A Agnes Steuer
res mi última esperanza», lo había
susurrado con un hilillo de voz casi
ininteligible. El aludido se irguió
sorprendido, observando el manojo de
huesos recubierto de piel amarilla y
arrugada, piel vieja, castigada por el
tiempo.
«Esperanza, ¿de qué?», pensó. ¿Qué puede
esperar esta pobre criatura de este
mundo infiel? Le dio un último beso en
la mejilla, la arropó y ahuecó el cojín,
que soportaba la cabeza de la anciana.
Pedro se fue a la cocina a fumarse un
cigarrillo. Llevaba ya casi un año en
este trabajo. Asistencia las 24 horas
del día; Sterbehilfe lo llamaban.
En Alemania, los enfermos crónicos
terminales, siempre y cuando hayan
pagado un plus, tienen derecho a ser
atendidos en sus casas, en lugar de
tener que ir a una inhóspita residencia
o a un hospital a pasar sus últimos
días. Al gobierno, incluso, le sale más
rentable. Empresas especializadas
concertadas se encargan y organizan
colonias de limpiadoras, enfermería,
curas de necrosis, las compras... todo
lo que haga falta y a domicilio.
Cuando Ute, su amiga alemana de Málaga,
le comentó que buscaban gente que
tuviese un nivel mínimo de alemán, no se
lo pensó dos veces. Era la oportunidad
que había estado esperando. No tenía
dinero. Había terminado sus estudios de
Ciencias Políticas en Granada y sólo le
quedaban algunas de libre configuración
y Economía Mundial, de cuarto curso.
Estaba ansioso por ir al extranjero. Se
había dado cuenta a tiempo de que los
idiomas le serían imprescindibles en el
futuro y empezó, desde joven, a
acostumbrarse a ver la tele, oír la
radio y leer los periódicos en
diferentes idiomas. No es que tuviese un
alemán tan bueno, pero podía comunicarse
y no tenía miedo. Además, Ute le había
ayudado mucho con el tema de la búsqueda
del trabajo. Ella fue la que lo animó:
«...Pero Pehhtaa, si eso no es nada
parra ti, sólo tienes que hablarr y eso
es lo que quierres, ¿no? Inténtalo, si
no te gusta, te vienes y ya stá».
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La geriatría era un sector de oferta
laboral muy poco exigente. Dema-siados
viejos solos, abandonados, desatendidos,
y muy poca gente dis-puesta a trabajar en
tales condi-ciones. Hasta los del Este se
lo pen-saban dos veces. |
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La geriatría era un sector de oferta
laboral muy poco exigente. Demasiados
viejos solos, abandonados, desatendidos,
y muy poca gente dispuesta a trabajar en
tales condiciones. Hasta los del Este se
lo pensaban dos veces.
Y allí estaba él, fumando y pensando en
el fregado en el que se había metido,
pero no durante mucho tiempo. La
preocupación por Agnes, por su pobre
Agnes, estaba grabada en el disco duro
de su memoria y no le permitía derrochar
sus pensamientos durante mucho tiempo en
banalidades.
Ya, el otro día, había estado buscando
las fotos. Hoy las encontró guardadas
entre papeles de difuntos, de
Rentenversicherung y cientos de
sobres de vete a saber qué asuntos.
Agnes, de niña, haciendo la primera
comunión; Agnes y Bruno, el día de su
boda, y una foto que le gustó mucho a
Pedro: ya entrados en edad, pero aún de
buen ver; ella sentada, bien colocada,
fuerte, guapa, seria; él, sonriente,
orgulloso, feliz y enamorado, de pie, al
lado de ella. La edad, los años, no
perdonan. Nos gastan, desforman y nos
reducen hasta que dejamos de ser, y no
somos ni la sombra de lo que fuimos.
