acaciones de verano para los estudiantes. Mi hijo había llegado a casa la noche
anterior a pasar un par de semanas conmigo, pero casi no le había visto.
Oí
ruido. Se acababa de despertar.
—¿Qué
tal anoche, campeón? Seguro que tus amigos del pueblo te echaban mucho de menos.
—¡Sí,
papá! Lamento haberte dejado solo ayer.
—¡Tranquilo! Aún tenemos unos cuantos días por delante, pero procuremos que tu
madre no piense que no me preocupo por ti.
Los
divorcios son duros…
Buscó en
el armario su tazón, el cacao, la leche… y comenzó a prepararse el desayuno. Yo
estaba enfrascado en adecentar la loza para introducirla en el lavaplatos. Noté
que quería decirme algo, pero que no sabía cómo. Quizá pensaba que lo que fuera
que tuviese que contarme me lo tomaría a mal, o no lo entendería a su modo.
Quince años es una edad difícil. ¿Alguna chica a la vista?
Comenzó
con un preámbulo.
—¿Sabes?
Mis amigos están apuntados en un club juvenil católico. Ayer me llevaron a
verlo. Hay ping-pong, futbolines, juegos de mesa, cabina de pincha discos y
pista de baile.
—¡Ah,
muy bien! —respondí—. Todo eso que comentas es mucho más sano que andar
callejeando por ahí.
—También
tienes derecho a jugar en el polideportivo del colegio. Van a hacer un equipo de
fútbol sala en serio y me han dicho que, si yo quiero, cuentan conmigo.
—¡Eso es
fantástico! —sonreí; él también lo hizo satisfecho, aunque noté la sombra de la
duda en su cara—. ¡Los cereales están ahí! —disimulé dando una evasiva—. Todo
el mundo sabe que juegas muy bien. Lo que no sé es cómo harás para involucrarte
en esa actividad, viviendo en la ciudad con tu madre.
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«¡Eso es fantástico! —sonreí; él también lo
hizo satisfecho, aunque noté la sombra de la duda en su cara—.
¡Los cereales están ahí! —disimulé dando una evasiva—. Todo el mundo
sabe que juegas muy bien. Lo que no sé es cómo harás para
involucrarte en esa actividad, viviendo en la ciudad con tu madre.»
Imagen tomada de
"revistadm.com" |
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A
ciertas edades, veinticinco kilómetros son demasiados.
—A David
le trae su hermano, que vive al otro lado de aquí, en la urbanización del
estanque. Vendría con ellos, y así, ya de paso, tú y yo nos veríamos un poco
más…
—¿Y cómo
regresarías? Dormirías aquí, y te llevaría yo al día siguiente, entonces…
—Y si
alguna vez no puedes hacerlo, cogería el autobús.
—¡Pues
me parece muy bien! Lo único, deberías consultar con la jefa para que no
piense que te malmeto o algo parecido; además, hay que mirar cuánto cuesta
apuntarte, que estamos en crisis y las cosas no van nada bien.
No me
gustaba hablar de ello, pero la verdad es así de cruda y, tarde o temprano,
habría que digerirla.
—¡Es
gratis! Sólo hay que llevar unas fotos de carné, rellenar unos impresos…
—Vale.
Pues ya está dicho todo.
Pero
tenía que contarme algo más.
—Veo que
no te parece mal…
Le miré
con cara de sorpresa.
—¿Por
qué dices eso?
—No sé…
Como nunca hemos ido a misa, ni hablamos de religión, ni nada… Y como cuando te
oigo hablar de los curas, los obispos y toda esa gente, te alteras muchísimo y
te enfadas…
Mal
hecho por mi parte, el haberlo hecho delante de él; todo hay que decirlo.
—¡Papá!
¿Tú crees en Dios?
Buena
pregunta.
—La
verdad es que sí. Tengo mi propio Dios. Uno… distinto e igual a la vez. Creo
que, en el fondo, todo el mundo lo tiene, aunque no sea consciente de ello o no
desee aceptarlo.
Puso la
cara de extrañeza que me cabía esperar.
—Háblame
de Él.
Me
acerqué a la puerta que daba al jardín y miré a través del cristal. Hacía una
mañana espléndida. No era ni pronto ni tarde, pero el astro rey aún estaba
comenzando a levantar por los cielos.
—Salgamos fuera.
Salió
detrás de mí. Tomé una silla del conjunto de jardín y me senté. Él se acomodó a
mi lado.
—¿Ves el
sol?
—Claro…
—Sale
por allí, por el este, y se pone por ahí, por el oeste —hice un gesto con mi
pulgar y empecé a señalar—. Aquél es el sur, el punto donde, en teoría, toma más
altura.
—¿En
teoría?
—En
verano llevamos dos horas de retraso con respecto al tiempo solar, así que la
estrella encuentra su cénit a las dos de la tarde, no a las doce.
—Por eso
cambiamos los horarios en primavera y otoño… Y llevamos una hora de diferencia
durante todo el año, por lo de Europa y el ahorro energético, ¿verdad?
