i-pi-pi-pi!
—tronó el despertador en la
habitación de Claudia— ¡Pi-pi-pi!
—¡Maldito despertador! —resonó la
voz quebrada de una Claudia ojerosa
y cansada, que apagó con furia el
agudo timbre de aquel miserable
despertador.
Claudia parecía sacada de una
película de terror: aquella tez
pálida, los ojos hinchados, el
rostro demacrado…
Confundida, miró a su derecha
(siempre dormía al lado izquierdo de
la cama, era una costumbre que había
heredado de su abuela). Él no
estaba. Marcos había decidido dar el
paso que ella tantas veces había
deseado. Marcos se había marchado,
la había dejado en paz para siempre
(¿para siempre?, no hay nada para
siempre). Ahora, Claudia podía
sentir cómo una paz infinita se
apoderaba de su ser. Ya no tendría
que dar explicaciones sin sentido,
ni aguantar absurdas conversaciones
que solían tornarse en burdas
discusiones hasta el amanecer.
Ahora, en este preciso instante,
Claudia era «libre».
Pasó aproximadamente una hora sobre
su cama, tarareando canciones y
saboreando aquella soledad, soledad
que le proporcionaba una gran
sensación de placer. Sin más, se
deslizó de las sábanas rosadas
dejando atrás aquella cama, ahora
tan fría, que parecía haber olvidado
aquellas interminables escenas de
pasión; se enfundó su vieja bata
gris y observó los retazos de la
noche anterior en el salón. La
botella de vino había acabado hecha
añicos sobre el suelo, los pedazos
aún permanecían esparcidos frente al
televisor, como si se trataran de un
rompecabezas inacabado. Por un
momento se quedó mirando aquella
escena, inmóvil, pensativa...
Recogió los cristales que yacían en
el suelo como muertos olvidados de
una guerra, y, ciertamente, aquellos
trazos de vidrio habían tomado parte
de una batalla aquella noche.
Se dio una ducha con agua tibia,
salió de la bañera y vio la nota que
Marcos le había dejado junto al
cepillo de dientes. La leyó:
«Me voy, pero te llevo conmigo y
nunca olvides que de uno u otro modo
tú siempre me llevarás contigo.
Un beso, Marcos.»
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Se dio una ducha con agua
tibia, salió de la bañera y
vio la nota que Marcos le
había dejado junto al
cepillo de dientes. La leyó. |
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Claudia rompió furiosa la nota y la
tiró por el retrete, no quería saber
nada de él. Para ella, Marcos ya
pertenecía al pasado. Ahora, el
futuro comenzaba a abrirse camino
ante ella y no iba a permitir que él
formara parte de su nueva vida.
Pasaron minutos, días, semanas,
meses, más meses, algunos años y su
nueva compañera «soledad» parecía
haber echado raíces en el modesto
apartamento de Claudia, y no sólo
allí, sino en su vida. Pero en su
soledad, Claudia era feliz, había
encontrado la libertad dentro de sí
misma, y esa libertad le
proporcionaba una felicidad
absoluta, radiante, tan intensa que
nunca antes la había experimentado.
Las noches en la vida de Claudia
siguieron su curso. Unas, acompañada
por sus pequeños placeres, pasaba
horas enteras acariciando su
guitarra, componiendo canciones tal
como emanaban de su interior, que el
aire se llevaba; otras noches
transcurrían en compañía de
diferentes hombres que le hacían más
llevadera su profunda soledad.
Aquella fría mañana de enero llovía
intensamente. Una nube oscura había
ocultado el cielo y se había hecho
con la ciudad, descargando su furia
en forma de enormes e persistentes
gotas de agua. Claudia, medio
dormida sobre la misma cama de
siempre, sintió su respiración, y el
mundo pareció encogerse por un
instante.
—¿Carlos?
—Dime, amor.
Un hombre corpulento medio desnudo
se levantó del lado derecho de la
cama y besó los carnosos labios de
Claudia. Ella no movió ni un
músculo, sus ojos se entreabrieron
mientras una lágrima corría
solitaria por su mejilla.
Claudia volvió a cerrar sus bellos
ojos verdes y descansó por un
instante. Se quedó dormida casi sin
darse cuenta.
Pasaron pocos minutos, cuando oyó
que la puerta de su apartamento se
cerraba de un portazo. Tímidamente
entreabrió el ojo izquierdo, bajó la
sábana rosada que cubría su cuerpo
desnudo y se vistió con la misma
bata de siempre.
Como cada día, miró el salón y
parecía tranquilo, volvió a mirar…
los cristales rotos cubrían el suelo
desparramados frente al televisor.
Se dirigió al baño; junto al cepillo
de dientes, no había nada.
Claudia, temblando, volvió a ocupar
su lugar (siempre el izquierdo) en
aquella cama de sábanas rosadas y
cerró sus ojos. Los párpados le
pesaban demasiado, se fundió en un
profundo sueño…
— ¡Pi-pi-pi-pi! —aquel sonido
chirriante martilleó los oídos de
Claudia.
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