Tuvieron que huir con lo puesto; los
dos, con la niña recién nacida y el
carrito; no les dio tiempo para más. Los
rusos invadieron y tomaron posesión de
todo. Dice que se acuerda mucho del
parto, rápido, sin dolor alguno, en
casa. Bruno se puso nervioso y fue al
lavabo; para cuando volvió, ya había
nacido Ursula. Él tocaba el violín y
cantaba en el coro de la iglesia, y,
además, la batería en una banda de
baile. Ella nunca bailaba porque él
siempre tocaba. Anonyme Bestattung,
sus cenizas enterradas, sin lápida, sin
epitafio, nada. Ella dice que sabe dónde
está, debajo de un árbol, desplazado a
la izquierda. Era una de las muchas
cosas que Ursula, su única hija, y,
desde que cayó enferma, también su
mentora, no tenía intenciones de
perdonarle jamás. A Pedro le pareció más
bien una de las muchas excusas para
desentenderse de la vieja, del muerto.
No, Agnes no es ni la sombra de lo que
fue. Qué dura es la muerte, que se lleva
a nuestros seres queridos para siempre.
El abandono, el deterioro físico, la
desintegración lenta y obstinada que no
perdona, y, mucho menos, al que aguanta.
Al que no le comen los gusanos lo va
devorando el tiempo, palillos de
dientes, manojos impedidos,
imposibilitados. El pobre Bruno se murió
de pena. Se murió porque llevaba años
postrado en la cama, viendo cómo su
bella Agnes cuidaba su inmóvil cuerpo
con tesón, a él, que hubiese querido
cuidarla a ella hasta el final, supongo.
Qué milagrosa es la fotografía, que
inmortaliza la belleza, la juventud, el
amor y la felicidad, para regocijo de
sus protagonistas, hasta más allá de la
eternidad.
El trabajo tenía algo de duro, aunque no
pudiese especificar exactamente qué era
lo que hacía que fuese un trabajo duro,
si el estar encerrado, o la
enfermedad... no lo sabía; luego, por
otro lado, no dejaba de ser algo muy
sencillo, era como estar en casa. Tenía
tiempo de sobra para estudiar e incluso
leer.
Durante los dos últimos meses, la salud
de Agnes había empeorado drásticamente.
Él, que nunca había sufrido la muerte en
sus propias carnes y ansiaba, de alguna
manera, que llegase el momento, se quedó
estupefacto cuando, según Ursula: «¡Por
fin!», comenzó el declive. El doctor
Jensen, médico de cabecera de Agnes
durante los últimos veinte años, se lo
llevaba advirtiendo desde el principio,
que le quedaba poco tiempo, dos meses,
tres a lo sumo. Él no se lo había
creído, pero se mordió la lengua y se
dedicó a agradar y cuidar a su viejita
con mucha responsabilidad y cariño. Al
final, dos meses se convirtieron casi en
un año.
Desde que la enfermedad postró
finalmente a Agnes en su lecho de
muerte, después de un terrible ataque
nocturno de vómitos sanguinolentos que
Pedro no quería ni recordar porque aún
le temblaban las piernas, todas las
mañanas, a las nueve de la mañana,
venían las enfermeras, que se encargaban
de limpiar, maquillar un poco y mover el
ya inerte cuerpo de Agnes. Antes, los
cuidados personales los había llevado
una especie de asistente sanitario.
Pedro se había acostumbrado a estar
presente, ayudando a las chicas a calmar
a Agnes cuando se quejaba. El cuerpo,
rígido, ya no quería trasiego alguno y
mortificaba a la pobrecilla con dolores
que le sacaban los ojos de sus hundidas
cuencas, pareciéndose más a una ardilla
acorralada que a un ser humano. Él lo
sabía, se había convertido en el bálsamo
de la pobre viejita, y no la dejaba sola
con nadie ni un momento, excepto cuando
venía Frau Kaiser a darle la comunión.
Sí, durante un año, dos veces a la
semana, Pedro la había visto venir, en
lugar del cura, que debía estar muy
ocupado. Se ve que ya, cuando su marido
enfermó, esta voluntariosa representante
extraoficial de la Iglesia se ofreció a
tan digna labor. Le contó a Pedro que
Agnes ya había recibido la extremaunción
por si las moscas, por precaución,
vamos, y quién le iba a decir a Pedro
que más sabe el zorro por viejo que por
zorro.
