuosamente de arrastrarlo aguas abajo.
Luego, los remos se detienen abruptamente cuando
la proa roza la playa dejando escapar un corto
quejido de las maderas arañadas por la arena.
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El
monótono golpeteo de los remos se
hermanaba con la respiración
acompasada del pescador guiando con
destreza la embarcación en pos de la
costa. |
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Manuel regresaba al campamento, situado en lo
alto, donde no llegan las aguas en las crecidas.
Fue allí donde su padre, don Carlos, construyó
un refugio amplio y prolijo para albergar a su
esposa y su pequeño hijo. Él había elegido este
lugar porque era parte de un paisaje espléndido,
con grandes extensiones cubiertas por
vegetación, y, bajo la cual, la maleza, como una
alfombra, llegaba hasta el agua. Por la mañana,
un coro de vida te despertaba, donde
predominaban las aves con sus trinos, y, en los
días de cambio de tiempo, los monos aulladores
gritabas sobre las copas de los sauces y alisos.
Allí la vida se manifestaba a cada paso.
Un día apareció un gran cartel que declaraba a
la franja costera como «Zona Industrial». Pronto
se edificaron fábricas, astilleros y
frigoríficos, con la idea de que esto traería el
progreso a la provincia y el esperado trabajo a
las personas del lugar.
Ya no estaban solos los pescadores, el predio se
pobló de camiones, cañerías y humo.
Pasaron los años y algunas de las industrias,
como la curtiembre «Oeste», cerraron y quedaron
abandonadas las oficinas, los galpones y las
cisternas donde trataban los desperdicios
líquidos antes de arrojarlos al río, pero, aun
así, en días ventosos se puede sentir el vaho
picante y nauseabundo que hace arder los ojos y
la garganta.
Pero a Manuel sólo le preocupa la falta de
peces. Era el oficio enseñado por su padre, al
cual acompañaba en sus tareas hasta que enfermó
de los pulmones, igual que su madre, y ambos
terminaron muertos. «Es el humo de las
fábricas», dijeron los médicos.
El muchacho era joven, pero, con años de trabajo
arduo, tiñó su mirada de incertidumbre y
despobló sus pensamientos de sueños
esperanzados, pues pasó los últimos meses
tratando de atrapar algunos peces con la red y
no lo había logrado, aun triplicando el
esfuerzo. Cada día ha visto cómo las pequeñas
boyas amarillas desaparecen rápidamente bajo el
agua, arrastradas por los plomos.
Manuel había estado sentado y quieto esperando
el momento de levantar la red cuando llegara a
la señal prefijada, sólo se movía para dar un
golpe de remo y corregir el rumbo, mientras sus
pensamientos lo arrastraban por los recuerdos de
leyendas oídas, escudriñando en los comentarios
hechos en días de reuniones, tratando de
descubrir la palabra, el hecho mágico o el
elemento preciso que le devolviera el don de
atrapar esas presas escurridizas.
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Al medio día, después de remar toda
la mañana río arriba, se detuvo en
el extremo sur de la Isla Grande. |
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El nuevo amanecer lo encontró meditando, sentado
en la costa, viendo cómo su embarcación se
sacudía con violencia a causa de la tormenta que
había llegado al alba.
«¡Con esto, se empeoraron las cosas!», pensó, y
se dirigió a un grupo de pescadores que, como
él, sufría del mismo problema; algunos
recordaron que, en años anteriores, cuando
ocurría algo similar, colgaban sus herramientas
y se empleaban en las empresas del lugar.
Pero él se negaba a apartarse del río,
convencido de que hallaría remedio a la
situación. Después de que el grupo se desmembró,
quedando él solo en el arenal, con don Benigno,
habitante de la isla de enfrente, que, entre
relatos, chistes e historias fantásticas, contó
al muchacho que su abuelo extraía de la cabeza
del Dorado un huesillo conocido popularmente con
el nombre de San Antonio, que, extraído de
acuerdo a un ritual ancestral, adquiría el poder
de convertirse en el más poderoso talismán para
la pesca.
Esta idea encendió una hoguera en su mente. Allí
estaba lo que tanto buscó, aquella era la
solución definitiva y el comienzo de un futuro
promisorio.
Luego de disimular la prisa, se alejo con la
promesa de volver.
Estando en su rancho, farfullaba y revisaba el
equipo que tenía para la pesca de costa:
anzuelos, cambiadores, patejas, líneas y demás;
luego, acomodó todo en un zurrón y se dirigió a
buscar carnadas con su tarraja a corta distancia
de su hogar en un diminuto estero, mientras
esperaba que aminorase la tormenta.
Amaneció gris y, aunque la calma no era total,
el peligro había pasado.
Al medio día, después de remar toda la mañana
río arriba, se detuvo en el extremo sur de la
Isla Grande. Bajó todas sus cosas con premura y
tiró seis líneas encarnadas con cascarudos.
Seguidamente, cortó ramas, colocó sobre éstas un
trozo de carpa, juntó leña y encendió una
hoguera. Una hora después se sentó a esperar
mientras fumaba un cigarro y bebía unos sorbos
de caña en su precario campamento.
