l documento
de identidad
no es falaz.
En él se
puede aún
leer
claramente,
a pesar del
sepia
creciente de
sus hojas,
Nicéfora
Aquilina
Bedetodo.
Pero ella se
había
encargado
minuciosamente
de que casi
nadie se
enterase.
Decía
llamarse
Nissette,
por sus
abuelos
franceses,
tan
lumínicos
como
ilustrados.
Según su
historia,
según su
histeria. Y
gustaba de
que la
llamaran
Niza. Fino y
delicado,
tan dulce y
recatado.
Como la vida
deseada,
allá de
joven, en
aquellas
horas de
carne
trémula y
Corín
Tellado.
Desde
pequeña fue
educada para
cuidarse de
los males de
este mundo,
de los
vicios y sus
vecinos, de
la lujuria y
su embrujo,
de los
hombres y
los nombres,
de las voces
y los roces,
de la noche
y el
derroche, de
la mirada y
la sonrisa,
del qué
dirán y
pensarían.
Y fue un
enorme
esfuerzo,
una tarea
delicada, un
trabajo
dedicado el
mantenerse
pura y
recta. Es
que a veces
por las
noches,
envuelta en
sus
frazadas, la
carne le
reclamaba
por las
ansias
reprimidas.
Pero su
madre le
había dicho
que la piel
es
traicionera.
Que si es
propia, es
gran pecado;
más aún, si
es ajena.
Y los rezos,
y el
silencio y
los ojos
aprisionados,
rogando una
oscuridad
que
oscurezca
hasta el
llanto. Y
ese manto se
hizo eterno
con el paso
de los días,
y la tersura
fue ave que
presurosa
volando le
adormeció el
almanaque a
cambio de
sus arrugas.
Fue entonces
cuando se
percató de
que merecía
compañía. No
importaba si
él era
bello, dulce
o
considerado.
Su madre le
había
explicado
que los
hombres eran
calcados.
Que se
guiaban por
el deseo y
no pensaban
demasiado.
Por ello,
debía
encontrarse
a alguien
mayor que
ella: a más
años, menos
llama; a
menos llama,
menos fuego;
a menos
fuego, más
calma, y a
más calma,
más
consuelo. En
lo posible
honesto, o,
al menos,
parecerlo.
Eso decía su
madre, y si
lo decía
ella, pues
debía ser
cierto.
También, que
fuere
propietario.
Un inmueble
o un
negocio,
respaldo de
futuros
años. Y
ella, hallar
trabajo; en
lo posible,
a diario,
para estar
más
tranquila y
no deber
soportarlo.
La tempestad
del tiempo
termina
apagando la
posibilidad
efímera de
que una
brasa
subsista y
reavive un
incendio.
Eso decía su
madre... por
ello, debía
ser cierto.
Y así fue
como ella lo
hizo, y se
casó con
Hortensio.
Trabajador y
callado,
conservador
y sumiso,
pero ante
todo:
converso.
Tan dócil y
manejable
como una
mascota
vieja; con
respetable
apellido y
un respaldo
financiero.
Distancia
durante el
día. A la
noche, solo
calma. Sin
velos ni más
desvelos.
Tranquilidad
en la cama.
Pero sus
problemas
eran otros.
Eran sus
nuevos
vecinos.
Siempre
fueron los
vecinos.
Hoy, los de
la casa de
enfrente,
con sus
cuatro
malditos
críos. Todo
el día que
entran y
salen, y su
puerta que
hace ruido.
Que la mayor
es muy aguda
y la menor,
estridente;
que el del
medio es
travieso y
con un
vozarrón
agobiante. Y
de padres
permisivos…
«¡Ay, si los
viera mi
madre!»,
pensaba
desconsolada.
Si hasta por
las noches
percibe unas
extraña
vibraciones,
casi
imperceptibles
salvo para
su agudeza,
colándose
por la
ventana,
¿será que
acaso
respiran con
demasiada
resonancia?
Malditos
nuevos
vecinos,
siempre
vienen a
destrozar la
calma.
¿Y los
escandalosos
de al lado?
Lujuriosos,
pervertidos…
seguramente
promiscuos,
que
jadeantes se
babean. Los
gemidos por
las tardes
se vuelven
insoportables
y por las
noches,
terribles,
pareciera no
se cansan.
¿Acaso es
que los
jóvenes
siempre
gozan... y
no
descansan?
Y, a escasos
cincuenta
metros,
¡Dios me
salve!, un
colegio
mixto,
bulliciosa
Secundaria.
