N.º 71

MARZO-ABRIL 2011

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CASA, GALLINA, TOMATE*

   

Por Lucrecia Romero Herrera

   

   

   

«Con este relato, quiero agradecer a mis padres el que aún

estén ahí, hasta que ponga a mis hijos “en puerto y clariá”.

A mi madre, que padece la cruel enfermedad

de la “desmemoria”, y a mi padre, que deberá recordarle

cada día que “ese hombre” al que ella mira y que no se separa

de su lado un momento, la ha acompañado siempre.»

LA AUTORA

 

  

  

  

R

ecuerdo a momá Teresa vestida toda de negro. Llevaba luto por su marido, popá Antonio —el padre de mi padre—, que había muerto al caerse de un caballo. Eso me contó. La caída lo dejó en cama durante un año, hasta que murió de un infarto. Mi madre conserva aún una foto de mis abuelos en la habitación que tiene vacía. A la izquierda de la cama, sus padres, momá Remedios y popá Simón. A la derecha, los padres de mi padre, momá Teresa y popá Antonio. Ahora les pregunto y dicen que ya no se acuerdan, que les falla la memoria. Y, sin embargo, mi madre me pregunta siempre cuando voy a  verla: «¿Y los abuelos? ¿Has ido ya a ver a momá Remedios? Yo quiero que se vengan aquí con nosotros, están muy solos…».

Mi madre ha vuelto al ayer, a su casa en el pueblo, a su huerto. Cuando se casaron mis padres, pusieron el cuarto en el pueblo, en casa de mi abuela Remedios, pero se fueron a vivir con mi abuela Teresa al campo, a la Fuente del Duque. Pasaron unos años con las tres hermanas de mi padre, mi abuela, y un hermano soltero —mi tío Antonio—, hasta que pudieron irse a otra casa, a la Fuente Alta, llevando sólo un perro al que llamaban “Minuto” y dos cucharas de palo. Allí se fueron los dos solos. Y bajaron cuando tuvieron dos hijos y habían encargado el tercero. Después, en la Fuente del Duque, llegarían los demás… hasta siete.

Cuando esperaba a la más pequeña, todos se pusieron de acuerdo para decir que no la quería. A mí me preguntaban: «¿Tú vas a querer al niño chico?». Y yo respondía que sí. Por eso, a mí tampoco me querían. Mi hermana mayor decía que estaba ya harta de lavar trapos en el pilar, que no quería más niños. Se ve que mis padres sí los querían. Mi madre iba al pueblo todos los años por la feria o por la Semana Santa; iba a parir. Mi padre se quedaba en el campo asistiendo a la cabra, que paría también todos los años. Me acuerdo de mi madre entrando por la calle El Calvario, liada en un mantón negro, de luto por sus padres, que ya habían muerto. Iba parándose con la gente, y tardaba toda la mañana en bajar hasta la calle Olvera, donde vivíamos.

Todo el mundo decía: «Ya viene Anita otro año a parir». Y se asomaban a verla. Mi madre siempre tuvo a sus hijos en casa. Le asistía la matrona del pueblo —doña Frasquita—. Aunque, cuando nací yo, no hizo falta, mientras vino y no, sabiendo que mi madre tardaba, Frasquita tardó. Y yo vine al mundo sola.  Mi madre dice que era tan chica que cabía en una caja de zapatos. Y mi abuela Remedios le decía que era muy chiquitita, pero muy bonita. A todos nos tuvo en la cama, menos a mi hermana chica, que la tuvo encima de la mesa. Mi abuela Teresa era cariñosa, pero yo la conocía poco. Una vez, me llevaron a su casa del pueblo para que me quedara con ella unos días. Llevaba yo una boigas en los dedos de las manos, y mi abuela me puso unas hojas de sanalotó. Aquella noche desperté con una mancha de sangre en la sábana: se me había reventado el dedo.

