Es extraño lo
que se puede recordar después de 10
años. No es un rosario de declaraciones
de amor incondicional, sino tus uñas
comidas por los nervios mientras
jugueteabas con la anilla de una lata de
refresco.
Hace un par de sábados creí que eras tú
la que esperaba cargada de ropa en el
probador de aquella tienda de ropa.
Suspiré tu nombre cuando me di cuenta de
que no era tu sonrisa la que me miraba.
Tu madre suele escribirme un par de
veces al año, manteniendo así vivo el
débil hilo que me tiene unido a tu
familia. Sé que tu hermano Víctor
volvió de Bélgica y que Pablo está a
punto de tener una niña.
Hay veces que percibo el olor dulzón de
la turba de la chimenea en esas hojas
llenas de letras apretadas. Cuando me
siento a leerlas, puedo oír la lluvia
agitándose contra los cristales, y el
viento vuelve a helarme los pies.
¿Sabes? Hasta que os abandoné, no me di
cuenta de que mis dedos iban a echar de
menos el quedarse enganchados en tus
rizos ásperos, o que tus ojos no eran de
color verde, sino dorados como miel de
tomillo. Nunca pensé que tu nombre me
traería el recuerdo de una hogaza de pan
enfriándose en la despensa.
Un día de verano, uno de esos veranos
cortos que solo duraban una semana,
fuimos a la playa de Coil. Había que
bajar por un camino de piedras sueltas
en el acantilado y tropecé. Me dejaste
descansando en la hierba húmeda y dulce
y me prometiste un regalo. Os vi saltar
entre la espuma helada y, cuando
regresaste sin aliento, depositaste en
mis manos una caracola gris y punzante
que aún hoy llora con el ritmo de las
aguas de tu tierra.
Vuelvo a verte de pie junto al
fregadero, desmenuzando cuidadosamente
los champiñones para la crema que todos
los sábados prepara tu madre. Nuestras
manos olían a especias cuando
terminábamos de mezclarlos con el ajo y
el orégano, y siempre me las lavaba con
cuidado para eliminar el olor.
Decías que tenía que cuidarme más si
quería conocer a algún chico que no
fuera de tu familia, pues tus hermanos
no eran de lo más recomendable.
Te reías cuando tropezaba de madrugada
al volver deprisa de la habitación de
Víctor para que tu madre no nos
descubriera, y te negabas a creerme
cuando te decía que tu hermano era lo
mejor que me había ocurrido. ¿Acaso no
sabías que sus labios eran para mí como
un premio de consolación? Nunca fui más
feliz que el día aquel en que lo
encontré en la cama con aquella pendona
rubia, y tú me llevaste de pub en pub y
me acariciaste la frente mientras
vomitaba mi desazón.
Sé por tu madre que te casas con Luis
dentro de dos meses, aquel novio tuyo
que se fue a Bélgica y regresó cuando ya
habías perdido la esperanza. No iré a tu
boda. Una visión de tu abrazo pecoso me
haría perder el aliento y tu pelo
trenzado de flores traería a mis labios
palabras innombrables. No podría
levantarme y recitar mi brindis por los
novios sin sentir que mis lágrimas no
eran alegres. Cuando me cruzase contigo
al bailar, vería cómo una gota de sudor
se deslizaría por tu nariz pequeñita y
querría acercar una mano, tocarla y
llevarme el dedo índice a la boca y
llenarme de tu sabor.
¿Cuántas veces nos hemos sentado junto a
la chimenea en una noche de abril? Te
miraba mientras jugueteabas con las
largas mangas de tu jersey favorito, y
te hablaba de cómo me podía enamorar de
unos labios o la sombra de una peca
junto a tu clavícula. Te reías, y yo
soñaba con el momento en el que
suspirarías junto a mis labios y en que
gemirías suavemente bajo mis dedos.
Tu mundo cambia, sé que tu memoria se ha
difuminado de tu alma. Te veo sonriendo
distraída cuando tu madre te está
leyendo mi última carta y te cuenta mi
último fracaso.
Año tras año le hablo de cómo he caído
en la telaraña de unos brazos
infinitamente más jóvenes que los míos.
No me atrevo a contarle que mi corazón
se va destrozando lentamente, y me
pregunto si ya es hora de dejar de
invocarte cuando llegan las penurias. Tú
lo sabías, siempre fuiste la voz sensata
de mi cabeza. Dímelo, susúrramelo por
última vez mientras mis recuerdos se
desvanecen.