omo cada día, a las ocho de la mañana, el gran edificio comercial se llena de gente, y sus ascensores, dos de ellos panorámicos, situados en la fachada principal, recorren los veintiséis pisos, incluido el ático, donde hay instalado un gran gimnasio. Las cinco plantas por debajo de éste están destinadas a oficinas, y cada mañana, prácticamente las mismas personas llenan los elevadores. Con una expresión somnolienta en su mayoría, fijan la mirada al frente, y sus inexpresivos ojos parecen parpadear sólo con la apertura y cierre de las puertas automáticas. Apenas puede escucharse un desganado «¡Buenos días!», cada vez que alguien se integra al grupo, y un suspiro de alivio cuando llega a su destino. Y el sonido peculiar de las pisadas. Pisadas ligeras, presurosas, ansiosas de abandonar el obligado receptáculo. Pisadas cansadas, casi arrastradas, intentando alargar el camino que hay que recorrer. Pisadas seguras, firmes, llenándolo todo, casi felices de sentirse en casa.
Aquel viernes amanece caluroso. Unos enormes nubarrones negros cubren el cielo y la tormenta es inminente. A las ocho y cuarto de la mañana, el termómetro ya marca 34ºC y, como siempre, el ascensor exterior, situado a la derecha de la fachada, comienza a llenarse con la gente habitual. Por algunas frentes resbalan gotas de sudor y nerviosas manos varoniles aflojan los nudos de las corbatas, intentando aliviar el calor, mientras las bocas esbozan sonrisas forzadas. Puede que por efecto de la elevada temperatura, el ascendente recorrido parece alargarse, y en los rostros puede adivinarse la ansiedad por ver las puertas abrirse y poder pisar tierra firme.
Poco a poco, el ascensor se va vaciando, y en el piso dieciocho quedan cuatro personas que se dirigen a la planta veinticinco. Cuatro desconocidos que apenas se miran y esgrimen una ligera sonrisa. Un año haciendo el mismo trayecto; doce meses compartiendo el mismo destino, y ni siquiera conocen sus respectivos nombres.
La mujer, en avanzado estado de gestación, se coloca en un lateral mirando a la calle y respira aliviada en el ya descongestionado espacio. Como de costumbre, ojea desinteresadamente el periódico, hasta que el avisador, acompañado de una voz metálica, anuncie la llegada a planta.
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Como cada día, a las ocho de la mañana, el gran edificio comercial se llena de gente, y sus ascensores, dos de ellos panorámicos, situados en la fachada principal, recorren los veintiséis pisos, incluido el ático. |
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Ellos, permanecen en actitud de espera, emitiendo tan solo algún leve carraspeo de garganta, sintomático de su incomodidad.
Fuera, estalla la tormenta.
En el piso diecinueve, las luces parpadean un par de veces, y la mujer se estremece. «Parece que la tormenta se nos echa encima», dice uno de los hombres, al mismo tiempo que el que está situado detrás, al otro extremo de la mujer, comienza a sudar copiosamente, y afloja, congestionado, su corbata.
Planta veinte. Las luces se apagan unos segundos, no sin ocasionar un ligero sobresalto en los ocupantes del elevador.
De pronto... una sacudida. Un gran relámpago cruza el cielo, el edificio se queda a oscuras y el aparato se para entre los pisos veinte y veintiuno. La mujer emite un gritito de angustia mientras abraza su prominente vientre y los hombres murmuran nerviosos algo ininteligible. En menos de treinta segundos se encienden las luces de emergencia.
Los cuatro guardan silencio, esperando que el ascensor comience a moverse en cualquier momento y prosiga su ascensión. Pero pasados diez minutos, la inquietud se pasea entre ellos y comienzan a mostrarse ansiosos. Alguien, desde un piso inferior, les grita que deben esperar: debido a la fuerte tormenta eléctrica, todo el edificio está sin luz.
La mujer comienza a sentirse agobiada y nerviosa. El calor empieza a ser insoportable, e intenta abanicarse con el manoseado periódico, al tiempo que rebusca en su bolso, sin éxito, algo que pueda proporcionarle un poco más de aire.
