«Con este relato, quiero agradecer a
mis padres el que aún
estén ahí, hasta que ponga a mis
hijos “en puerto y clariá”.
A mi madre, que padece la cruel
enfermedad
de la “desmemoria”, y a mi padre,
que deberá recordarle
cada día que “ese hombre” al que
ella mira y que no se separa
de su lado un momento, la ha
acompañado siempre.»
LA AUTORA
ecuerdo a momá Teresa vestida
toda de negro. Llevaba luto por su
marido, popá Antonio —el
padre de mi padre—, que había muerto
al caerse de un caballo. Eso me
contó. La caída lo dejó en cama
durante un año, hasta que murió de
un infarto. Mi madre conserva aún
una foto de mis abuelos en la
habitación que tiene vacía. A la
izquierda de la cama, sus padres,
momá Remedios y popá
Simón. A la derecha, los padres de
mi padre, momá Teresa y
popá Antonio. Ahora les pregunto
y dicen que ya no se acuerdan, que
les falla la memoria. Y, sin
embargo, mi madre me pregunta
siempre cuando voy a verla: «¿Y los
abuelos? ¿Has ido ya a ver a momá
Remedios? Yo quiero que se vengan
aquí con nosotros, están muy
solos…».
Mi madre ha vuelto al ayer, a su
casa en el pueblo, a su huerto.
Cuando se casaron mis padres,
pusieron el cuarto en el
pueblo, en casa de mi abuela
Remedios, pero se fueron a vivir con
mi abuela Teresa al campo, a la
Fuente del Duque. Pasaron unos años
con las tres hermanas de mi padre,
mi abuela, y un hermano soltero —mi
tío Antonio—, hasta que pudieron
irse a otra casa, a la Fuente Alta,
llevando sólo un perro al que
llamaban “Minuto” y dos cucharas de
palo. Allí se fueron los dos solos.
Y bajaron cuando tuvieron dos hijos
y habían encargado el tercero.
Después, en la Fuente del Duque,
llegarían los demás… hasta siete.
Cuando esperaba a la más pequeña,
todos se pusieron de acuerdo para
decir que no la quería. A mí me
preguntaban: «¿Tú vas a querer al
niño chico?». Y yo respondía que sí.
Por eso, a mí tampoco me querían. Mi
hermana mayor decía que estaba ya
harta de lavar trapos en el pilar,
que no quería más niños. Se ve que
mis padres sí los querían. Mi madre
iba al pueblo todos los años por la
feria o por la Semana Santa; iba a
parir. Mi padre se quedaba en el
campo asistiendo a la cabra, que
paría también todos los años. Me
acuerdo de mi madre entrando por la
calle El Calvario, liada en un
mantón negro, de luto por sus
padres, que ya habían muerto. Iba
parándose con la gente, y tardaba
toda la mañana en bajar hasta la
calle Olvera, donde vivíamos.
Todo el mundo decía: «Ya viene Anita
otro año a parir». Y se asomaban a
verla. Mi madre siempre tuvo a sus
hijos en casa. Le asistía la matrona
del pueblo —doña Frasquita—. Aunque,
cuando nací yo, no hizo falta,
mientras vino y no, sabiendo que mi
madre tardaba, Frasquita tardó. Y yo
vine al mundo sola. Mi madre dice
que era tan chica que cabía en una
caja de zapatos. Y mi abuela
Remedios le decía que era muy
chiquitita, pero muy bonita. A todos
nos tuvo en la cama, menos a mi
hermana chica, que la tuvo encima de
la mesa. Mi abuela Teresa era
cariñosa, pero yo la conocía poco.
Una vez, me llevaron a su casa del
pueblo para que me quedara con ella
unos días. Llevaba yo una boigas en
los dedos de las manos, y mi abuela
me puso unas hojas de sanalotó.
Aquella noche desperté con una
mancha de sangre en la sábana: se me
había reventado el dedo.
