o tendré nunca un retrato de este instante. No
habrá ocurrido para mí en los años prometidos
—tiene veintitrés: aún es joven, tiene toda la
vida por delante, tú no te preocupes—;
desaparecerá mucho antes, dentro de nada, y no
quedará ni humo, no hará ni muesca; la senectud
hurgará con saña, pero sólo se manchará las
manos de polvo, se masturbará frente a otro
recuerdo desangrado. Ni siquiera estoy seguro de
que pase ahora, cuando lo vivo. ¿Será verdad que
llego a verlo, que realmente alcanzo el quicio,
de puntillas sobre las uñas? Apenas oigo la
zambra frenética que debería dolerme en los
oídos, que tendría que tirarme al suelo con sus
temblores, cuya melodía destiñe corcheas en la
presa de mi mano. Al final de la partitura, mi
nombre. Y la fecha de hoy. Me rodea la humedad
de una taberna en Escocia.
Qué serena se ha vuelto la juventud, a qué
apetecible baño invita, deslizándose rastrera
por la tubería que obstruye un colesterol
tolerante. Pero me resisto, a duras penas; con
lo que puedo. La esperanza que yo calzo tiene la
forma de una caravana de cíngaros que al calor
del verano responden con violentos rabeles, y se
pierden con la tarde en una playa cerca de
Gibraltar, pegadita a África, casi África, casi
niebla, donde alucinan sin culpa con un desfile
de guanacos fluorescentes. Se va el sol y los
sigo por la carretera; aún se vislumbran, de
cuando en cuando, allá a lo lejos, ráfagas
ebrias que me buscan lo tierno como puñalitos.
Me da por pedir un deseo. Apago los ojos. Deseo
que crezca en el centro de la moraga ese olivo
de la historia. Dice el abuelo que hay un olivo,
no sé dónde pero no importa, importa que existe,
que puede ser en algún sitio, que alguien lo ha
visto, a lo mejor, o a lo mejor también se lo
contaron, no lo sé, un olivo que echa sus raíces
en la nube más grande del cielo, ahogándola como
una escolopendra de patas de madera, montándola
salvaje, exprimiéndole un rocío viscoso y
nutritivo que cae hacia arriba, hacia las
aceitunas, gordas y redondas como sandías de
esmeralda, tatuado el verde comestible con todas
las letras del alfabeto, del nuestro y de los
otros, de todos, que luego en el molino,
machacaditas, escriben un libro líquido que
fluye en páginas de oro hasta un punto que nadie
ha puesto todavía, y dice también mi abuelo que
con pan y ajo, tomate y un poquito de sal, está
que quita el sentío [sic].
He leído mil veces ese libro, con pan y lo que
no es pan, siempre con ansia, al filo del
vómito, en serio, y nada de nada. Ni una
revelación, ni un adelanto; ni un mísero
tráiler. Se me escapa demasiado rápido y me
pilla, para qué negarlo, con menos ganas que
fuerzas. Que se vaya. Voy a pasear tranquilo por
esta orilla. Aquí estoy en paz, estoy bien, no
tengo problemas, arena y agua, agua y arena,
repetición sencilla, rutina automática, soledad
de jaez transparente, sordo, que me acompaña,
que me lleva subido a la grupa, ¿dormido?, hasta
la puerta de la torre. Tampoco esta torre la
conoceré mañana. Es alta y poderosa, de piedra
negra y junta blanca, o medio gris. Tal vez sea
una chimenea. Conmueve la obstinación con la que
se empeña en seguir en pie, rodeada de tallos
partidos de otras torres, emergiendo insolente
de una hemorragia de ladrillo, como si se
estuviese estirando para pulsar el botón rojo
que enciende todas las guerras. Entonces cruza
de repente ante mis ojos, desenrollando un
cachito del Sáhara, a toda pastilla, una bodega
móvil que se alumbra el camino con la estrella
de Mercedes, derramando lagunas de moscatel
hasta que alcanza la Ciudad de los Borrachos con
un triste esqueleto de vinagre, y todos lloran,
y el muecín llama a la oración, dios es grande,
y en la parte derecha de la cara se me pone
color de sueño. ¿Dónde se ha ido la torre?
Desparece. Como vino, se marcha. Se arrastra mar
adentro como un caracol desahuciado de su
concha, rendido, vendiendo su baba a un
consorcio cosmético a cambio de una lata vacía
de Fanta, sabor limón. Aún huele.