El más joven de los hombres abre su maletín y, arrancando la portada rígida de un dosier, se lo ofrece con un simple «Espero que le sirva», y ella le devuelve una sonrisa de agradecimiento y de momentáneo alivio, mientras él, con un blanquísimo pañuelo, limpia sin cesar su frente perlada de sudor.
El hombre de mediana edad hace un comentario con respecto al inesperado encierro. No deja de tener su gracia, y más, teniendo en cuenta que llevan casi un año viéndose diariamente y, sin embargo, no han pasado nunca de un respetuoso saludo.
No saben el tiempo que permanecerán allí, y, tras las presentaciones y una charla sin importancia, se van sentando en el suelo. Desde allí, la panorámica es impresionante. Están viviendo la tormenta en toda su intensidad desde un lugar privilegiado. La mujer cierra con fuerza los ojos cada vez que un inmenso relámpago ilumina el cielo, al tiempo que un ligero temblor recorre su cuerpo. Le tiene pavor a las tormentas y mantiene los dientes apretados, como si así pudiera alejar el miedo que le embarga. Todo retumba con los ensordecedores truenos y parece que la cabina fuera a saltar en mil pedazos.
Los ojos de los tres hombres se dirigen a la mujer, la cual, tratando de estirar las piernas, acaricia sin cesar su hinchado vientre, que, de vez en cuando, se agita con una leve sacudida.
Ellos se han quitado la corbata y desabrochado los dos primeros botones de la camisa, y apilan las chaquetas bajo los pies de ella, intentando hacerla sentir más cómoda.
Apenas hacen algún comentario general de queja en la primera media hora de espera, y, entonces, es ella, ante la pregunta sobre el sexo de su próximo hijo, quien rompe el hielo.
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Sara, 32 años, recepcionista en un bufete de abogados y embarazada de algo más de ocho meses. No está casada, pero vive con Alex, el padre de su futuro hijo —un varón, según las ecografías—. Juntos han comprado una preciosa casa, a dos kilómetros de allí, con un espacioso jardín y una pequeña piscina. Su compañero es abogado y llevan cuatro años de convivencia, tres de los cuales, han estado intentando engendrar un hijo, que por fin está en camino.
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Ahora, mientras se abanica en silencio, recuerda los esfuerzos por quedarse embarazada, los tratamientos seguidos sin ningún éxito, a pesar de que, aparentemente, los dos eran fértiles y capaces de engendrar. Y fue entonces, cuando ya habían abandonado la idea, cuando apareció él.
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Aquel viernes amanece caluroso. Unos enormes nubarrones negros cubren el cielo y la tormenta es inminente. |
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Mario llegó a su vida, justo en el momento de más abatimiento para la pareja, en el que las discusiones por cualquier tontería comenzaban a hacer mella en su relación. Pasaron de un simple saludo a unos minutos de charla cuando Mario, abogado, aparecía por el bufete de sus colegas, visitas que cada vez se hicieron más frecuentes. Un documento olvidado, una pregunta sin hacer, cualquier excusa era buena para volver a verse.
Al fin, una tarde, alterada por una de sus múltiples discusiones con Alex, Sara accedió a tomar un café al salir del trabajo. El café se convirtió en otra cita, a la que le siguieron varias más.
Charlas inocentes en un principio, sus conversaciones se convirtieron en algo más íntimo. Mario sabía cómo hacerle sentir bien. Siempre conseguía que se olvidara de sus problemas por unas horas, y ella comenzó a sentir necesidad de él. Cada tarde, esperaba verle aparecer, o su número de teléfono reflejado en la pantalla de la centralita o de su móvil. Cada día, sin él, resultaba tedioso y frío.
Casi sin querer, Sara le comentó que Alex estaría todo el fin de semana de viaje, y Mario no perdió la ocasión para invitarla a salir aquel sábado. Algo informal, le dijo. Naturalmente, ella aceptó. Cenaron algo en un lugar de tapeo, entre risas y el ajetreo de los camareros que no cesaban de servir por las mesas cañas de cerveza. Tapas y cerveza. Improvisado y maravilloso. Después, un pub no demasiado concurrido para una última copa. Un lugar donde escuchar música suave y tranquila que incitaba al baile. Dos cuerpos juntos, en danza, en abrazo, y un «Pasa la noche conmigo», a lo que ella no supo, o no quiso negarse.
