e veo triste, Gregor! —le dijo, tras estar unos
interminables minutos observando a su pequeño
haciendo los deberes.
Él niño no contestó. Simplemente, se encogió de
hombros, sin levantar los ojos de su mesita.
Su padre cerró los suyos y sonrió. Se le acercó
por la espalda y se agachó, asomando su cabeza
junto a su cuello, bromeándole.
—Venga, cuéntame…
Gregor emitió un profundo suspiro.
—Es que… estoy apenado, porque… —el chiquillo
dudaba, gesticulando con sus manos— ¡…porque el
entrenador casi no me deja jugar en el equipo
del colegio!
—¿Y por qué?
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"Todos
los niños lo dicen. No me ponen de
portero porque no llego a los
balones altos; de defensa, no llego
a despejar de cabeza." |
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—Dice que todavía soy bajito. Todos los niños lo
dicen. No me ponen de portero porque no llego a
los balones altos; de defensa, no llego a
despejar de cabeza. No sé jugar en el medio, y
no tengo sitio como delantero porque dicen que
los hay mejores…
—Ya veo… —replicó el padre en tono prudente—.
Bueno… a lo mejor, pronto creces y puedes
demostrarle a todo el mundo que se equivoca.
—¡Yo sé jugar! —bramó Gregor—. ¡Y sé que lo hago
bien! Pero no me dejan…
Su progenitor giró la silla hacia él, sin dejar
de mirarle a los ojos y sujetándole por los
hombros con ambas manos.
—¿Quieres que acuda al cole y hable con tu
entrenador?
—¡No, no! —protestó el pequeño—. ¡No hagas eso!
Si los compañeros se enteraran, me llamarían
pelota…
—Te entiendo. ¡De acuerdo! ¡No te preocupes!
El padre se puso en pie. Gregor le miraba con
ojos atentos, casi sin pestañear.
—Simplemente, trata de esforzarte —continuó
diciendo el padre, intentando tranquilizarle—.
Además, el fútbol no lo es todo. Debes estudiar
y prepararte para ser alguien en la vida, para
no terminar trabajando en una fábrica de acero
como yo. Podrías ser profesor, médico, abogado
del estado…
—Pero a mí me gusta… —gimió lastimero Gregor, a
la vez que agachaba su mirada.
—¡Claro que lo sé! No soy ciego. ¡Anda! —le
dijo, dándole una pequeña palmada en el hombro—.
Sigue con tus deberes. Tal vez se me ocurra algo
para ayudarte…
Al día siguiente, Gregor regresó muy nervioso
del colegio. Su padre estaba allí, inmerso entre
papeles, con sus gafas puestas. Se acercó hasta
la mesa de la salita compungido, arriesgándose a
interrumpirle en sus tareas.
—¡Papá, papá! Tengo que contarte una cosa…
—Dime, hijo. ¿Qué sucede? —respondió éste,
quitándose las gruesas gafas de pasta—. ¿Por qué
estás tan alterado?
—Este sábado se celebra un partido muy
importante, y algunos de los chicos están
enfermos. Han cogido la gripe, y puede que no
jueguen. ¡Estoy muy nervioso! A lo mejor, el
profe me pone de delantero…
El adulto enarcó las cejas visiblemente
sorprendido.
—¿Vas a salir a jugar de titular? ¡Es estupendo!
—Ya, pero… —musitó tímidamente Gregor, agachando
la mirada.
—Debes estar tranquilo y confiar más en ti mismo
—dijo el padre, sujetándole por los hombros y
agitándole.
—No sé cómo…
—Si quieres, puedo ayudarte a preparar el
partido.
—¿Lo harías?
—¡Claro! Tendremos que abrigarnos muy bien, pero
podremos jugar en el prado.
Padre e hijo salieron a patear esos días. El
jefe tornero observaba con atención las
evoluciones del muchachito. Era verdaderamente
hábil con la pelota, y muy rápido; remataba
especialmente bien con la cabeza, dirigiendo
cada balón que remataba al lugar justo. Siempre
estaba atento, y con sus movimientos insinuaba
que sabía jugar tanto con balón como sin él.
Pero le veía como distraído. Como incapaz de
superar la presión que le suponía tener que
darlo todo en un par de días, tal vez para nada.
La tarde antes del encuentro, ambos entrenaban
en un parque cercano; ultimaban los preparativos
para el que, desde un punto de vista
estrictamente infantil, podría ser el partido
más importante en la vida del pequeño Gregor.
Practicaban pasándose el balón con la cabeza,
sin dejarlo caer al suelo, cuando, de repente,
oyeron chillar a una de las niñas. Tras ella,
como a coro, otras amiguitas gritaban aterradas.
Se volvieron para contemplar una simpática
escena. Uno de los chicos que andaba por el
jardín había conseguido cazar un ratoncillo de
campo, lo tenía sujeto por su larga y desnuda
cola y corría tras las muchachas, que voceaban
despavoridas, presa del pánico.
Gregor rió.
—¡Qué tontas! ¿Se asustan por un ratoncillo?
El padre se quedó reflexivo, sin dejar de mirar
al chiquillo alborotador, que justo en ese
momento acertó a pasar junto a ellos. El joven
se les acercó sonriente.
—¡Hola, Gregor!