No me atrevía a preguntarle por mi
abuelo. Sólo me decía que había sido
un hombre bueno y que murió por
culpa de un caballo. Sin embargo, mi
madre me refería otras historias —o
leyendas— que se contaban aún en el
pueblo. Algunas veces le pedía que
me contara lo que le ocurrió a
“Manolo”, el porquero que tenía mi
abuelo. Aunque me daba miedo esta
historia, me gustaba cómo la
contaba: «...Estaba una tarde Manolo
guardando los cochinos y,
cuando quiso darse cuenta, había
unos cuantos enredados en unos
matorrales. Se acercó, vio unos
zapatos roídos, y un pantalón… En
ese momento, pasó un vecino subido
en un mulo y le dijo, “hombre, quita
esos cochinos de ahí, ¿no ves que se
están comiendo a un hombre…? Ya sólo
quedan los zapatos».
Eran tiempos difíciles. Fueron
entonces tiempos difíciles los de
sus padres. Los míos habían
sobrevivido a una posguerra dura y
donde la ley del silencio imperaba
en el seno familiar: nadie hablaba
de lo que pasó en la guerra civil.
Nadie supo de sus labios a qué bando
habían pertenecido sus padres. Todo
el mundo callaba: había que seguir
viviendo. La represión fue tal que
no querían verse más aislados, no
querían que se supiera dónde habían
pasado la guerra sus familiares, por
miedo a que los delatasen y ya, para
el resto de su vida, quedar
señalados en el pueblo, que jamás se
olvidó donde estuvo cada uno.
Mis abuelos habían pasado tiempos
dramáticos cuando la guerra. Aunque
no les faltó nunca la comida, pues
tenían tierras, vivieron siempre con
miedo. Miedo a que llegaran los
rojos y se llevaran los sacos de
trigo que tenían escondidos. Miedo a
que sus tres hijos fueran al frente
(cuenta mi madre que a mi tío Pepe
lo hirieron en una pierna y que pudo
salvarse gracias a un francés que le
dio su sangre); miedo a que llegaran
los nacionales y se llevaran el
cochino, miedo a encontrarse entre
los vencidos. Miedo a ser lo que
eran o lo que fueron… miedo, miedo,
miedo…
Pero nunca supimos si ellos habían
perdido la guerra o la habían
ganado. De eso no se habló nunca en
la mesa. Porque en el pueblo se
sabía que había gente que, durante
la contienda, y después también,
delató. Fuera verdad o no. Por eso,
algunas familias no se llevaban
bien, no se hablaban. Había una
familia —los “Caganíos”— que no se
hablaba con mis abuelos. Y es que,
según decía la gente, fue un
tío-abuelo de ellos el que acabó con
la vida de la hermana de mi abuela
Teresa. Ocurrió en el mes de
noviembre de 1916**. Esa es una
historia que, cada vez que le
pregunto a alguien, me la cuentan de
una manera.
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A la media hora, en el paseo de la calle Muñoz,
sonó un disparo. Después, se
oyeron gritos. Tras ellos un
barullo de gente alrededor
de María, que había caído al
suelo. |
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Fue poco antes de que estallara la
‘Guerra’. Era chica mi abuela, y su
hermana mayor, una mocita de buen
ver que paseaba por las tardes,
calle arriba, calle abajo, cogida
del brazo de su amiga, y a la que no
le faltaban pretendientes. Tenían un
hermano que cuidaba de ellas y de
que ningún mozo se les arrimase o
las mirase con malos ojos. Ni con
buenos, tampoco. ¡Había que guardar
el honor de la familia, y quién
mejor que el hermano mayor para
hacerlo! Como la familia de mi
abuela era de renombre, no todos
los muchachos aspiraban a
pretenderla. Sin embargo, este
muchacho ——hijo
de un “caganíos”——
creyó que con las tierras de su
padre era suficiente para poderle
hablar. Pues bien, en el paseo, ella
lo miraba y parecía que no le hacía
feo. Comenzó por arrimarse y a
echarle después piropos. Y, por
último, se atrevió a ofrecerle algún
que otro regalo. Ella, parece ser,
aceptaba los regalos, aunque nunca
le dijo ni que sí ni que no a sus
pretensiones. Así fueron pasando los
días y los meses, y cuando el mocito
fue cansándose un poco de este ir y
venir, de este llegar al final de la
calle Muñoz y dar la vuelta, para
volver a mirarla, de decirle algo,
de enviarle recados con su amiga y
darle regalos en mano… quiso pasar a
la acción… ¡y vaya si pasó!
