e pie, junto a la ventana, el día se
presentaba gris; oscuros nubarrones
cubrían totalmente el cielo. Había
pasado la noche paseando por la
casa, después de intentar dormir
durante un par de horas sin
conseguirlo. Las gotas de lluvia
se deslizaban presurosas por los
cristales, como si quisieran escapar
de las primeras luces del alba.
El cielo lloraba, y las dulces
lágrimas del inminente amanecer
apenas dejaban entrever las
solitarias calles, mezclando su
tintineo con el de las apresuradas
pisadas de algún transeúnte que se
dirigía a su trabajo diario, pese a
lo intempestivo de la hora.
Llevaba casi una hora allí, apoyada
en el marco de la ventana, con la
mirada fija, intentando vaciar su
mente de los recientes
acontecimientos.
Un ruido a su espalda la sobresaltó
y el miedo la invadió de nuevo. Con
un escalofrío recorriéndole la
espalda, se sentó en el sillón y
abrazó sus rodillas, manteniéndose
aún a oscuras y en el más profundo
silencio.
Con la cara enterrada en los brazos,
se dejó llevar por los recuerdos,
mientras su piel se empapaba con sus
lágrimas, amargas e incontenibles.
… … …
Agotada del doble turno, se había
refugiado en la sala de enfermeras
antes de cambiar su uniforme por la
ropa de calle. Encendió un
cigarrillo y cerró los ojos
expulsando lentamente el humo. Tengo
que dejarlo, pensó. Se lo había
prometido a Miguel una y otra vez,
sin conseguirlo. Ahora fumaba a
escondidas, recurriendo después a
diminutas pastillas de menta con las
que camuflar el olor a tabaco de su
aliento.
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Las gotas de lluvia se
deslizaban presurosas por
los cristales, como si
quisieran escapar de las
pri-meras luces del alba. |
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Trató de relajarse unos minutos. Aún
tenía tiempo para ducharse y
arreglarse antes de que él la
recogiera aquella noche. Hacía días
que tenían una cena pendiente, y los
turnos de uno y otro lo habían
impedido. A menudo sus horarios se
cruzaban y apenas si tenían tiempo
para unos momentos de intimidad.
Pero esa noche gozarían de unas
horas para ellos. Ambos lo esperaban
con ansiedad. Ella había reservado
la mesa de siempre en su restaurante
favorito, un lugar pequeño y
sencillo, pero de excelente cocina,
donde disfrutarían de una exquisita
cena, para continuar con una copa en
«El Callejón del Gato», un garito de
Jazz, decorado tipo años 20, al que
acudían en cuanto tenían ocasión. El
nombre se debía a su situación, un
callejón sin salida, apenas
iluminado por las azules luces de
neón del letrero del local. Allí,
cada noche, viejos conocidos,
amantes de la música, se reunían
para tocar acompañados de algún que
otro reconocido artista.
Después, harían el amor hasta acabar
agotados. Dejaría que la amara como
sólo él sabía hacerlo. Se entregaría
sin reservas, dejándole hacer, para
corresponder después a sus caricias
hasta llevarle al límite. Su piel se
estremecía de excitación con tan
sólo pensar en esa noche.
El sonido del móvil la sacó de su
ensoñación. Miguel quería saber si
todo iba según lo previsto, sin
inconvenientes de última hora.
Después de despedirse de él
enviándole un beso, acudió a echar
un último vistazo a uno de sus
enfermos, un niño de apenas cinco
meses que estaba superando su última
crisis. Su madre se removía en un
sillón, junto a su cuna, intentando
descansar durante unos minutos,
después de varias horas de tensión.
Con esta imagen en su retina, salió
de la habitación sin hacer ruido y
se dirigió al vestuario.
Le encantaba trabajar con niños, a
pesar de que los que ella trataba
estaban en fase terminal. Niños con
problemas desde su nacimiento que,
en su mayoría, no lograban superar.