No me atrevía a preguntarle por mi abuelo. Sólo me decía que había sido un hombre bueno y que murió por culpa de un caballo. Sin embargo, mi madre me refería otras historias —o leyendas— que se contaban aún en el pueblo. Algunas veces le pedía que me contara lo que le ocurrió a  “Manolo”, el porquero que tenía mi abuelo. Aunque me daba miedo esta historia, me gustaba cómo la contaba: «...Estaba una tarde Manolo guardando los cochinos y, cuando quiso darse cuenta, había unos cuantos enredados en unos  matorrales. Se acercó, vio unos zapatos roídos, y un pantalón… En ese momento, pasó un vecino subido en un mulo y le dijo, “hombre, quita esos cochinos de ahí, ¿no ves que se están comiendo a un hombre…? Ya sólo quedan los zapatos».

Eran tiempos difíciles. Fueron entonces tiempos difíciles los de sus padres. Los míos habían sobrevivido a una posguerra dura y donde la ley del silencio imperaba en el seno familiar: nadie hablaba de lo que pasó en la guerra civil. Nadie supo de sus labios a qué bando habían pertenecido sus padres. Todo el mundo callaba: había que seguir viviendo. La represión fue tal que no querían verse más aislados, no querían que se supiera dónde habían pasado la guerra sus familiares, por miedo a que los delatasen y ya, para el resto de su vida, quedar señalados en el pueblo, que jamás se olvidó donde estuvo cada uno.

Mis abuelos habían pasado tiempos dramáticos cuando la guerra. Aunque no les faltó nunca la comida, pues tenían tierras, vivieron siempre con miedo. Miedo a que llegaran los rojos y se llevaran los sacos de trigo que tenían escondidos. Miedo a que sus tres hijos fueran al frente (cuenta mi madre que a mi tío Pepe lo hirieron en una pierna y que pudo salvarse gracias a un francés que le dio su sangre); miedo a que llegaran los nacionales y se llevaran el cochino, miedo a encontrarse entre los vencidos. Miedo a ser lo que eran o lo que fueron… miedo, miedo, miedo…

Pero nunca supimos si ellos habían perdido la guerra o la habían ganado. De eso no se habló nunca en la mesa. Porque en el pueblo se sabía que había gente que, durante la contienda, y después también, delató. Fuera verdad o no. Por eso, algunas familias no se llevaban bien, no se hablaban. Había una familia —los “Caganíos”— que no se hablaba con mis abuelos. Y es que, según decía la gente, fue un tío-abuelo de ellos el que acabó con la vida de la hermana de mi abuela Teresa. Ocurrió en el mes de noviembre de 1916**. Esa es una historia que, cada vez que le pregunto a alguien, me la cuentan de una manera.

   
     

  

A la media hora, en el paseo de la calle Muñoz, sonó un disparo. Después, se oyeron gritos. Tras ellos un barullo de gente alrededor de María, que había caído al suelo.

   

Fue poco antes de que estallara la ‘Guerra’. Era chica mi abuela, y su hermana mayor, una mocita de buen ver que paseaba por las tardes, calle arriba, calle abajo, cogida del brazo de su amiga, y a la que no le faltaban pretendientes. Tenían un hermano que cuidaba de ellas y de que ningún mozo se les arrimase o las mirase con malos ojos. Ni con buenos, tampoco. ¡Había que guardar el honor de la familia, y quién mejor que el hermano mayor para hacerlo! Como la familia de mi abuela era de renombre, no todos los  muchachos aspiraban a pretenderla. Sin embargo, este muchacho ——hijo de un “caganíos”—— creyó que con las tierras de su padre era suficiente para poderle hablar. Pues bien, en el paseo, ella lo miraba y parecía que no le hacía feo. Comenzó por arrimarse y a echarle después piropos. Y, por último, se atrevió a ofrecerle algún que otro regalo. Ella, parece ser, aceptaba los regalos, aunque nunca le dijo ni que sí ni que no a sus pretensiones. Así fueron pasando los días y los meses, y cuando el mocito fue cansándose un poco de este ir y venir, de este llegar al final de la calle Muñoz y dar la vuelta, para volver a mirarla, de decirle algo, de enviarle recados con su amiga y darle regalos en mano… quiso pasar a la acción… ¡y vaya si pasó!