Adolescentes
que adoran
comportarse
como simios.
Mujercitas
convertidas
en hembras
de la
jauría. Los
gritos de
esos
imberbes que
se esparcen
por el aire.
Sus
grotescas
risotadas...
sus corridas
resonantes...
sus burdos
ecos
machacando
las veredas,
produciendo
desniveles
cual riscos
en la
pendiente.
Delincuentes
en potencia,
que los
nervios le
han
crispado.
Viciosos,
maleducados.
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Y, apostada cual vigía, parapetada y encubierta, controla a los invasores desde la trinchera de su cortinado. |
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Y para colmo
de sus
males, han
derribado en
la esquina
el viejo
restaurante
italiano y
construirán
en breve un
moderno
edificio,
que, de
seguro, será
enorme, como
una muralla
china,
obstruyendo
luz y el
aire. Si
hasta casi
puede sentir
el ahogo. El
sofocarse de
pronto. Y
serán
demasiadas
nuevas
voces,
demasiadas
nuevas
risas,
demasiados
nuevos
llantos.
Todo ese
gran gentío
respirando,
conversando,
contaminando,
dentro de
esas cajitas
que llaman
apartamentos.
Infinidad de
ventanas. E
infinitos
pensamientos.
Demasiada
luz de
noche, ¡qué
derroche!,
demasiada
sombra de
día. «¿Serán
justos mis
reproches?».
Y de seguro
que ahora
estacionarán
sus coches,
robándonos
el espacio
que nos
perteneciera
por años a
los
antiguos,
los de este
lado. Se
hurtan
nuestros
derechos,
pisotean
nuestro
pasado. Niza
suele
añorar:
«¡Ay, si mi
madre
viviera!».
No termina
de
comprender
cómo nadie
se da
cuenta. El
porqué no se
procede
contra la
turba
infame. Cómo
pueden
tolerar
tanto
desorden,
tanta
fanfarria.
Tanta
insulsa
algarabía,
tanta
alegría por
nada. No
termina de
entender por
qué parecen
felices. Ser
feliz es
perder
tiempo,
aunque el
tiempo ahora
no valga
nada.
Derrocharlo
es pecado,
sufrirlo es
nuestro
cargo.
Niza siempre
está atenta.
Aun al
llegar el
descanso. Ha
optado por
jubilarse,
no volverá
al trabajo.
Ahora tiene
todo su
tiempo para
estar sola
en la casa.
Para cuidar
de lo suyo.
Para hacer
suyo el
cuidado. Y,
apostada
cual vigía,
parapetada y
encubierta,
controla a
los
invasores
desde la
trinchera de
su
cortinado.
Conoce todos
sus
horarios,
los pasos y
los
descansos,
hasta
distingue
los dejos de
suspiros
extraviados,
el retumbar
de tacones,
el tintinear
de sus
llaves.
Nadie podría
engañarla,
ella perdura
atenta.
Cuidándose
de los
perversos.
Protegiéndose
de los
extraños. De
sus vecinos.
Se repite
una y otra
vez: «Nadie
debe
sorprenderme».
Por ello, el
despuntar
del alba ya
la encuentra
en su
ventana,
controlando
movimientos,
a los niños
o a los
extraños. De
ella nadie
escapa.
Acaso sin
comprender
que se ha
abarrotado
de gula y de
avaricia, de
lujuria y
pecado, de
codicia y
desidia, de
maldad y de
tristeza, de
pensamientos
extraños, de
odio a los
humanos. Y
que el peor
de sus
defectos,
que por años
ha
acrecentado,
es que ha
olvidado que
vida hay una
sola, que
soñar es
algo
preciado.
Que la vida
es mucho más
simple y
bella siendo
cauto, y no,
un mal
pensado.
Que, al
buscar
dobles
sentidos, su
soledad se
ha
duplicado.
Mientras
tanto, su
esposo
pasea, pasea
y pasea al
perro, desde
hace mucho,
mucho, mucho
tiempo. Si
hasta ha
comenzado a
pensar que
se ha
convertido
en un
anciano muy,
muy pero muy
extraño.
*Narración
galardonada
con el
Primer
Premio en el
II Concurso
Internacional
de Cuento y
Poesía
Rosario
2006,
organizado
por el Ciclo
Narradores y
Poetas de
Rosario, el
8 de abril
de 2007, en
la ciudad de
Rosario,
provincia de
Santa Fe,
República
Argentina.
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