Siente una gran excitación recordando esa primera vez. La primera de seis noches inolvidables. Seis noches, en las que él le hizo su mayor regalo.
Mario la llevó a su casa. Un dúplex decorado de modo sobrio y elegante, en el que se sintió cómoda en cuanto puso los pies en él. Todo en el apartamento llevaba su sello, desbordante de personalidad; cada detalle; hasta el olor. Absolutamente todo estaba impregnado de él. Y ella aspiró ese aire con ansia, deseando llenarse completamente; deseando empaparse de todo lo que le rodeaba.
Él apareció con dos copas de vino y, sin decir palabra, la tomó de la mano y se dirigió al dormitorio. Le siguió en silencio, temblorosa y deseando ardientemente su contacto.
Depositó las dos copas en una de las mesitas de noche y, suavemente, comenzó a acariciarle el rostro, pasando los dedos por su cuello, acercando sus labios a sus sienes, para deslizarlos, muy despacio, hasta el lóbulo de su oreja derecha. Allí se detuvo unos instantes, mordisqueando con delicadeza, pasando después su lengua, húmeda y tibia, por su garganta.
Ella le ofrecía su cuello, sus labios, y él la iba desnudando lentamente, sin ninguna prisa, disfrutando del momento. La miraba admirando cada rincón de su cuerpo, tocando, besando, erizando su piel de deseo.
La tomó en brazos y la depositó con gran ternura sobre la cama, y allí comenzó su exploración con la lengua. No dejó un centímetro de piel sin recorrer, y ella no pudo evitar comparar. Alex la satisfacía plenamente, pero jamás había logrado tener esas sensaciones. Se detuvo en ella, excitándola, haciéndola llegar al orgasmo una y otra vez; luego, tomó su mano y le indicó el camino que debía seguir.
Sara casi no se atrevía a tocarle, pero cogió su pene y lo acarició con suavidad. Lo sentía caliente y palpitante entre sus dedos y, sin apenas darse cuenta, se lo introdujo en la boca. Mario reaccionó empujando, introduciéndoselo hasta la garganta. Jugó con él sin piedad, esperando el momento del clímax, y entonces paraba para volver a empezar. No sabe cuánto tiempo estuvieron así, pero aún resuena en sus oídos el «Ven aquí. Te deseo» de él, antes de penetrarla y dejarse ir junto a ella.
Una primera noche que no podrá olvidar nunca, y que fue precedida por cinco más. Seis únicos encuentros que recordaría toda su vida.
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Fueron casi tres maravillosos meses en los que compartieron noches llenas de pasión. Luego, de pronto, él se fue alejando casi imperceptiblemente, y un mes más tarde, cuando casi habían dejado de verse, ella supo que estaba embarazada. Alex se alegró enormemente de la noticia y ella no volvió a ver a Mario.
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Jorge, 43 años, dicharachero y jovial, es economista y propietario, junto con dos socios más, de una importante asesoría financiara.
Divorciado de su primer matrimonio, comparte su vida desde hace cinco años con Laura, diseñadora gráfica e hija de uno de sus socios. No tienen hijos, cosa que él, dados sus continuos viajes y compromisos de trabajo, agradece. Cree que no sería un buen padre si no puede ofrecerle a un hijo gran parte de su tiempo. Laura, desde hace dos años, intenta hacerle cambiar de idea, a lo que él se niega tajantemente.
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Siempre ha sido un hombre seguro de sí. Se sabe atractivo, ingenioso y un gran profesional. Ha triunfado en todo lo que se ha propuesto y, cuando su matrimonio con Helena comenzó a hacer aguas después de tres años, no le resultó difícil dejarlo morir, hasta que el tedio les empujó a solicitar el divorcio de mutuo acuerdo. El tedio… y que él ya había puesto sus ojos en Laura, una mujer preciosa, hija de un importante hombre de negocios y nueve años más joven que él.
