l frío de aquella mañana de otoño mecía las
escasas hojas de los árboles en un suave son de
paz,
los tenues rayos del día proyectaban las
últimas sombras sobre el asfalto
y
un ruido
incesante de motores hacía acto de presencia en
la avenida.
Pocos estudiantes se habían atrevido a ir hoy a
clase, y el desértico vestíbulo sólo albergaba a
los más aventureros, tapados hasta el cuello. El
edificio de la facultad se erguía sobrio,
cuadrado, y más o menos a la vista, y esta poca
vista, dejaba ver unas enormes ventanas de
libertad, que evitaban la asfixia de
universitarios y profesores.
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Pocos estudiantes se habían atrevido
a ir hoy a clase, y el desértico
vestíbulo sólo albergaba a los más
aventureros, tapados hasta el
cuello. |
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En una de ellas, en la del centro de la cuarta
planta, si uno hubiera estado atento, podría
haber distinguido un desmesurado destello,
seguido de una fuerte explosión. Y como las aves
que rondaban en torno al edificio, todos
quedaron en mudo silencio ante la incertidumbre.
En aquella aula, sillas vacías contemplaban el
espectáculo que se les estaba ofreciendo. Las
luces apagadas buscaban la intimidad de la
pareja, y la puerta cerrada vigilaba el pasillo
para evitar posibles intrusos. El profesor se
encontraba en el centro mismo, acariciando por
los hombros a una mujer. Pelo largo, labios
vacilantes y pequeña perilla. Ella se tapaba la
cara. Lloraba. Unos pequeños brillos de color
morado rondaban su cara, y la hinchazón la
esculpía, de arriba abajo. La abraza entre
susurros, pero ella tiembla.
El profesor había cogido el extintor de la pared
sin que el hombre se hubiera dado cuenta y, en
un momento de distracción por parte de él, le
asestó un fortísimo golpe en la cabeza que lo
derribó en el suelo. Su pulso se había acelerado
de tal forma que aquel acto había sido
inevitable. Si no le hubiera provocado, él nunca
le hubiera herido, claro que no. Dejó caer el
extintor al suelo y se arrodilló conmocionado.
Sus cuerpos chocaban dentro de aquella pequeña
cápsula. No podían apenas moverse sin provocar
una reacción en cadena que alertara a todos los
que pasaran por allí que ahí dentro había
alguien. Su primera vez fue en un baño, y ahora,
todas las demás veces que quería hacerlo con
ella, también lo eran. Esclavos del anonimato.
¿Qué dirían sus compañeros de clase si pudieran
verlos en estos momentos? El baño de la
universidad era su refugio, su jaula. Pero solo
a esa hora de ese día de la semana, cuando
sabían que nadie podría sorprenderles. Sus
pechos le rozaban la piel como el fuego de un
deseo y sus manos lo agarraban con fuerza,
arañándole, impidiendo que se escapara. El
sacudir de su pelvis le hacía viajar hacia la
nada, y todos los pequeños ruidos del exterior
le volvían a arrastrar a la realidad,
preocupándole. Sus labios se fundían en dulce
jugueteo, pero lo que de verdad le excitaba eran
los grititos que salían de su femenina y
lujuriosa boca. La chica del piercing,
amante incontrolable.
Me había puesto la gabardina larga para que no
se me viera. Una bufanda gruesa, que,
posiblemente, tapara mi cara. Ropa cómoda y
discreta, pero a la vez elegante. Y un cinturón
para guardarla. Mi idea era entrar en la
facultad y lo había conseguido. Me encontraba
furioso. Violento. Alborotado. No conseguía que
la gente dejara de mirarme. Debía darme prisa.
Ese era el día en que iba a matar a alguien por
primera vez.
Esa fría mañana de otoño, había cogido el bus de
milagro, y no sabía si él aún seguiría
esperándome, cosa que me mataba por dentro. Con
la carpeta a cuestas, fui corriendo todo el
tramo desde la parada, y estaba cogiendo aire,
ya a punto de llegar a la puerta, cuando de
pronto lo vi a él con sus amigos. Toda roja,
tuve que decir que iba a una tutoría inventada
para que nadie sospechara de mi presencia allí,
y subí corriendo por las escaleras. Al verla,
hice un gesto de sorpresa que no pasó
inadvertido, y tuve que decir que me había
asustado, como excusa barata. Habíamos dicho de
no encontrarnos fuera nunca para evitar
precisamente esto, ¿en qué estaría pensando? Se
me heló la sangre y el corazón me dejó de latir.
Dije que me había olvidado unos apuntes dentro
y, sin esperar, la seguí, impaciente por
encontrarme a solas con ella en el baño, por
besar sus dulces labios y por escucharla
suspirar.
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En el pasillo tropecé con un hombre
muy raro que vestía una gabardina
larga, y una bufanda gruesa le
cubría medio rostro. Pareció
agitarse mucho, y mirándome
fijamente, sacó la mano de debajo de
la gabardina. |
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Aún no la había visto en todo el día, tal como
debía ser. Habíamos prometido no vernos fuera de
la facultad, para evitar posibles rumores, y,
por el momento, nadie sospechaba nada.
Compartíamos amigos, y eso nos dificultaba un
poco la vida, pero lo llevábamos bien, por lo
menos yo, ya que la recompensa merecía la pena.