Asentí.
Él me miraba expectante.
—Vale:
imagina que vivieras permanentemente en tu habitación, como si fuera una cárcel.
No puedes salir. Tu vida se reduce a esas cuatro paredes, y a lo más que puedes
aspirar es a mirar por la ventana. Y así, día tras día…
—¡Qué
tristeza! —exclamó.
—En tu
caso, aún más triste que en el mío, si me sucediese lo mismo —le espeté—, porque
sabrías que el sol existe, ya que hay día y noche, pero nunca podrías verlo,
puesto que tu alcoba da al norte. En nuestro hemisferio, el sol nunca pasa por
el norte… Tus veranos serían frescos, pero tus inviernos, fríos y oscuros… En
cambio, la ventana de mi dormitorio da más bien al sur. Yo lo vería casi todo el
día, casi como ahora, salvo cuando se escondiera por la parte de atrás de la
casa, claro. Y sí, me achicharraría en verano, pero la luz de mi habitación
tendría un color muy bonito en invierno, ¿no crees? Con suerte, tal vez
contemplaría su amanecer, entre aquellos tejados, pero me perdería su puesta. No
podemos pretender tenerlo todo.
Se quedó
pensativo un instante.
—¿Adónde
quieres llegar? —me soltó sin más. No era nada tonto, no.
—¿Creerías en el Sol, aunque no lo vieras?
—Supongo
que sí…
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«Y ése es el Dios del mundo, hijo mío, según yo
lo entiendo: muchos nombres para un ente idéntico. Cada raza, cada
cultura le llaman de una manera, ya que tienen una perspectiva
distinta de su poder, de su génesis, de su magnifi-cencia… Pero, a la
postre, yo creo que todos son el mismo. Y estoy convencido de que
alguna de las religiones de este planeta está muy, muy cerca de la
verdad.» |
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—Dudas.
Quizá creerías a tu manera, con poca fe, ya que lamentarías la desgracia de no
poder sentirlo tan cerca como otros. Porque para ti, hijo mío, el sol no sería
más que un sueño inalcanzable. Pero eso no significa que no exista.
—En
cambio, tú, en mi caso —zanjó—, lo tendrías presente permanentemente. Como lo
ves, lo crees.
—¡Así
es! Aunque otros, en tus circunstancias, caerían en la trampa fácil de no ver,
no creer: son los ateos… —suspiré profundamente; yo había sido uno de ellos—. Y
ése es el Dios del mundo, hijo mío, según yo lo entiendo: muchos nombres para un
ente idéntico. Cada raza, cada cultura le llaman de una manera, ya que tienen
una perspectiva distinta de su poder, de su génesis, de su magnificencia… Pero,
a la postre, yo creo que todos son el mismo. Y estoy convencido de que alguna de
las religiones de este planeta está muy, muy cerca de la verdad.
—Entonces —concluyó—, crees en Él.
—Sí.
Se
mantuvo callado un instante. Había algo más. Seguro.
—¿Y en
el Más Allá?
—También, a mi manera.
Exhaló
aire profundamente. Ya sabía lo que le esperaba escuchar. Otro rollazo.
—¿Recuerdas aquel videojuego que te regalé? El del chico que penetra en un
laberinto, que tiene que buscar tesoros, sortear peligros, hay puertas que se
abren y se cierran, llaves maestras, cámaras ocultas…
—¡Sí,
sí! Hemos jugado juntos alguna vez.
—Pues
hijo mío, eso es la vida, según mi punto de vista. Al nacer, nos ponen frente a
la puerta de un laberinto, penetramos en él y echamos a andar. Nuestra misión es
recoger todas las monedas que podamos, evitar quedarnos encerrados y procurar
que ninguna amenaza pueda hacernos daño durante nuestro viaje.
—Serán
muchas.
—Ya
sabes que gastamos bastantes en movernos por dentro, abriendo trampas y todo
eso.
—¡Claro,
claro…! ¿Y no hay nada más? ¿Eso es todo?
—No
—concluí tajante—. No lo es. El Más Allá comienza cuando consigues encontrar,
sano y salvo, la salida del laberinto. Entonces, alguien que te espera desde al
menos una eternidad te pide que te identifiques; tú, obedeces, y…
Me hice
el interesante.
—¿Entonces…? —preguntó intrigado.
—Te pide
que saques las piezas que has ido encontrando y guardando, y las cuentes delante
de él. Tú lo haces y él se las queda.
—¡Ah,
como en el juego…!
—Supongo. Nunca he llegado hasta el final.
Para mí
era obvio que lo que yo decía lo hacía con doble sentido.
—¿Y qué
sucede después? ¿También se cambia de nivel?
—¡Exacto! Pero en la vida hay una diferencia importante con el juego, y es que
en este laberinto real que nos toca recorrer… hay monedas falsas.
Se quedó
perplejo.