|
|
|
|
|
|
Salgo de ahí. Me tumbo a pasar la vigilia de los
justos a la sombra de una carpa que parchea las
estrellas. Alguien a mi vera chamusca un par de
espetos. Me da por mirar y veo, y sé que luego
ya no lo veré más, un grano de sal que el fuego
lame con lujuria, creyendo que nadie se da
cuenta, que está solo mientras acosa al
diamantito helado, con el rosario escapándosele
de los dedos, balbuciendo pasajes de la Biblia
hasta que el pescado se termina de hacer y una
mano, quemándose, se lo lleva a la boca, lo
muerde y lo deshace en átomos de miedo. Qué
rico. Qué fácil parece, y qué cortés. Hay
genocidios cada día, tan livianos, tan mínimos,
tan elegantes como un tango sin pareja,
chamuyando una casete palabritas de Discépolo,
que parece que no suceden, o que se escurren,
más bien, por alguna reja de la vista y caen en
una cloaca, chof, y se confunden con el resto de
los restos, se pierden sus principios, sus nudos
y sus desenlaces; en la contraportada del
catálogo de esquelas, luego, puedes toparte con
un anuncio de crema facial, Rejuvenil
devuelve la tersura a tu piel [sic], muy
manido, piensas, pero cuando te fijas en los
tres primeros números del teléfono que aparece
al pie, 6, 5, 0, te das cuenta de que es el
precio exacto a que va el kilo de sardinas: seis
cincuenta, que ya está bien. Suerte que yo no
arrugo periódicos ni me dedico a advertir
casualidades. Yo no permito que los significados
ocultos me toquen; los repelo con potentes
insecticidas. Abro un cajón cualquiera y saco un
álbum de fotos. No juzgo. Ojeo un rato, página
tras página, y conforme avanzo voy
descomponiendo el horizonte de su historia en
piezas de Lego, rojas y azules, la junta
negra, o medio gris. Construyo un arco que pisa
Madrid y Buenos Aires, sobre el que el caballo
de Franco, con un clavo a punto de soltarse en
la herradura de plastilina, orina un río bravo y
caliente que la Calle Larios endereza en un
silencio del jueves santo, herida la noche por
el dolor de María Santísima de la Esperanza,
fajín de Estado Mayor, descalza por una alfombra
de romero y cáscaras de pipas, escupiendo
impúdica una lágrima que, recubierta de cera,
hecha una bola, disparan arcabuces legionarios y
rematan en Vietnam, en Afganistán, en Cascorro,
a la estatua del soldado desconocido.
Cierro el álbum y me preparo una hamburguesa. No
sé dónde estoy ahora. Tarda un minuto y medio en
el microondas. Le doy un mordisco. El queso
fundido se me pega a la lengua y al paladar.
Observo el techo; me suena. Mientras espero a
que se enfríe pienso en esas manzanas que vendía
la vieja, moño alto, barnizadas de caramelo en
la plaza de Uncibay. Pienso en ese gusano
atrapado dentro, encerrado en una crisálida de
azúcar, huyendo en laberintos espirales hasta
darse de cabeza contra un muro, sin atravesarlo
nunca, muriéndose de rabia y de aburrimiento.
Pienso en ese gusano que agujerea los intestinos
que llenan el ataúd; no disfrutará nunca del
esponjoso acolchado. Bebo un vaso de agua. Ya no
hay más hamburguesa. La lengua raspa la ternilla
cojonera que se agarra al diente. Escucho. El
rumor de toros en estampida se abre paso por las
diagonales anchas de la dehesa, esquivando rocas
y acebuches, cuesta abajo, espantando a los
cerdos que hozan despistados y a un organillero
vestido de astronauta, United States of
America, que toca a manivela lenta Set
the controls for the heart of the sun, de
Pink Floyd.
Pronto llegarán aquí. Vendrán volando.
Conducirán deportivos italianos descapotables,
apretados de rubias núbiles. Arrancarán la
hierba marrón, casi una pasta, romperán las
copas y soltarán los flejes de las últimas
barricas. Se inundará la Malagueta y con un
ruido sinuoso serán ceniza los júas plantados
durante la madrugada, rellenos de versos de
Verlaine y Cavafis, que ardieron en tirabuzones
castigados de rebujito de absenta, que cocinaron
chorizos parrilleros en el zaguán del Palacio de
Villalón, hoy Museo Carmen Thyssen, aportando
contenido calórico al arte aún demasiado magro,
y desde allí fueron en rigurosa fila india al
vertedero municipal a solazarse con ruinas
estrambóticas, descubriendo reyes insepultos en
el Escorial de los desguaces, echando a la
piscina de los lixiviados tanzas aparejadas con
el garfio de una percha para pescar a Nessie, al
monstruo del Lago Ness, o sólo para fabricar
burbujas, antes de sentir en el pecho desatado
la sutura total de la cornada. Ya me tiene a su
alcance. Ha ignorado la playa y el alarido de
los chirimbolos, las sortijas de los gitanos; me
tiene querencia desde la primera fotografía,
desde el brillo en las cadenas del columpio. Se
acerca. No deja nada tras de sí. No tendré nunca
un retrato de este instante –eso dije–; de la
raya para acá empezará de nuevo: ya está seco el
brochazo que pintó el aquí fue Troya.
Pero se retrasa. Se dilata; se divide en
infinitas pantallas de cine. Previsible. La vida
es como un tenedor cargado de espaguetis: nunca
sabes cuándo se va a acabar.
|