La clase había terminado sin problemas, y me
dirigía a la puerta de la facultad con mis
amigos. Como siempre daría un rodeo a la
facultad, haciéndoles creer que me iba a casa, y
volvería para así poder estar con ella a solas.
En el pasillo tropecé con un hombre muy raro que
vestía una gabardina larga, y una bufanda gruesa
le cubría medio rostro. Pareció agitarse mucho,
y mirándome fijamente, sacó la mano de debajo de
la gabardina.
Los dos estaban forcejeando. El hombre tenía una
pistola y el chico no iba a permitir que la
usara para matar a nadie. Le cogió por detrás y
alejó el cañón de su cara, lo sujetó con fuerza
y el hombre quedó inmovilizado. Pero con un
movimiento, los dos quedaron cara a cara con el
arma a la altura del estómago. El miedo había
entrado sin llamar.
Algo ha quebrado, y dos rostros se abalanzan
sobre el suelo cubiertos de lágrimas. La chica
del piercing grita con la fuerza de una
plañidera voraz. Hacía mucho tiempo que no lo
veía. Hacía como seis años que había abandonado
su casa, y poco a poco también iba abandonando
sus recuerdos. Nunca imaginó volver a verlo, y
mucho menos así; con una bala en el abdomen. Al
salir, y ver a su hermano ahí de pie, no pudo
pensar en nada. Luego, al verlo en el suelo
malherido, tampoco. El profesor, a su lado,
también estaba llorando, lloraba de rabia, de
impotencia. Lo que quería evitar había resultado
ser inevitable. Aquel desgraciado se había
presentado con una pistola. Lloraba porque esa
bala que ahora se alojaba en el abdomen del
agresor, podría haberle volado los sesos a él, o
a ella. Asomada en la puerta, testigo de todo.
Sus cardenales brillaban en ríos de paz.
El hombre con la gabardina había desenfundado.
Estaban los dos solos en el pasillo del cuarto
piso. La pistola refulgía inquieta en la mano de
aquel tipo, que parecía capaz de acabar con toda
una manada de leones hambrientos. Al otro lado
de la trayectoria de la bala, estaba el
profesor, de pie, completamente horrorizado.
Había salido a por un poco de maquillaje para
cubrir los moratones de la cara de su amiga,
cuando de pronto apareció y le apuntó. No sabía
quién era hasta que se quitó la bufanda y
comenzó a hablar.
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El hombre de la gabardina estaba
apuntando con una pistola a mi
profesor en medio del pasillo, a una
hora en la que la gente brillaba por
su ausencia en la cuarta planta. |
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El acuerdo también incluía salir del baño
separados. Primero uno, yo, en esta ocasión, y a
los diez minutos, ella. Nos besamos
apasionadamente por última vez y la dejé allí
dentro. Fuera no había nadie. Me lavé las manos
y me sacudí el agua mientras caminaba hacia la
puerta satisfecho. El metal del pomo estaba frío
en comparación con los muslos que había
disfrutado segundos antes, pero eso no me
impidió girarlo. Salí despreocupado, poniéndome
bien la chaqueta, y, al girarme en dirección a
las escaleras, lo vi. Era aquel tipo que había
chocado conmigo antes de encontrarme por
sorpresa con mi chica fuera de la facultad.
Tenía la mano alzada y mostraba un objeto
reluciente, negro elegante. Al ver que era una
pistola, frené en seco. Mis nervios se
paralizaron al instante y miré a mi alrededor.
Él estaba de espaldas a mí, por lo que no me
vio. Podía meterme de nuevo en el baño y esperar
a que se fuera, pero apuntaba a alguien. Ese
alguien era un profesor. El corazón se me paró.
El hombre de la gabardina estaba apuntando con
una pistola a mi profesor en medio del pasillo,
a una hora en la que la gente brillaba por su
ausencia en la cuarta planta. Y solo yo
observaba a escondidas de los dos. Dios, en
aquel momento no supe muy bien cómo lo haría ni
por qué, pero me abalancé sobre el agresor como
una pantera a la cual le había llegado su
momento. Le sorprendí por la espalda y lo
desestabilicé.
El hombre sangraba en el suelo. Los dos jóvenes
enamorados se abrazaban a la vista de todos los
curiosos que se habían acercado a ver qué es lo
que había pasado. Ya no les importaba que los
vieran. Ella lloraba porque el hombre que gemía
tirado era su hermano, que los había abandonado
cuando ella era niña. Su confusión emocional era
palpable, y su chico no iba a dejarla sola en un
momento como éste por aparentar. Su profesor
quedó atónito al descubrir el parentesco que
tenía su alumna con el agresor, del que protegía
a su amiga desde hacía unos días. Había acudido
a él antes que a la policía porque tenía miedo,
bien fundado por lo visto, y le pidió ayuda. Su
marido estaba loco, decía. Ahora empezaba a
creérselo. Si no hubiera sido porque el chico
salió del baño y le despistó, ahora estarían
muertos. Suerte también que pudo coger el
extintor sin problemas.
Cuando lo contaron luego a la policía, pareció
como si los segundos hubieran sido eternos, y el
qué sucedió antes y el qué después hubiera
perdido toda importancia para ellos. |