—No lo
entiendo…
—¡Sí,
sí! Monedas falsas. A veces, cuando recogemos los tesoros que la vida nos
brinda, encontramos dinero que no es de verdad, aunque lo parezca. ¿Y sabes en
qué se diferencian las malas de las buenas? En que se oxidan.
—Entonces, no nos valen…
—Depende. Mucha gente las recoge y las emplea como si fueran verdaderas, y
engañan a muchos otros con arteras estrategias; pero quien nos espera al final
del todo sabe reconocerlas. ¡Ya lo creo que sí! Así que millones de personas,
mientras recorren el laberinto, acaparan monedas tanto auténticas como falsas,
porque creen que les van a valer todas. Mucha gente, como los ricachones
desaprensivos, los políticos corruptos, los religiosos deshonestos, los
militares ambiciosos, etcétera, se apoderan de ellas con extrema avidez, e
incluso, ya te digo, hasta trafican con ellas. Las usan, por ejemplo, para
corromper a algunos vigilantes, que ceden, se dejan comprar y les consienten el
paso durante el juego; o para pillar esa llave mágica que abre esa cámara
secreta… Las guardan celosamente y, en su locura colectiva, hasta llegan a
considerarlas como legítimas.
Mi hijo
me escuchaba entusiasmado, pero a veces yo, a juzgar por sus gestos, dudaba de
que estuviera entendiendo total y realmente el trasfondo.
—¿Y qué
pasa, entonces?
—Que, al
oxidarse las monedas falsas, tal como ocurre con los garbanzos podridos cuando
tocan a los sanos, contaminan a las buenas. Y cuando los jugadores llegan al
final, aquel que les espera, ya sabes, les ordena contarlas. ¡Y ay, amigo,
cuando abren el saco y descubren el fatal resultado! Las falsas les son
desechadas, y muchas de las buenas, corroídas, ya no les sirven…
Profirió
una exclamación y abrió los ojos como platos. Un nuevo mundo, ¡qué digo!, un
nuevo universo, pareció abrirse ante él.
—¿Qué
más sucede?
—Sucede
que aquellos que consigamos llegar al final con suficientes monedas auténticas,
¡aunque llevemos alguna falsa en la saca, que puede ser! —sonreí
enigmáticamente—, tendremos paso libre hacia el Más Allá. Y eso será así porque
habremos sido mucho más cuerdos y prudentes que tantos y tantos otros, que
piensan que, por acaparar más, tienen más. Es muy probable que todos ésos, hijo
mío, se queden fuera.
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«¿Y en el Más
Allá?»
Imagen tomada de
"WebMitologia.com" |
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—Entonces, si pasamos, cambiamos de nivel.
—Exacto.
—¿Hay
muchos niveles?
—Lo
ignoro. Yo no soy el creador del juego; sólo creo en el juego.
—¿Y qué
crees que pasa con esos otros?
—No lo
sé. Quizá vuelvan a empezar el laberinto; o tal vez se queden perdidos por ahí,
para siempre…
—O vayan
al infierno…
—¡Puede
ser! Tal vez, el infierno sea algún otro videojuego. Uno de esos de matar gente
—le guiñé un ojo—. Lo que tengo muy claro es que pasar, no pasan. Fijo —reí—.
Les va a dar igual ser multimillonarios o famosos, que ser papas, reyes o
presidentes. Si no llevan las suficientes monedas verdaderas en el zurrón, el
guardián no les dejará cruzar.
Mi
visión de Dios, de la vida, del Más Allá… ¿Sería un ser real Caronte?
—¿Estás
preocupado, papá, por las monedas que llevas en tu saco?
—Lo
estoy, aunque no lo parezca.
—Y
durante el viaje, ¿te las pueden robar?
—Creo
que sí —disimulé mi tristeza—. Me temo que el guardián no pierde el tiempo en
preguntar de dónde han salido; simplemente, las cuenta…
—¡Pero
eso no es justo!
Me
encogí de hombros. No supe qué decirle. Ésa era mi forma de explicarle que las
excusas, la mayor parte de las veces, no sirven ni de consuelo.
—También
puedes malgastarlas. Por ejemplo, tu madre y yo nos equivocamos, y eso echó a
perder unas cuantas de ambos, bastantes. Pero desde entonces, procuro hacer el
bien allá por donde paso. También cojo monedas falsas, no lo niego, porque en
este difícil juego podría necesitarlas; pero soy más listo que antes y procuro
no mezclarlas con las buenas. ¡Eso se puede hacer!
—¿De
verdad? Entonces puedes manejar las reglas a tu antojo…
—¡Eres
bastante perspicaz, hijo! ¿Ya te ha quedado suficientemente claro lo que querías
saber?
—Creo
que sí… —dudó—. Y también creo que mi padre está mucho más cerca de Dios, y del
bien, que muchos otros que presumen y lo pregonan a los cuatro vientos.
Sonreí
feliz. Lo había entendido.
—Pues ya
sabes: hazte las fotos, rellena ese impreso, apúntate a ese club que me decías,
o al que sea… ¡y bienvenido al laberinto! |