ien agarrado de la
mano de su madre, Santi intenta caminar
todo lo deprisa que le permiten sus
cortas piernecillas de niño. No ha
cumplido aún los cinco años, pero ya
hace dos que va a al colegio. Sin
embargo, aún no se ha acostumbrado a
levantarse a las siete de la mañana, ser
vestido a toda prisa, desayunar
corriendo cualquier cosa comestible y
caminar casi en volandas hasta el coche
de mamá, aparcado dos calles más abajo
de donde viven, porque la plaza de
garaje está reservada para el Audi de
papá.
Por fin llegan al
coche. Mamá rebusca nerviosamente en el
bolso y saca las llaves, abre el
vehículo y sienta a su hijo en la
sillita especial, atándole las correas
para que no salga disparado (y también
para que no se le ocurra levantarse y
molestarla mientras conduce). Al tercer
intento, el coche arranca. Dos minutos
más tarde, mamá consigue salir del
estacionamiento y se introduce en el
torrente de coches que intentan acceder
a una de las arterias principales de la
ciudad. Poco a poco, la interminable
fila va avanzando, aumentando y
disminuyendo el volumen de tráfico según
los sectores por los que discurre la
avenida.
Desde su
privilegiado asiento, Santi mira a
través de la ventanilla. Cada vez que el
tráfico se detiene, Santi hace muecas y
saca la lengua, intentando provocar la
risa de los pasajeros de los coches que
quedan a su lado, pero en la mayoría de
los vehículos sólo viaja el conductor y,
en el caso de haber pasajeros, van tan
dormidos que no ven al niño, o bien se
toman a burla sus payasadas y fruncen el
ceño en señal de reprimenda. Santi
advierte que sus monerías no son
aceptadas, pero insiste en alegrar a
aquellos cariacontecidos pasajeros. Sólo
deja de gesticular cuando el coche se
pone de nuevo en movimiento, o bien
cuando los ocupantes del otro vehículo
muestran su disgusto con rápidos
aspavientos y caras más agrias todavía.
De vez en cuando,
Santi da un respingo en su sillita al
oír las bocinas de los coches; tampoco a
eso se ha acostumbrado, a pesar de que
lo oye todos los días de su vida, tanto
si va en coche como ahora o paseando de
la mano de su madre. Esta vez la que
pita es mamá. Acaba de decir un montón
de palabrotas seguidas, y Santi duda
entre reprenderla o ignorarla y hacer
que no ha oído nada. A mamá no le gusta
que diga esas palabras feas, y le ha
dicho mil veces que, cuando oiga que
alguien las dice, debe regañarle para
que no las repita. Pero en estos
momentos, mamá está demasiado exaltada
para que la regañen, así que Santi
decide callar. Además, están cerca del
colegio.
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Y
mucha gente, cientos de
personas, miles de almas vagando
de un lado a otro, cada una con
su asunto, sin preocuparse de
los otros que pasan a escasos
centímetros… todos, siempre en
perpetuo movimiento. |
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Delante del
colegio, los coches se mezclan
confusamente, el ruido de las bocinas es
insoportable y las madres que ya han
dejado a sus hijos increpan a las que
vienen a dejarlos, exigiéndoles que
aparten sus vehículos para dejarlas
salir a ellas. Hay también algún que
otro padre al volante, pero ellos son
más salvajes todavía: suben medio coche
a la acera y salen como pueden del
tumulto.
Mamá detiene el
coche lo más cerca posible de la puerta
del colegio, sale, saca a Santi, lo coge
en brazos, cierra el coche y echa a
correr. Son más de las ocho y media, y
mamá entra a las nueve al trabajo.
Afortunadamente, la tienda donde trabaja
su madre no queda lejos del colegio,
apenas a trescientos metros, aunque mamá
tiene todavía que encontrar un sitio
donde aparcar el coche.
Ya en la puerta,
Santi besa a su madre y corre por el
patio hasta su fila. Cuando llega se da
la vuelta, con la esperanza de
distinguirla entre el barullo de gente
que entra y sale del colegio. Pero mamá
ya está en el coche, maldiciendo al
dueño (o, probablemente, la dueña) del
coche que le corta el paso y le impide
moverse de donde está.
Ya en clase, la
maestra les hace colocarse en círculo
alrededor de una mesa. En la mesa hay
una caja grande, y está cubierta con una
tela de colores. Cuando logra hacerles
callar a todos, la maestra levanta la
tela y deja ver una urna de cristal
llena de tierra. Por las paredes de la
urna se aprecia cómo en la tierra hay
caminos, y multitud de hormiguitas
recorren esos caminos sin descansar.
Mientras la maestra les explica qué es
un hormiguero, Santi contempla absorto
el ir y venir de los insectos.
A las dos de la
tarde, Santi espera pacientemente a que
llegue su madre. No suele tardar mucho,
pero hoy parece que se retrasa. O quizá
sea que el tiempo parece ir más despacio
cuando deseamos que venga alguien para
contarle nuestro gran descubrimiento. Al
fin, mamá entra en el patio y Santi
corre hacia ella. Después del beso de
rigor, Santi exclama muy emocionado:
—¡Mamá! ¿Sabes que
hemos visto hoy un hormiguero?
—¿Sí? ¿Y qué te
parece, te gusta?
—Sí, mami, me gusta
mucho. Las hormiguitas me recuerdan a
ti.
La madre lo mira
extrañado.
—¿A mí? ¿Por qué,
Santi?
—Bueno, a ti y a
todo el mundo. Las hormigas parecen
coches y gente, se pasan todo el día
corriendo de un caminito a otro, pero
nunca salen del hormiguero; están ahí
metidas y no se pueden escapar.
—¿Sí? Anda, vámonos
a casa.
De vuelta a casa,
la madre de Santi piensa en las palabras
de su hijo.
Realmente, la vida
en las ciudades se asemeja a la vida en
un hormiguero, siempre con prisas,
tropezando unos con otros, desempeñando
cada uno su tarea sin contar con los
demás. Caminos que suben, que bajan, que
se cruzan, caminos sin salida... Y mucha
gente, cientos de personas, miles de
almas vagando de un lado a otro, cada
una con su asunto, sin preocuparse de
los otros que pasan a escasos
centímetros… todos, siempre en perpetuo
movimiento. ¿Quién duda de que el hombre
no es más que un animal gregario, si se
comporta como cualquiera de ellos?
Animales atrapados en urnas que ellos
mismos han construido y de las que creen
salir, pero no hacen más que escapar de
una para introducirse en otra. Hasta los
niños lo saben. |