Fue una tarde del mes de noviembre.
La gente iba arreglada de domingo,
con su mejor traje, engalanadas con
sus mejores vestidos. El paseo
acababa de empezar. Manuel, que así
se llamaba el susodicho tenía
pensado declarase a la segunda
vuelta. Se paseaba por la calle
Muñoz, después se daba la vuelta por
la calle Real. La primera la daría
con su amigo Miguel. Después,
acordaron que éste se alejaría y que
lo dejaría solo. La amiga de María
—la pretendida— haría otro tanto,
pensó. Echó a andar por la calle
Muñoz, dio unos pasos, y cuál no fue
su sorpresa cuando en mitad de la
calle la vio venir pero no con su
amiga de siempre —Pepa—, sino que
venía acompañada y charlando
animosamente con un hombre. El mozo
que iba a su lado era el hijo de don
Rafael, el boticario. Viéndola venir
de esta manera, Manuel no se pudo
contener, los celos se lo comían por
dentro. Sin embargo, apretó los
puños, agachó la cabeza y se dio la
vuelta… A la media hora, en el paseo
de la calle Muñoz, sonó un disparo.
Después, se oyeron gritos. Tras
ellos un barullo de gente alrededor
de María, que había caído al suelo:
¡Estaba muerta! La socorrieron “los
de Reguera”, una familia muy
conocida en Pruna. Manuel se quedó
un rato de pie, y, cuando la gente
fue hacia él, echó a correr. En la
calle “Cantarranas”, se encontró con
un primo de María, quien le preguntó
que qué le pasaba y él contestó «que
acababa de tener un disgustillo con
uno». No terminó de subir la calle
cuando los alguaciles le dieron
alcance. Se lo llevaron al
cuartelillo, donde fue detenido.
Nunca más apareció por el paseo.
Nunca más pisó la calle Real.
Cuenta mi padre que su tío abuelo
—el hermano de su madre—, cuando se
enteró de lo que le había pasado a
su hermana, de la rabia y el dolor
“se hizo polvo” el traje. Se “hizo
trizas” el traje de domingo. Dice mi
padre que —Manuel— jamás volvió a
salir de la cárcel. Que su abuelo
era “pudiente” y que se encargó de
mover cielo y tierra para que así
fuese. «El dinero de la herencia de
mi hija María servirá para
enterrarte», le había dicho cuando
lo vio en el cuartelillo. Y así fue.
Manuel murió en la cárcel. Eso
dicen. Sin embargo, los rumores
fueron otros. Contaban que Manuel
volvió al pueblo alguna vez, y
contaban también las malas lenguas
que le habían visto en el
cementerio, cerca de donde estaba
enterrada la que fue su novia o,
mejor dicho, a la que pretendió.
¡Cuentan tantas cosas las malas
lenguas…!
Dicen esas malas lenguas que mi
abuela, ya mayor, fue un día a una
misa, a las que iba cada vez que se
recordaba algún muerto, lo conociera
o no, porque era una persona muy
beata y estaba todos los días en
misa. Ese día, mi abuela, que había
oído doblar las campanas, no quiso
perder la ocasión y se fue para la
iglesia como hacía siempre. Allí se
puso a rezar, de rodillas, hasta que
una mano piadosa le tocó el hombro y
le dijo:
—Teresa, ¿qué hace usted aquí?
—Cumplir.
—Pero ¿usted no sabe de quién es la
misa?
—¿De quién? —preguntó—. ¿Quién es el
muerto?
—De un “Caganíos”, del que mató a su
hermana antes del “Movimiento”.
Mi abuela se recogió el velo y salió
de la iglesia. Y dicen también las
malas lenguas que nunca volvió a ir
más a una misa de difuntos.
Notas
*Este relato ha logrado alcanzar la
final en el «I Premio de Relatos
“Biblioteca Infanta Elena”, de
Sevilla».
**Otra versión del suceso se narra
con el título El crimen de Pruna
en la sección ‘Mitos y Leyendas’ de
nuestra revista por José Antonio
Molero.
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