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De pronto... una sacudida. Un gran relámpago cruza el cielo, el edificio se queda a oscuras y el aparato se para entre los pisos veinte y veintiuno. |
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Laura posee su propia empresa de diseño gráfico, y la conoció cuando fue a solicitar sus servicios para crear su propia página web. Su relación con ella pronto dio sus frutos. En un tiempo récord, su padre ya le había pedido que se asociara con él en una nueva empresa que estaba en ciernes y que tuvo el éxito esperado.
Sólo una cosa enturbia su relación. Laura, desde hace dos años, ha estado insistiendo en tener un hijo. Al menos, hasta hace unos cuatro o cinco meses, en que parece que su obsesión por la maternidad ha disminuido. Él fundamenta su negativa en lo complicado de sus vidas —demasiados compromisos—, y se excusa en la falta de atención, de tiempo, que sufriría un bebé con unos padres como ellos, que basan parte de su vida en el trabajo. Pero, en realidad, tiene miedo. Temor a perder su libertad. No quiere que nadie pueda depender de él e hipotecar sus sentimientos de por vida. Y ella lo sabe. Laura sabe que permanecerá a su lado a cambio de una total libertad.
La ama, sí, pero no soporta dar ningún tipo de explicaciones de sus entradas o salidas. Ha mantenido alguna relación esporádica con otras mujeres, y Laura jamás ha dado muestras de estar al corriente de ello. Y él respira tranquilo.
Y él respiraba tranquilo… ¡Qué ironías tiene la vida! Hace dos días le surgió otro de sus muchos viajes de negocios y, ya en el aeropuerto, su vuelo nocturno fue aplazado. Ante estas contingencias, acostumbra a llamar a Laura para advertirle de su vuelta, pero esta vez, dado lo intempestivo de la hora, optó por no despertarla. Al principio, casi no reparó en que el coche de Horacio, su segundo socio y antiguo compañero de facultad, estaba aparcado en el jardín. Dos copas de vino en el salón, la música preferida de ella y, ya cerca del dormitorio, risas apagadas por suaves murmullos. Se quedó unos segundos, que se le antojaron eternos, de pie, inmóvil; luego, respiró profundamente y con una extraordinaria calma empujó la entreabierta puerta de la habitación.
No le oyeron entrar. Horacio recorría el cuerpo de Laura con su lengua, mientras ella, con los ojos cerrados, aferraba la cabeza de él con sus manos y le pedía que siguiera. Él jadeaba frenéticamente, ofreciéndole lo que ella quería. Después, se colocó encima de ella y la penetró con movimientos lentos y rítmicos. Ella abrió un momento los ojos y entonces le vio.
Pero Laura no paró, ni le pidió a un apasionado Horacio que lo hiciera. Se limitó a abrazarlo con más fuerza y, rodeándole con sus piernas, escondió la cara en su cuello, entregándose, buscando el ansiado hijo. Y entonces, él se dio la vuelta, cerró suavemente la puerta del dormitorio tras sí y, saliendo de la casa, se perdió en la noche.
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Entonces percibió su mano. Unos dedos acariciaban su pecho delicadamente, dete-niéndose en sus pezones unos momentos. |
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Julio, 36 años, gestor, trabaja en una importante firma de seguros; introvertido y sumamente inteligente, desempeña en la empresa un papel eminentemente administrativo. No tiene una pareja reconocida. Vive solo desde hace tres años en que terminó su última relación. Ahora apenas sale. Se refugia en su trabajo y prefiere las reuniones privadas de amigos a las desenfrenadas salidas nocturnas de la gente de su entorno.
Mientras habla, ha sacado del bolsillo de la chaqueta un sobre al que no deja de dar vueltas. Lo mira y un escalofrío recorre su cuerpo.
Sabe que tiene que abrirlo, pero desde que se lo entregaron la tarde anterior, va retrasando el inevitable momento. Durante la noche, fingió olvidar que lo había guardado en su americana, pero en su lucha contra el insomnio, sus ojos no dejaban de mirar el extremo del blanco papel, que asomaba tímidamente del bolsillo.