Hacía ya cuatro días que a Agnes le
había dado un jamacuco durante una de
las visitas de las enfermeras. Estaban
limpiándola dos chicas, ella se quejaba
como un niño y Pedro les ayudaba para
amortiguar el dolor de las oxidadas
bisagras al usarlas; le hablaba en
susurros tranquilizadores mirándola
fijamente a los ojos, como intentando
hipnotizarla con la mirada; ojos a los
que ella se aferraba aterrada como una
náufraga a punto de ser engullida por
las aguas, y, de pronto, dejó de
quejarse. Los ojos abiertos se perdieron
en la mirada de Pedro y dejaron de
existir. Un vegetal.
Entre el Jensen, la Ursula y el jefe de
Pedro, dueño de la empresa de servicios
a la cuarta edad, llegaron al acuerdo de
que no se le prestaría ninguna
asistencia, de forma que, dado que la
embolia la había dejado frita, ella
moriría, en realidad, de inanición.
Darle de beber supondría el riesgo de
que muriese ahogada. A Pedro no le
pareció buena idea y sus escrúpulos
incitaron a su jefe a pedir el acuerdo
por escrito, pero nada más. Después de
una breve reunión de apenas quince
minutos, esas tres personas, tan ajenas
a Pedro y Agnes, decidieron sobre sus
cabezas el destino final de la anciana,
pero también el de Pedro, su
Sterbehilfe. El médico, aun antes de
marcharse, con un pie en el pasillo de
la casa y otro fuera, en el rellano de
las escaleras, le dijo a Pedro: «Ah,
oye, mira, y si se muere de noche, no
llames a nadie, ni hagas nada. La dejas
y, por la mañana, me llamas y yo lo
arreglo todo, ¿vale?».
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Quién hubiese dicho que la
muer-te tiene sonido de
cremallera. |
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Pedro se quedó solo.
Agnes tardó unos cuantos días más en
sucumbir. Para entonces, el catéter
hacía tiempo que permanecía seco. Le
habían recetado unos bastoncillos de
glicerina, que Pedro deslizaba con suma
suavidad por los labios cortados y
secos, y, sorprendentemente, ella, que
no reaccionaba ante absolutamente ningún
estímulo con ningún sentido, en cuanto
algo le rozaba los labios, los apretaba
con fuerza, como el niño que no quiere
comer, y Pedro entonces se preguntaba,
¿nos estará oyendo?
Ocurrió tal como el Jensen predijo.
Pedro aún trató de localizar al cura,
pero nadie, absolutamente nadie, vino a
acompañar a Agnes en su último viaje.
Pedro hacía tiempo que había dejado de
dormir del tirón. Se levantaba, como
despertado por un sexto sentido, y se
acercaba al lecho continuamente. Ella
seguía con los ojos abiertos de par en
par y seguía respirando, si se puede
llamar respiración a esos ruidos que
salían del interior de su cuerpo
deshidratado. A Pedro se le ponía la
carne de gallina, sonaba como los
últimos sorbos de una Fanta bebida con
pajita.
La última noche, Pedro estaba durmiendo
profundamente cuando algo lo despertó de
repente. Eran las tres de la madrugada.
Le recorrió un escalofrío por la columna
vertebral a pesar del ambiente caliente
de la calefacción. Se levantó
sigilosamente, arrimó su oído a la
puerta del dormitorio de Agnes, pero
esta vez, algo le impidió entrar. Sentía
una profunda frialdad. Volvió a su
cuarto y se acostó. Puso el despertador
para las siete.
Cuando, a la mañana siguiente, se la
llevaron los de la funeraria, Pedro ya
había tomado la decisión de no volver a
trabajar en eso; especialmente cuando,
desde la cocina, oyó el sonido de una
cremallera y pensó: «¿Eso ha sido
todo?».
Quién hubiese dicho que la muerte tiene
sonido de cremallera, ¿verdad?
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