A la impotencia que sentía por no
poder hacer por ellos poco más que
aliviar su dolor, se le unía la
angustia de los padres, que día tras
día esperaban el milagro. Algo que
casi nunca ocurría. Solía ser ella
la última en tenerlos en sus brazos,
e incluso era la destinataria de la
tímida sonrisa que algunos esbozaban
en su último instante de vida.
Después, los preparaba
cuidadosamente, dejando que sus
padres pasaran con ellos un tiempo
prudencial.
Nadie pensaría, de no ser por estos
niños, que la muerte se vistiera de
sonrisa y sus ropajes se tornaran
del color de la última mirada de
estos hermosos seres cuando acudía a
buscarlos. La muerte y ella se
conocían muy bien.
… … …
Dejó que el agua tibia resbalara por
su cuerpo, que acariciara su piel, y
sacudió la cabeza intentando
despejarse. Se había sentido muy
cansada estos últimos días, pero
pensar en su encuentro con Miguel la
revitalizaba. Sólo oír su voz le
hacía vibrar, porque esa voz casi
siempre era un anticipo de lo que
vendría después. Dejó correr, por
fin, el agua fría, y recibió el
cambio de temperatura con un
gritito. Un minuto más bajo el agua
y se envolvió en una suave toalla,
dejando en el suelo sus húmedas
huellas cuando caminó hasta el
empañado espejo.
Mientras secaba su pelo, pensó en lo
mucho que le gustaba a él
acariciarle el cabello suelto, así
que decidió que lo dejaría caer
sobre sus hombros, en una rebeldía
estudiada para parecer casual. Podía
ver, cuidadosamente colocado sobre
la cama, el vestido que Miguel le
había regalado unos días antes.
Negro, ajustado, y con un escote
palabra de honor que favorecía
la exposición de sus hombros y su
esbelto cuello. Estaba satisfecha de
su cuerpo, ágil y armonioso. Poseía
unas largas y bien torneadas
piernas. Sus senos, no demasiados
grandes, eran firmes y estaban
perfectamente formados. La boca,
sensual y carnosa. Pero su mayor
atractivo estaba en sus ojos, o,
mejor dicho, en su mirada. Una
mirada inquisitiva, llena de
picardía y no exenta de dulzura que
rebosaba ternura a través de ese mar
azul que formaban sus ojos.
Estaba lista. Un toque de su perfume
preferido y una mirada en el espejo
del hall como punto final,
que reflejó una imagen perfecta.
Había conseguido lo que perseguía.
Estaba deseando ver el efecto que
causaría en él cuando la viera. Y
con este último pensamiento, se
colocó el abrigo sobre los hombros y
se dirigió al ascensor. Miguel,
sonriendo, la esperaba junto al
coche. Ella respiró hondo y dejó que
la magia de la noche la envolviera.
Disfrutaron de la cena y de una
larga sobremesa, conversando
animadamente de cosas triviales. Se
habían prohibido hablar de asuntos
de trabajo en esas noches que ellos
consideraban especiales, pero en
aquella ocasión, una vez salieron
del restaurante, comentaron la
muerte de una paciente de Miguel dos
días antes. Una operación,
aparentemente sin complicaciones, en
la que una parada cardiaca acabó con
la vida de aquella joven mujer.
Pasearon cogidos de la mano, sin
prisa, hasta el «Callejón del Gato»,
donde les esperaba una velada de
buena música y mejores amigos.
Aquella noche, todo giró en torno a
melodías para recordar a personajes
como Louis Armstrong, Billie Holiday
o Ella Fitzgerald.
Bien entrada la madrugada y
embriagados por el ambiente,
tuvieron que hacer un esfuerzo para
abandonar el local. Todo era
perfecto, y sólo cuando Miguel
comenzó a jugar astutamente con el
lóbulo de su oreja, ella consideró
el volver a casa. Girándose hacia
él, mordisqueó sus labios y, sin
apartar su boca de la de él, le
susurro algo quedamente. Ya de pie,
se despidieron del grupo de amigos
que les acompañaban y abandonaron el
local.
