on demasiados
días los que llevo asentándome en el
bar de Pepe. Inmóvil y mudo, como si
formase parte del mobiliario
veraniego, espero arrellanado en una
de las banquetas de la barra hasta
que tu figura se deja caer sobre mi
vida. Inclino levemente la cabeza
hacia la derecha para que la sombra
que proyecta la cortinilla, que
huele a campo y me hace evocar,
oculte los gestos que dejan entrever
mi desazón. Y así, el tiempo va
pasando junto al ruido que hacen las
fichas del dominó, acompañado de la
seña que Julián le hace al chico de
Contreras indicándole los pitos en
su haber. La mirada de Pepe picotea
todos y cada uno de los chatos de
vino que permanecen sobre las mesas
del local, resbalando de soslayo
sobre mí:
«Pepe, ¡uno
más! Y ponme un taquito de jamón, de
recebo», le digo mirando su siempre
impoluto delantal. «Primo, antes
deberías terminar los dos que tienes
sobre la barra, ¡harán cría!»,
contesta sin mirarme, acariciando el
grifo de cerveza con parsimonia.
Contemplo absorto la salida del
líquido frío que, más que caer, se
deja recoger dentro del vidrio.
Observó como el vaso se llena y
pienso que debería haber pedido una
caña, hace demasiado calor. La
taberna se va llenando mientras mis
ojos buscan entre los adoquines
desiguales de la plaza tus finos
tacones, tu inimitable manera de
caminar.
Sé, mejor
dicho, voy tomando conciencia de que
Anselmo, el médico de cabecera,
tiene sobrada razón. Lo mío no puede
ser amor, lo mío es una enfermedad.
Anselmo es el único que, amparado
por la lechosa blancura de su bata y
el recetario del que depende mi
estado de ansiedad, se atreve a
reprocharme mi obsesión:
«Tienes la
obligación de olvidar», me dice en
tono exigente.
Olvidar, un
verbo que he olvidado.
Las horas
pasan tardas y los minutos se
prenden de las manillas del reloj,
parece que se negaran a dejar de
existir. Por unos instantes, desvío
la mirada de la calle y me detengo
en las sombras que dibujan las manos
de Pepe con su gesticular de bailaor.
En las siluetas de sus dedos luengos
se instala la remembranza de los
tuyos, e imagino tus uñas grana
rozando el encalado de la pared.
Saboreo la entelequia como un
anacoreta, extraviando
conscientemente la razón.
«La tuya me
ha dicho que este invierno dejará de
bailar. En el tablao se comenta que
se casa», me susurra al oído
Juliana, la de la tahona, mientras
deja el cesto con el pedido del pan
sobre la barra. No contesto, soy
incapaz de reconocer que en su
información me va la vida y que en
ese momento se me ha ido.
Desde que me
dejaste, Juliana, mañana tras mañana
me susurra tus andanzas, dejando que
caigan sobre mis oídos, al tiempo
que las hogazas recién hechas lo
hacen sobre la barra del bar. Sé que
este invierno, cuando el olor del
pan horneado recorra las calles
empedradas, frías y resbaladizas,
sentiré más añoranza que nunca,
hambre de información.
Al mediodía,
la guitarra de Manuel se deja oír.
El fandango me trae una bocanada de
recuerdos que me ahogan, mientras el
humo que ensombrece la taberna
dibuja filigranas a mi alrededor.
Los ojos de Pareja se clavan en los
míos. La suya es una mirada de
contrabando, profunda y peligrosa
como un acantilado, primitiva como
el querer.
«Es mucha
hembra...», dice.
Su voz ronca,
de fonemas entrecortados por la tos
seca y discontinua que le aqueja
desde chico, se cuela en el
laberinto de mis oídos arañándome
por dentro, escarbando en todos los
recovecos donde se ha ido asentando
esta sinrazón. Le miro, quieto,
apenas si parpadeo. Cabizbajo,
pensativo deslizo la yema de mis
dedos sobre el cristal del vaso y no
contesto, ya conoces mi parquedad.
Arrebujo el
presente que me asfixia entre las
servilletas que, mediodía tras
mediodía, cubren como si fuesen
espuma de olas la orilla de la barra
del bar. Busco un escondrijo nuevo
donde ocultar el daño que me hace tu
indiferencia. Pero mis pensamientos,
siempre anárquicos, me traicionan y,
entre ese blanco salpicado de
lamparones, creo ver escrito tu
nombre; hasta imagino la huella de
tu carmín. Ensimismado, perdido en
el delirio que me produce
recordarte, me agacho y cojo una de
ellas. La aprieto entre mis manos
pensando que tal vez así, estrujando
con fuerza el papel, que, como si
fuese un gurullo, huele a harina y
aceite, consiga liberar mi ansiedad,
dejar de echarte en falta, pero no
lo consigo y, enloquecido, vuelvo a
buscar en la plaza tus ojos negros
de hembra calé, el vaivén despiadado
de tu cintura, el balanceo de tus
zarcillos, el color canela de tu
piel.