—¡Hola, Robert! ¿Por qué asustas a las niñas con
ese ratón?
—No sé… ¡Es muy divertido! ¿Has visto cuánto
miedo le tienen?
De repente, al padre de Gregor se le ocurrió
algo.
—¡Eh, chicos! ¿Vosotros sabéis por qué la gente
teme a los ratones?
Los niños, asombrados, negaron con la cabeza.
—Pues porque son pequeños y muy rápidos. Son
capaces de meterse casi por cualquier espacio,
por difícil que parezca. Y corren en zigzag… Y
eso asusta a la gente. ¿Sabíais que los
elefantes les tienen pánico?
—¡Es verdad! ¡Me lo dijo mi hermano! —afirmó el
muchacho, riendo—. Y no sólo las chicas se
asustan de los ratones. Cuando en mi casa, mi
madre descubre alguno, mi padre no se atreve a
cazarlo con las manos. Dice que le da asco, pero
yo creo que le da miedo… ¡Aunque yo sí que los
cojo!
—Hasta Juan Sin Miedo, el del cuento, se
aterrorizó cuando su mujer le asustó con un
ratón —apostilló el padre, que hablaba de
memoria, muy inseguro por lo que acababa de
decir, aunque disimulando sus dudas lo mejor
posible—. ¡Anda, suéltalo…!
El muchachuelo obedeció, y luego se marchó
corriendo, despidiéndose de padre e hijo con la
mano.
—¿Has escuchado lo que he dicho, Gregor? Pequeño
y rápido… ¡Como tú! Mañana, cuando ocupes la
banda derecha, debes correr y correr como lo
haría un ratón. Buscando tu hueco, esquivando a
los contrarios… ¡No importa su tamaño! Aunque
parezcan elefantes, debes conseguir que sean
ellos los que se asusten de ti…
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El
niño
escuchaba perplejo los consejos del
padre. |
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El niño escuchaba perplejo los consejos del
padre. Luego, sonrió de oreja a oreja. Puede que
algo hubiera cambiado en el pequeño cerebro del
chaval.
—¡Papá! Te prometo que mañana lo haré muy bien,
y que si meto un gol, te lo dedicaré…
—¡Allí estaré para verlo! —respondió éste
sonriente, a la vez que con su mano revolvía el
ensortijado pelo del crío, cuya frente amplia
iba marcando el imparable destino del jovenzuelo
cuando creciera: ser un calvo prematuro.
Al día siguiente, el equipo de Gregor ganó ese
partido tan importante contra una de las
escuelas más famosas de la comarca por cinco
goles a tres. Él corrió la banda como nunca, y
parecía estar en todas partes. Sus compañeros,
en cosa de minutos, pasaron de desconfiar del
renacuajo que chupaba banquillo a buscarle por
doquier en el campo. Dos de los tantos fueron
suyos, y ambos de cabeza. Su profesor de
gimnasia, un hombre serio y estricto que llevaba
las riendas del grupo, no salía de su asombro, y
saltaba de gozo y alegría.
Pero eso no fue todo.
Ese día, coincidió que un ojeador de un famoso
equipo de la primera división nacional, el Stal
Mielec, se encontraba presenciando el partido.
Asombrado, se aproximó al padre, hablaron,
llegaron a un acuerdo…
Hasta aquí, una ficción literaria que bien pudo
ser realidad. Y ahora, vayamos con los datos
ciertos y comprobables.
A los dieciséis años, Grzegorz Lato se estrenó
como jugador titular de su equipo, el Stal
Mielec, en la primera división de fútbol de su
país, Polonia. Su talento era tan arrollador que
en 1971, con veintiún años, fue seleccionado
para intervenir en su primer partido
internacional con el conjunto nacional.
Participó en las Olimpiadas de Munich en 1972,
donde su conjunto obtuvo la medalla de oro. En
1973, su equipo del alma ganó su primera liga,
siendo él el máximo goleador de la temporada.
La noche del diecisiete de octubre de 1973, un
pase suyo tras correr la banda como una flecha
permitió que su compañero Domarski adelantara a
Polonia en el marcador del estadio de Wembley,
en Inglaterra. Y por más que los ingleses
lograron el empate de penalti unos minutos
después, no fue suficiente y quedaron
eliminados. Polonia había logrado el milagro de
clasificarse en el Campeonato Mundial de
Alemania 74, donde, tras un torneo muy
brillante, quedaría en un meritorio tercer
puesto. Y él, Lato, el calvo de oro, se
consagraría como máximo goleador, con siete
tantos, siendo premiado con la Bota de Oro. Más
tarde, fue medalla de plata en las olimpiadas de
Montreal 76. Participó en dos mundiales más, el
del 78 y el del 82, y en ambos marcó varios
goles. Todavía es el segundo máximo goleador de
la historia de su nación, tras el admirado
Lubanski.
Años más tarde, llegó a senador, y hoy en día es
el presidente de la federación de fútbol de su
nación.
El delantero más temido en e área.
Pequeño y
rápido.
Como un ratón.
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El ayer y el hoy de Grzegorz Bolesław Lato (Malbork, Polonia, 1950): el único delantero polaco que ha logrado una "Bota de Oro" es hoy senador en el sistema parlamentario de su país.
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