uando Doña Soledad subía por el camino a
la ermita, tropezó con el sombrero. El
sombrero, el bastón y la cesta con la
fruta reposaban al borde del camino.
Timo se alejaba corriendo tras Rosa, que
esgrimía un pequeño parasol tornasolado.
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Cuando salían de San Fernando y
caminaban por la Gran Vía, añoraban sus
horas veraniegas, cuando estaban en
Rascafría esperaban con alegría a poetas
y pintores.
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Eran aquéllos días suaves y largos, con
el sol entrando por la celda fresca
junto al murmullo del agua en las
fuentes.
Mientras Rosa escribía, Timo dibujaba y
pintaba. Muchas veces, ambos cargaban
caballetes y pinturas y recorrían las
sendas buscando los mejores paisajes
hasta que el cansancio les hacía
regresar.
Y el sol de Timo se transformaba en
cientos de soles diferentes, como si
aventurara, sin saberlo, los soles de
otros horizontes que cogería entre sus
colores atravesando océanos, ríos y
mares.
Pero ahora, en esos años, su sol era
madrileño y serrano.
Cuando salían de San Fernando y
caminaban por la Gran Vía, añoraban sus
horas veraniegas, cuando estaban en
Rascafría esperaban con alegría a poetas
y pintores.
El último verano no fue como todos. Rosa
buscaba un espacio algo más grande para
el niño.
El verano pasado, pintando y riendo,
había terminado; ahora la guerra, la
salida hacia París y la tristeza por
tantos amigos abandonados a su suerte,
tantos sueños cayendo por el Lozoya y
muriendo entre las zarzas y los
matorrales.
Y la lucha por sobrevivir en Buenos
Aires, Río o en pequeñas ciudades.
Lo recuerda Rosa, ahora nonagenaria, y
yo busco en las sendas, en las celdas y
en alguna casa, el rastro de Rosa y Timo
por los veranos de Rascafría.
*Galardonado con el Primer Premio de
Cuentos Ayuntamiento de Rascafría
(1994).
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