Pasaron las horas y todos los peces que atrapaba
los devolvía, como dictaba el rito. Un tirón de
una de sus líneas hizo repicar la campanilla de
alerta. Esto lo sacó bruscamente del sopor. Con
movimientos apresurados, atrapó la tanza con
fuerza y comprobó que la presa estaba atrapada;
allí se inicio una lucha que se extendió por
varios minutos. En la desesperación de sentirse
prisionero, el animal dio un desesperado salto
fuera del agua y Manuel pudo ver un resplandor
de cobre y oro en sus escamas. Un sentimiento de
júbilo elevó su estima mientras recogía el
Dorado vencido en la batalla por la libertad.
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En algunos de ellos, perforados por
el oxido, se podía apreciar en su
interior el fluir de una cantidad
imprecisa de liquido fétido y oscuro
que descendía hacia el río. |
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Manuel repetía las mismas palabras una y otra
vez. Primero como un susurro y luego se fue
elevando hasta convertirse en un grito: «La
mitad del camino está recorrido, tengo el animal
que posee el hueso mágico; desde ahora, el
boleto de ida hacia la gran cosecha de peces».
Siguiendo estrictamente el ritual que le
expresara el anciano, obtuvo el talismán y luego
devoró con ansias la carne, como lo dictaba la
leyenda.
Mientras comía, pensaba que su sabor era
delicioso como el de los peces de la laguna
interior de la isla, su textura es más suave, su
color más agradable. Allí, la pesca era
magnifica, y se quedó durante unos días a
disfrutar de la naturaleza.
Todo estaba dispuesto para volver, tenía el
talismán dentro de una bolsita atada a la canoa.
Después de varias horas, divisó el paisaje
cotidiano de las inmediaciones de su casa.
Primero divisó el caño del desagüe principal de
las cloacas de la ciudad. Más allá está el
puerto de la industria química y, entre éste y el
frigorífico, la curtiembre.
Pasó lentamente frente a estos caños color ocre
que se sumergían en el agua. En algunos de
ellos, perforados por el oxido, se podía
apreciar en su interior el fluir de una cantidad
imprecisa de liquido fétido y oscuro que
descendía hacia el río. En todo ese sector, las
hiervas estaban secas.
Todos los días veía lo mismo y no prestaba mayor
atención a la acostumbrada desolación del
paisaje, que se fue degradando con el paso de
los años, y hacía mucho que las aves y los monos
se habían retirado de la región, pero eso no lo
preocupaba, sólo los peces lo mantenían alerta.
Preparó todo para el amanecer, el día estaba
calmo. Se dirigió a la señal de inicio y echo la
red al agua.
Esperó los veinte minutos que duraba su red para
recorrer ‘la cancha’, según la jerga pescadora
llaman a una sección del lecho del río libre de
trabas, las que fueron retiradas precedentemente
para tal fin. Las manos traspiradas y la boca
seca como evidente señal de la ansiedad que le
daba estar atento a la marca que fijaba el final
de la labor que generalmente es alguna chimenea
que sobresale en la ciudad.
Sonreía constantemente como saboreando de
antemano el logro que se suscitaría pronto.
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Pero lo que no podía comprender
Manuel es que los peces que no
habían muerto emigraron lejos de la
contaminación, como las aves y los
monos. |
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«¡Ha llegado el momento!», pensó, y se aferró
con energía a la boya de la punta y comenzó a
izar la maya y a depositarla desordenadamente en
la tabla fija sobre las cuadernas de su canoa.
¡Una, dos, diez brazadas de hilos enmarañados y
ningún pez! Pero se calmó un poco pensando que,
con todos los metros que aún faltaban por
recoger, alcanzaría para marcar el triunfo.
Cuando hubo sacado más de la mitad, la duda
comenzó a corroerlo y de la tímida incertidumbre
paso a la zozobra más descarnada ya que, antes
de concluir su labor, pudo comprender su total
fracaso.
«¿En que he fallado?», se preguntaba entre
lagrimas, mirando con tristeza el agua.
Pero lo que no podía comprender Manuel es que
los peces que no habían muerto emigraron lejos
de la contaminación, como las aves y los monos,
pues casi nunca prestaba atención al reclamo que
se oía en la radio de los grupos ecológicos, y,
cuando lo hacía, era para mofarse de los
anuncios, asegurando que «¡Esa es otra manera de
timar a la gente!». Su descreimiento, sumado a
su desinformación, lo convirtió,
paradójicamente, en cómplice del problema que
devastaba su hábitat y su trabajo.
Lo que allí aprendió Manuel es que los peces no
eran más escurridizos que antes y no necesitaba
un talismán para atraparlos, porque no estaban
allí; lo que necesita el lugar era un plan de
protección ambiental.
*Este relato ha sido galardonado con el
Premio Participación
en la “NUEVA ANTOLOGÍA
DE HABLA HISPANA 2006” y premiado
también en el “XIV
Certamen Internacional de Poesía y Narrativa
Breve” patrocinado por
Editorial Nuevo Ser
(Buenos Aires, Argentina). |