La noche les acogió en medio de una
espesa niebla que les aislaba del
resto del mundo. Estaban solos, a
excepción de aquel hombre que se
cruzaron al salir. Miguel le pasó un
brazo por encima del hombro para
protegerla del frío y de la humedad
que les envolvía. Apenas si se veía
dos metros por delante de ellos, y,
caminando con pasos presurosos, se
dirigieron hacia el coche.
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Casi comprendía
el porqué de lo ocurrido. A diario
veía reflejados el do-lor y la impotencia en las personas que se enfrentaban a la muerte de algún
allegado. |
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Llegados al aparcamiento, Miguel
accionó el mando a distancia del
automóvil, la besó suavemente en los
labios y se acercó a la puerta del
pasajero para que ella entrara
primero. No le oyeron llegar. Ella
sintió un empujón que la desplazó a
un lado. El sonido de las risas de
una pareja que se acercaba,
amortiguó lo que le pareció un leve
quejido. Miguel la miraba con los
ojos fijos en lo suyos, con
expresión incrédula, sujetando su
vientre con las manos, del que
colgaban sus vísceras humeantes. En
cuestión de segundos, y a pesar de
la niebla, ella pudo ver el rostro
del desconocido; se miraron apenas
unos instantes. No se oyó gritar,
pero la llegada de la pareja hasta
ellos y el sonido de los pasos
presurosos del atacante, alejándose,
le hicieron pensar que sí, que
estaba gritando pidiendo ayuda.
No podía apartar la mirada de las
entrañas desparramadas por el suelo,
que salían del abdomen de Miguel,
abierto de un certero tajo.
Limpiándose las lágrimas, le acunó
entre sus brazos, como a uno de sus
bebés, besando su frente, sus ojos,
sus fríos labios.
En esa ocasión, la muerte no se
había vestido de sonrisa, había
llegado sin avisar, sin darles
tiempo a despedirse. Y así se quedó,
abrazada a él, hasta que un policía
la arrancó de su lado. No opuso
ninguna resistencia. No escuchaba,
no veía a nadie, solo sentía la
niebla que la envolvía, que la
alejaba cada vez más de él.
Después... se desmayó.
… … …
La prensa y la televisión se habían
hecho eco de la tragedia y
aventuraban que, con la colaboración
de la esposa del fallecido, podrían
detener al presunto asesino. Todo
había sido tan confuso que no pudo
dar demasiados detalles a la
policía; pero una vez en casa,
durante las horas de insomnio, en su
mente se dibujó claramente el rostro
de la persona que había arrancado a
Miguel de su lado. Decidió ir a la
comisaría a primera hora de la
mañana y darles el nombre del marido
de la joven fallecida en quirófano
unos días antes. Casi comprendía
el porqué de lo ocurrido. A diario
veía reflejados el dolor y la
impotencia en las personas que se
enfrentaban a la muerte de algún
allegado. Y también la
desesperación, desesperación
trans-formada después en una inmensa
rabia que les impedía pensar con
claridad.
Pronto amanecería, y decidió que
algo caliente le sentaría bien.
Llevaba horas sin tomar
abso-lutamente nada. Sentía los ojos
doloridos e hinchados, el cuerpo
entumecido y se le habían dormido
los brazos. Levantó la cara y se
encontró con una mirada clavada en
ella. Le reconoció de inmediato. No
dijo nada. Sólo logró adivinar un
rápido movimiento y el brillo del
acero en la semioscuridad. La muerte
la visitaba de nuevo. Por un
momento, creyó vislumbrar el verde
de los ojos de Miguel atrapado en
los de aquel hombre, y sólo pudo
susurrar su nombre mientras se
llevaba las manos a la garganta,
tratando de atrapar la vida que se
le escapaba, viscosa y caliente,
entre los dedos.
Recibió el día vestida de carmesí.
Las primeras luces envolvieron su
cuerpo inerte, atrapando el reflejo
de una vida que se había apagado
antes de amanecer. |