enía yo veintiún años, entré a ver Día de Fiesta de Tati al cine Lorraine y se cortó varias veces la cinta, las copias eran viejas y, en cada corte, un muchacho de una fila de butacas delante de la mía me sonreía. No me pareció normal, me sonreía...
Salí al finalizar el filme y caminé por la calle Corrientes entrando en todas las librerías. Cuando estaba revisando un libro de Vargas Llosa, una voz me preguntó si me gustaba el autor. Era el sonreidor del cine.
—¿Tiene el libro?
Así comenzó mi primera historia de amor: el Lorraine, Tati y la calle Corrientes.
Qué lejano me parece todo, la lejanía que dan treinta seis años de distancia.
Escribí los poemas dos años después. El joven reidor o sonreidor desapareció un día sin dejar rastro después de dos años. Sabía que andaba en luchas libertarias, yo también lo estaba, pero en caminos diferentes. Desapareció un día sin llamarme y entré en una depresión profunda.
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Sabía que andaba en luchas libertarias, yo también lo estaba, pero en caminos diferentes. Desapareció un día sin llamarme y entré en una depresión profunda. |
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Mi médico consideró que una forma de sacarme del caos era hacerme recopilar los poemas que había escrito a mi gran primer amor, darles un nombre y enviarlos a la Casa de las Américas para participar en su concurso de poesía.
Así ocupé mi tiempo libre, retocando los poemas con claras influencias borgianas, guillenianas (de Nicolás) y pavesianas, hasta que consideré que estaban presentables y los pasé a limpio. Cosí sus hojas delicadamente y los entregué al buen doctor, que me aseguró se encargaría de la tarea burocrática, el envío a La Habana.
Guardé una copia, que ha viajado conmigo durante estos años, treinta y tres mudanzas entre Roma, Florencia, Londres y Madrid.
Al terminar el libro, me sentí mejor. No creía que ganase el premio, pero tenía la idea mágica de que, de alguna manera, él llegaría a leer los poemas.
Una tarde, cuando estaba preparándome para participar en un recital de poetas, sonó el teléfono. Era Eduardo. Hacía dos años que no lo veía y uno que había entregado el libro, había leído el anuncio en algún periódico y me contaba que estaría presente en el recital.
Estuvimos juntos toda la noche. No explicó su silencio ni yo hablé del libro, y, por la mañana, nos despedimos como si al día siguiente volviésemos a vernos. Fui enormemente feliz.
Me mudé a la capital, cambié de trabajo y siguió el silencio.
Hablaba y lloraba a mi amiga Lorena, hasta que ésta, harta de mis lágrimas, me dijo que investigaría si alguien, con sus datos, era lector de la biblioteca universitaria donde trabajaba.
Una mañana, qué sábado más lluvioso, me dio una dirección y un teléfono. Vivía a diez calles de la mía. Me vestí apresuradamente, entre los gritos de mi hermana, que decía que estaba loca por meterme en esta aventura, y fui al edificio. Toqué el timbre y, aprovechando que alguien salía, me introduje corriendo. Subí hasta la tercera planta y volví a tocar el timbre. Una voz femenina y una masculina a coro preguntaron quién era.
Me acerqué a un teléfono público y desde allí lo llamé. No sé qué le dije, pero tomó nota de mi dirección y prometió ir a verme esa tarde.
Me explicó que su vida era muy dura porque estaba metido en la lucha política y no quería tomar ningún tipo de compromiso, que me quería mucho, pero... que había pensado en algún momento en casarse conmigo, pero...
Lo escuchaba, lo miraba y asentía llorando. No le conté lo del libro. No le dije cuánto lo quería.
Se fue.
Tenía veinticinco años y había tenido un novio durante dos años y había llorado tres.
No lo olvidé, seguí amándolo, sabiendo que, a pocas calles de la mía, seguiría viviendo, pero no me atreví a volver a esa casa.
Le cuento que volví a verlo otra vez, una tarde, caminando por la calle Corrientes. Se detuvo, me besó y me invitó a tomar un café y volvió a repetirme lo mucho que me había amado, pero la lucha era la lucha y no quería poner en peligro mi seguridad.
Pasó el tiempo y, debido a un despido del trabajo, el ambiente terrible premilitar que me rodeaba y la necesidad de buscar otros aires, me vine a Europa.
En 1977, en Madrid, hablando una noche con un amigo argentino de las desventuras del amor, le conté mi historia y, después de hacerme varias preguntas sobre él, me dijo lentamente:
—Lo conocí, me han dicho que lo mataron en Córdoba, pero no hay rastros; su mujer ha buscado por todas partes, no sabe qué decirle a sus hijos.
Hoy es dos de diciembre. He buscado el ejemplar de La ciudad y los perros que me regaló y no lo encuentro, y como siempre, en el día de su cumpleaños, leo unas líneas.
—¿Me puede decir si lo tiene? ¿Señor, me atiende, por favor? |