Solo un movimiento y se liberará de la duda que le atormenta, de la angustia que le embarga desde hace unos días. Un nudo que le atenaza el estómago.
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Hace algo más de nueve meses que alguien inesperado apareció en su vida y rompió su monotonía. Estaba solo desde su ruptura con Silvia, hacía ya tres años, excepción hecha de alguna relación esporádica que nunca terminó de cuajar. Aún la recordaba, y en más de una ocasión, tuvo el impulso de llamarla e intentar una reconciliación, aunque sabía que sus caracteres tan contrapuestos hacían casi imposible la estabilidad entre ellos. Y así, un día cualquiera, coincidió con él en la cafetería de la planta baja. Le pidió prestado el periódico y comenzaron una conversación sin importancia sobre el tan manido tema del deporte. Pocos días después, coincidieron nuevamente y, al poco tiempo, se sorprendió bajando a tomar su café diario a la hora en que él acostumbraba a llegar. Su amistad fue en aumento y se convirtió en su mejor confidente. Cenaban juntos ocasionalmente, y más de una noche le sorprendió llamándole para salir a tomar una copa, cuando él ya estaba a punto de dormirse. Así, compartían noches de insomnio y conversaciones hasta altas horas de la madrugada, pero, curiosamente, al día siguiente, amanecía totalmente fresco y con un excelente humor. Al fin, un amigo. Al fin, alguien parecido a él con quien compartir soledades; alguien con quien compartir sus indecisiones y sus pensamientos más íntimos.
Tres meses después le invitó a cenar en su casa. Una reunión de amigos. Pocos y escogidos. «Te aseguro que no te arrepentirás», le dijo. Y naturalmente, aceptó.
Se encontró con un apartamento decorado con un gusto exquisito. Todo de gran calidad y de una sobriedad que le sorprendió gratamente.
Tres parejas charlaban animadamente en el salón, donde su amigo había preparado unos aperitivos para hacer tiempo hasta la cena. En la cocina, dos mujeres trajinaban sin parar.
En un principio, temió que su amigo le hubiera preparado una cita a ciegas, pero rápidamente, después de las presentaciones, reparó en las miradas de complicidad que ambas mujeres se dirigían y esbozó una sonrisa de alivio. Sabía que él salía de vez en cuando con alguien y esperó encontrarla allí, pero no estaba. «Ella no vendrá», le dijo. Esta noche es para nosotros. Y se sentaron a la mesa.
Cenaron, bebieron y charlaron animadamente y, tres horas y media después, los invitados fueron despidiéndose. Y allí quedaron Julio y él, algo bebidos y prácticamente tirados en el sofá. «No puedes conducir así —le dijo—; es mejor que te quedes a dormir. Puedes utilizar mi cama. Yo dormiré en el sofá». Julio no puso ningún reparo a su ofrecimiento, que aceptó encantado.
Ya más relajados, y sin ninguna prisa, pusieron un poco de jazz y se sirvieron otra copa. Una hora después, se dirigió al dormitorio de su amigo, se quitó la ropa y en unos minutos se quedó dormido.
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Él jadeaba frenéticamente, ofreciéndole lo que ella quería. Después, se colocó encima de ella y la penetró con movimientos lentos y rítmicos. |
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No sabe cuánto tiempo después sintió que alguien se acostaba a su lado. Medio dormido y con el efecto del alcohol, pensó que soñaba y se quedó quieto. Entonces percibió su mano. Unos dedos acariciaban su pecho delicadamente, deteniéndose en sus pezones unos momentos, que reaccionaron inmediatamente, para su sorpresa, endureciéndose, deslizándose después por su pecho hasta el ombligo. La mano bajó audaz hasta la goma de su slip, y notó dos dedos introduciéndose en él, buscando. Hizo un movimiento para levantarse, pero él le sujetó con la otra mano. «Relájate», le dijo. Sintió que algo se movía en su estómago; temor, vergüenza, y una reacción que no esperaba. Los dedos de su amigo, avanzando, llegaron hasta su pene que reaccionó inmediatamente. «No te avergüences. Déjame hacer», susurró su amigo junto a su oído, mientras pasaba su húmeda lengua por él.
