a historia familiar es toda una
institución dentro de la cultura de los
pueblos. Son cofres sagrados de
discretas confidencias, costumbres o
simplemente hábitos. Son verdaderos
bargueños secretos, amados, respetados
y, muchas veces, hasta venerados.
Al margen de las leyendas, tradiciones y
creencias populares que se transmiten de
padres a hijos por largas generaciones
familiares constituyendo el folclore de
los pueblos, existen otras creencias,
suerte de relicario pagano, que son
menos conocidas, o poco difundidas, pero
no por ello menos verosímiles; secretas
herencias que van quedando como un
recuerdo o una fantasía dentro del grupo
familiar y, con el tiempo, se borra o
crece según el espíritu de los que lo
reciben como patrimonio o herencia.
Los poblados del interior de nuestro
país están llenos de este tipo de
creencias y en cada familia se respeta
como un legado de los antepasados. A
veces, no pasa de ser un refrán, chiste
o dicho popular y otras, hasta toman la
intensidad de una doctrina.
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Cuando eso ocurría, dejaba su
labor, se embelesaba con los
vistosos arabescos que iba
trazando por los aires aquel
diminuto pajarito, que, goloso,
se llevaba todo el jugo dulce de
las flores. |
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En mi familia ―por ilustrar lo dicho―,
cuando un picaflor llegaba al jardín de
mi madre con su alegre gorgorito y
danzaba de flor en flor el baile del
dulce néctar en un incesante aleteo
tornasol, provocando un revuelo entre
las dalias y los crisantemos, y llenando
la tarde con ese aroma tan peculiar, mi
madre decía: «Es el alma de Angélica
Isabel, que viene a visitarnos, trae
buenas noticias...».
Cuando eso ocurría, dejaba su labor, se
embelesaba con los vistosos arabescos
que iba trazando por los aires aquel
diminuto pajarito, que, goloso, se
llevaba todo el jugo dulce de las
flores, y mamá, con una sonrisa
brillante en sus ojos llenos de
lágrimas, se transformaba. Era la imagen
misma de la felicidad, algo etéreo e
increíble.
Al rato, el picaflor desaparecía del
lugar, quedando un halo de dulzor y
pureza colgado en el ambiente,
acariciando con sus alas y sembrando
ternura en nuestros corazones por un
instante como si un ángel nos hubiera
visitado realmente.
Un largo suspiro de añoranza era la
respuesta obligada de mamá, cargada de
nostalgias tal vez. Nunca lo indagué.
Pero siempre, ése era un momento muy
especial, lleno de preguntas no dichas o
secretos compartidos.
Es muy posible que mi madre creyera
realmente que el almita de aquella
pequeña hija suya, que muriera en sus
brazos a los nueve meses consumida por
la fiebre, tan tierna y pequeñita,
viajara eternamente dentro del picaflor
de alas transparentes y largo pico
rojizo, donde habitaban juntos, en
eterna comunión, el suave recuerdo de su
bebé y el dulce néctar de las flores del
jardín, que ella cuidaba con tanto amor
y dedicación. Es muy posible que ella
creyera también que venía a visitarnos
de vez en cuando acompañado de buenas
noticias… Es muy posible que ella
creyera...
En los años de la inocencia, también
nosotros teníamos esa creencia, o quizá
inventábamos otras parecidas, llenas de
sentimientos encontrados e imaginación
infantil. Y con el tiempo, tal vez se
haya diluido en el recuerdo, pero algo
quedó para inquietarnos de tanto en
tanto, sin tener en cuenta los
pantalones largos, ni los tacones altos.
Tanto es así que, sin importar dónde
estemos, siempre que llega un colibrí al
jardín, donde la familia esté reunida,
aquella fantasía vuelve a pasar
aleteando hasta instalarse en nuestros
recuerdos, y todo se repite
invariablemente… Casi al unísono
decimos: «Angélica Isabel viene a
visitarnos».
Creencia, tradición o folclore se
convierten en un agradable cosquilleo
dentro de nuestros pechos, que crece y
se ensancha hasta llegar a los labios
con ternura incomparable y se traduce en
sonrisa de complicidad. Todo nos
recuerda un bello momento: mamá,
Angélica Isabel, los geranios, se
confunden en dorados arabescos como los
que va trazando el picaflor al pasar.
Si es el picaflor o el alma de aquella
hermanita nuestra tan querida, a quien
no llegamos a conocer, nunca lo sabré.
Pero está allí, siempre lo estará, para
recordarnos que el amor no muere y que
siempre hay un retazo de inocencia
dentro de cada ser para conservar la
ternura que hace falta para vivir.
Una simpleza, quizá, una nadería, pero
de esa clase de creencias están llenos
nuestros recuerdos y forman «la historia
familiar».
El picaflor es para nosotros como un
ángel. Una prolongación de Angélica
Isabel. Es la ternura dulce y colorida
que revolotea de vez en cuando sobre
nosotros para decirnos: «Les quiero
mucho».
¡Y mamá desde el cielo sonríe feliz!
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