La tarde va
cayendo, las sombras de los naranjos
cubren los adoquines abrasados por
el sol del mediodía, simulan
derretirse, se alargan lánguidas
como el maullido de una gata en
celo. El horizonte se achica, el
claroscuro se instala en las
fachadas, sobre los tejados, en los
rellanos de las escaleras, en los
respaldos de las sillas de anea y
el aire comienza a oler a jazmín.
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La tarima del escenario consiente, se deja
estar bajo tus pies.
Vestido de sombras, me
instalo lejos, en aquel
reducto de oscuridad
donde te sentí mi
hembra... |
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Al anochecer,
encamino mis pasos en dirección al
tablao, siguiendo el rastro de aquel
arpegio gitano que llevó, por
primera vez, tus lágrimas negras
hasta el alfeizar de mi ventana, que
se columpió sobre el rojo sangre de
los geranios en flor, el mismo que,
noche tras noche, se desliza por el
enrejado andaluz del patio. A lo
lejos se escucha la voz áspera de
Manuel, su cante jondo se escapa más
allá del local, se escabulle
sigiloso y, como un zorro astuto, se
pierde fuera del tablao. Olisquea
las esquinas oscuras, merodea por
las calles de empinadas cuestas,
susurra de puerta en puerta; sé que
me busca.
Temeroso, me
refugio en casa de Paca, en el verde
menta de sus ojos, en el frescor
anochecido de su jardín, en el
silencio que preña su garganta desde
chica. Le acaricio el entrecejo con
mi pulgar, consciente de que
interpretará el gesto como la seña
inequívoca de mi desdichado sentir.
Sabedora, me toma las manos y las
desliza por su rostro con una
delicadeza tan sutil que el roce se
me antoja inmaterial. Me suelta
gesticulando vehemente. Enojada,
mira la silla donde reposa la
montera, el traje de faena, el
capote, la espada y se introduce en
la casa, dejándome a solas con la
luna llena, que parece darle la
razón al alumbrar sinuosa la silla
en donde dormita todo lo que depuse
por tu querer.
La tarima del
escenario consiente, se deja estar
bajo tus pies. Vestido de sombras,
me instalo lejos, en aquel reducto
de oscuridad donde te sentí mi
hembra, y espero tu mirada como el
minero aguarda el ascensor que le
saque de la oscuridad de la mina,
buscándote como el tuareg busca en
la noche el sito más apropiado para
descansar. Inclinas la cabeza y tu
cuerpo se perfila, se riza llenando
el escenario de ondas fucsia, de
lunares amarillos. Como si el
vestido de flamenca fuese un capote
que emula una chicuelina, tu baile
me evoca la suerte de espadas, el
mal fario de mi querer.
Levantas la
cabeza y fijas tu mirada en una de
las mesas. El carmín enrojecido de
tus labios parece licuarse, resbalar
por tu cuerpo, caer al suelo y
deslizarse candente como la lava
hasta él, cubriendo de deseo carnal
su piel aceitunada. Tus brazos
moldean el aire, se alargan y
retuercen como raíces de olivo,
esculpiendo mil formas imposibles
que se sugieren apareadas por el
antojo, por la necesidad que tienes
de estar con él, como antes
estuviste conmigo, como ahora sé que
no volverás a estar.
Pareja
levanta los párpados y deja sus
sagaces pupilas al descubierto, me
mira esquivo para que no vea lo
verticales, lo pendencieros que son
sus pensamientos. Yo también le
rehuyo, prefiero no saber. Él lo
intuye y agacha la cabeza, su
barbilla roza con destreza la
guitarra andaluza. Te mira haciendo
una seña de complicidad y, sin más,
comienza a tañer las cuerdas de su
guitarra con fuerza, aquejado por el
dolor que a mí me atañe y que él
siente como lo sentiría un
compadre, mi compadre.
Los acordes
se emparientan con el movimiento de
tus caderas y en tus ojos de noche
cerrada se adivina que te viertes,
que toda tú te derramas en el baile,
en esa danza que tiene como único
destino el pecho desnudo del que
ahora es tu calé. Y yo, sin dejar de
mirarte, sin poder dejar de hacerlo,
comprendo mi desatino, mi vagar
absurdo, lo estéril de mi esperanza
y que, aunque no quiera, siempre
estaré enamorado de ti.
Así, con este
deambular absurdo, voy llenando mis
horas de chistes sin gracia, de
silencios que me acobardan.
Entrado el
amanecer, esparzo mi soledad por las
calles desiertas, en los enrejados,
sobre el albero que azafrana mis
zapatos. Camino taciturno y
desaliñado, vacío de todo menos de
tu recuerdo. Atormentado, desmigajo
uno a uno tus gestos anochecidos por
estas calles que, desde que me
dejaste, se me antojan más
estrechas; creo que es su angostura
lo que impide que pueda escapar mi
dolor.
Sé que te
marchas mañana y ése es el motivo de
esta insólita carta, de esta
perogrullada. Sé que debo olvidarte,
que entre tú y yo no queda nada. El
problema es que te quiero y que con
el pasar de los días, en vez de
irse, se me aumentaron las ganas.
Sólo quería decirte, antes de que te
marcharas, que siempre estaré aquí,
esperando a que te dejes caer por la
plaza.