Cerró los ojos y dejó que la mano de él abarcara su enorme erección, mientras su boca se abría para recibir la ansiosa lengua del otro buscando la suya. Media hora después, no había un centímetro de su cuerpo que su amigo no conociera. Había sido tocado, besado, lamido, y una vez preparado, lo último que vio, antes de que él le diera la vuelta para penetrarlo, fueron sus ojos. El verde profundo de los ojos de Mario.
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Todo fue mágico durante meses, pero cuando supo que Mario era portador del virus del V.I.H., su mundo se derrumbó. Lloró como un chiquillo cuando él le dio la noticia, y después, una vez asumido, fue a hacerse los correspondientes análisis para descartar un posible contagio. Ahora, el sobre con los resultados está en su mano, lo manosea sin atreverse a abrirlo y el miedo le muerde las entrañas.
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Daniel, 51 años, arquitecto, callado y gran observador, tiene un estudio de arquitectura frente al bufete de abogados donde trabaja Sara. Lleva casado con la misma mujer 27 años, con la que tiene dos hijos que ya no viven con ellos. El mayor, una vez terminados sus estudios, decidió irse a doce mil kilómetros de distancia. Trabaja en una O.N.G. y parece feliz. La pequeña está en la universidad y, terminada la carrera de arquitectura, es posible que se plantee trabajar con él.
Un hombre tranquilo, sin grandes ambiciones, que ha conseguido montar un pequeño imperio con esfuerzo y trabajo. Poco más que decir. Sus ojos pequeños y de mirada huidiza desvelan una personalidad introvertida; alguien que prefiere escuchar y al que le cuesta hablar de sí mismo.
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Toda una vida de trabajo, de sacrificios compartidos con Marcia. Aunque si le preguntaran a ella, la versión sería muy distinta. Ella diría, toda una vida de frustraciones desahogadas en ella.
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La mujer, en avanzado estado de ges-tación, se coloca en un lateral mirando a la calle y respira aliviada en el ya descongestionado espacio. |
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Los primeros años de matrimonio fueron duros. Los adinerados padres de Marcia habían respondido siempre a las llamadas de auxilio económico de su hija, con el total desconocimiento, naturalmente, del orgulloso Daniel. «Son malos tiempos —les decía ella—, algún día os devolveremos lo que hacéis por nosotros». Desde la sombra, el padre de Marcia buscaba contratos para su yerno entre sus amigos de siempre, hasta que Daniel consiguió hacerse con un nombre. Luego, todo fue relativamente bien. Los años pasaron, y el agradecimiento quedó en el olvido. Fue un día, en el momento en que firmaba un contrato con un importante cliente, cuando un viejo conocido dejó caer el favor que le hizo a su suegro para proporcionarle a él la concesión de un complejo de viviendas, haciendo hincapié en la cara de felicidad de Marcia al darle su padre la noticia. La cara de Daniel cambió de color y, una vez terminada la firma del contrato, se excusó y se dirigió a su casa.
La adjudicación del Complejo Deportivo implicaba una seguridad económica considerable y Marcia le esperaba expectante. Ni siquiera le dio tiempo a preguntarle. Recibió la primera bofetada con una estúpida sonrisa en la boca. Atónita, se limpio la sangre de la comisura de los labios con la mano, mientras dos gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas.
No preguntó por qué. Su mirada le delataba. Ella sabía que, tarde o temprano, él se enteraría de los múltiples favores pedidos a su padre y averiguaría que no todo lo alcanzado hasta ahora se debía a su calidad como profesional.
A partir de ese momento, cada frustración, cada negocio no conseguido, cada discusión de trabajo de Daniel, se traducía en una paliza para Marcia. Y ella aguantaba. La impotencia y la vergüenza le hacían callar. No podía contarles a sus padres lo que pasaba. Les habían hecho demasiados favores, y el delicado estado de salud de su padre no soportaría algo así. Además, a los niños les trataba bien. Era cariñoso con ellos y lo que más le importaba en la vida; ahora que su amor por Daniel había muerto, eran sus hijos.