Fue una tarde del mes de noviembre.  La gente iba arreglada de  domingo, con su mejor traje, engalanadas con sus mejores vestidos. El paseo acababa de empezar. Manuel, que así se llamaba el susodicho tenía pensado declarase a la segunda vuelta. Se paseaba por la calle Muñoz, después se daba la vuelta por la calle Real. La primera la daría con su amigo Miguel. Después, acordaron que éste se alejaría y que lo dejaría solo. La amiga de María —la pretendida— haría otro tanto, pensó. Echó a andar por la calle Muñoz, dio unos pasos, y cuál no fue su sorpresa cuando en  mitad de la calle la vio venir pero no con su amiga de siempre —Pepa—, sino que venía acompañada y charlando animosamente con un hombre. El mozo que iba a su lado era el hijo de don Rafael, el boticario. Viéndola venir de esta manera, Manuel no se pudo contener, los celos se lo comían por dentro. Sin embargo, apretó los puños, agachó la cabeza  y se dio la vuelta… A la media hora, en el paseo de la calle Muñoz, sonó un disparo. Después, se oyeron gritos. Tras ellos un barullo de gente alrededor de María, que había caído al suelo: ¡Estaba muerta! La socorrieron “los de Reguera”, una familia muy conocida en Pruna. Manuel se quedó un rato de pie, y, cuando la gente fue hacia él, echó a correr. En la calle “Cantarranas”, se encontró con un primo de María, quien le preguntó que qué le pasaba y él contestó «que acababa de tener un disgustillo con uno». No terminó de subir la calle cuando los alguaciles le dieron alcance. Se lo llevaron al cuartelillo, donde fue detenido. Nunca más apareció por el paseo. Nunca más pisó la calle Real.

Cuenta mi padre que su tío abuelo —el hermano de su madre—, cuando se enteró de lo que le había pasado a su hermana, de la rabia y el dolor “se hizo polvo” el traje. Se “hizo trizas” el traje de domingo. Dice mi padre que —Manuel— jamás volvió a salir de la cárcel. Que su abuelo era “pudiente” y que se encargó de mover cielo y tierra para que así fuese. «El dinero de la herencia de mi hija María servirá para enterrarte», le había dicho cuando lo vio en el cuartelillo. Y así fue. Manuel murió en la cárcel. Eso dicen. Sin embargo, los rumores fueron otros. Contaban que Manuel volvió al pueblo alguna vez, y contaban también las malas lenguas que le habían visto en el cementerio, cerca de donde estaba enterrada la que fue su novia o, mejor dicho, a la que pretendió. ¡Cuentan tantas cosas las malas lenguas…!

Dicen esas malas lenguas que mi abuela, ya mayor, fue un día a una misa, a las que iba cada vez que se recordaba algún muerto, lo conociera o no, porque era una persona muy beata y estaba todos los días en misa. Ese día, mi abuela, que había oído doblar las campanas, no quiso perder la ocasión y se fue para la iglesia como hacía siempre. Allí se puso a rezar, de rodillas, hasta que una mano piadosa le tocó el hombro y le dijo:

—Teresa, ¿qué hace usted aquí?

—Cumplir.

—Pero ¿usted no sabe de quién es la misa?

—¿De quién? —preguntó—. ¿Quién es el muerto?

—De un “Caganíos”, del que mató a su hermana antes del “Movimiento”.

Mi abuela se recogió el velo y salió de la iglesia. Y dicen también las malas lenguas que nunca volvió a ir más a una misa de difuntos.

     

     

Notas                    

*Este relato ha logrado alcanzar la final en el «I Premio de Relatos “Biblioteca Infanta Elena”, de Sevilla».

**Otra versión del suceso se narra con el título El crimen de Pruna en la sección ‘Mitos y Leyendas’ de nuestra revista por José Antonio Molero.

   

   

 

    

Lucrecia Romero Herrera, Pruna, Sevilla). Maestra en Educación Primaria. Escribe en diversos periódicos y revistas, como La Voz de Alcalá, La Higuerita y Belianís, entre otras, y ha colaborado ya en varias antologías poéticas colectivas: Plunier de versos 2006 (Ed. Nuño), Poéticos Maullidos (Ed. Los Libros de Umsaloua) y Versos para Derribar Muros (Ed. Los Libros de Umsaloua).

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año X. II Época. Número 71. Marzo-Abril 2011. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2011 Lucrecia Romero Herrera. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a sus creadores. Edición en CD: Director: Antonio García Velasco. Diseño Gráfico y Maquetación: Antonio M. Flores Niebla. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2011 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

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