Nadie a su alrededor, ni los más íntimos amigos, hubieran sospechado jamás, viéndolos juntos, que Marcia vivía un infierno. En público, todo eran atenciones por parte de Daniel. Ella se había acostumbrado a fingir delante de los demás y hasta disfrutaba de esos momentos de paz y de las muestras de cariño que le ofrecía su marido en esas ocasiones. A veces, hasta lograba olvidarse de todo. A veces, hasta podía llegar a pensar que aún la quería.
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Aquella mañana, Marcia se había levantado antes de lo habitual. Cuando él salió del baño, ella le esperaba sentada en un sillón de su dormitorio, cerca de la ventana. Le miró largamente y, entre lágrimas, le dijo que se iba. Él no la quería y ella no deseaba continuar viviendo ese infierno. Sus hijos ya no les necesitaban, aún eran jóvenes y podrían rehacer su vida.
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Golpeó y golpeo, utilizando puños y pies, hasta que Marcia se convirtió en una masa informe y sangrienta en el suelo. Con la mandíbula desencajada, su boca con cuatro dientes menos, dibujaba una grotesca sonrisa y lágrimas carmesí brotaban de sus ojos. |
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¿Rehacer su vida? ¿Pero en qué estaba pensado Marcia? Su mente se nubló y sus ojos, inyectados en sangre, sólo conseguían ver un bulto delante de él. Algo que golpear, algo con qué desahogarse. Entonces pensó que ella tenía a alguien; que ella le abandonaba por otro, y golpeó. Golpeó y golpeo, utilizando puños y pies, hasta que Marcia se convirtió en una masa informe y sangrienta en el suelo. Con la mandíbula desencajada, su boca con cuatro dientes menos, dibujaba una grotesca sonrisa y lágrimas carmesí brotaban de sus ojos. Tenía el cráneo abierto y una de las tres costillas rotas se había clavado en su pulmón izquierdo.
Daniel la dejó allí. Ahogándose en su propia sangre. Respiraba con dificultad, en obscena mueca, como un pez fuera del agua. Parecía una muñeca rota, tirada sobre la alfombra, de un azul cobalto, que se iba tiñendo de escarlata.
Ni siquiera la miró. Se quitó la ropa manchada con la sangre de Marcia; se duchó, se vistió y salió en dirección a su estudio. Poco antes de llegar al gran edificio comercial, pensó en ella, inconsciente, vestida de un rojo viscoso; sacó el móvil, llamó a una ambulancia y, suspirando profundamente, se adentró en la gran mole de hierro y cemento, y se dirigió al ascensor.
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Cuatro vidas. Cuadro desconocidos compartiendo unas horas en un ascensor, a la espera de continuar con su rutina.
La tormenta se ha ido alejando, y el edificio cobra vida de nuevo. Una voz les anuncia que enseguida estarán fuera. Y mientras todo vuelve a la normalidad, Jorge baraja posibilidades. Volver a casa y continuar con su próspera vida, o conservar la habitación del hotel en el que se aloja desde hace dos días, y salir esa noche de su despacho con sus objetos personales para no volver.
Julio ha rasgado el sobre, y pasea ansioso sus ojos por el papel buscando el resultado de los análisis. Y es en ese momento, antes de llegar a conocer lo que le espera, cuando el ascensor comienza a moverse y el papel cae de sus manos, al tiempo que Sara, llevándose las manos a su vientre, emite un primer y desgarrador grito. Son los primeros dolores de un parto prematuro. Su hijo, su ansiado hijo, está llegando, y un pensamiento invade su mente antes de que otra contracción la deje sin respiración. En esos momentos, su mayor deseo es que su hijo no tenga los ojos como su padre. Desea desesperadamente que los ojos de su bebé no sean de un verde profundo como los de Mario.
Las voces y el ajetreo de un constante ir y venir de personas, se confunden. Fuera, caen las primeras gotas de una refrescante lluvia, y abajo, en la calle, dos coches de policía exhiben sin pudor el azul de sus silenciosas sirenas. Las puertas de los vehículos se abren, dando paso a cuatro agentes uniformados que se dirigen al ascensor, con destino a la planta veinticinco.