quella hermosa noche de sábado, cuando Víctor Lince se dirigía a la fiesta de sociedad que daba don Diego Mendoza en el hotel Center de Madrid, se llevó una desagradable sorpresa.
En la puerta del hotel, en plena plaza de Carlos V, una mujer desquiciada insultaba con horribles gritos a don Diego Mendoza y, al final, trató de quemarse a lo bonzo con su propia lata de gasolina. Entre los bomberos y la policía la salvaron a duras penas cuando ya estaba ardiendo.
Instantes después, una ambulancia de urgencias custodiada por la policía se llevaba a la pobre mujer, con ruido y luces de sirenas. Eso fue lo que vio Lince al bajar del taxi, así que entró con cierta desazón en la recepción del hotel donde se daba la mejor fiesta de la noche de Madrid.
Pero aquel incidente no alteró el éxito de Lince en cuanto entró al salón. Como siempre, la mayoría de las mujeres, y también algunos hombres, quedaron subyugados por el atractivo irresistible de su simple presencia y de la fama que la precedía: «¡Ha venido Víctor Lince!», decían los asistentes mirándole, «¡Lince está entre nosotros!».
Víctor Lince era bastante joven, alto y delgado, con cara angelical y rasgos perfectos de niño bueno. Peinaba su abundante cabellera rubia con estudiado descuido. Vestía esmoquin negro con pajarita, y unas gafas de sol terminaban de darle un aire elegante y misterioso.
El propio Diego Mendoza le dio la bienvenida al salón, ya casi lleno de la alta sociedad madrileña, vestida de etiqueta. El pobre viejo quería seguir siendo un buen anfitrión, aunque tenía el rostro descompuesto por el incidente de antes. Menudo jaleo se había formado en la puerta. Los curiosos no se ponían de acuerdo: algunos criticaban al rata del magnate Mendoza, mientras otros culpaban la falta de la mujer loca.
La policía, apostada en la entrada del hotel, impedía a los curiosos el acceso. Un grupo de la comisaría de Centro se encargó de la seguridad toda la noche, al mando el inspector Jorge Leiva, con sus agentes Prieto y Castilla, e incluso se rumoreaba que habían infiltrado a agentes de paisano dentro del salón. A su lado, los recepcionistas del hotel controlaban que sólo entraran los invitados a la fiesta y los demás clientes acreditados, para evitar incidentes dentro del local.
En el salón, Lince sentía casi lástima por el atribulado Diego Mendoza.
—¿Quién era esa mujer? —le preguntó.
Mendoza se limpió el sudor de la frente con su pañuelo inmaculado.
—Una antigua clienta manirrota, que ahora pretende endosarme sus desgracias. Pero no quiero aburrirte con los problemas inacabables que me está causando la crisis. Seguro que tienes algo preparado para distraernos.
—En efecto —dijo Lince.
Sacó tres cartas curvadas por el centro de la baraja española, se sentó tras una mesita de canapés y la despejó, dejándola sólo con el mantel blanco. Enseguida, la gente se apiñó a su alrededor. Mendoza se situó frente a él y le dijo:
—¿Vamos a echar una partida tan temprano?
Tras la mesita, Lince torció el gesto:
—¿Una partida? ¡Qué vulgaridad! Yo nunca juego a las cartas.
La chica de Mendoza se aproximó cimbreando sigilosamente sus curvas para abrazar a su oronda pareja por la espalda.
—Este joven sólo nos va a hacer un juego —dijo—. ¿No me lo presentas?
Mendoza lo hizo a regañadientes. Su última conquista, Carla Martel, era demasiado joven y guapa para darle cuerda. Vestía provocativa en las fiestas, bebía mucho champán, bailaba con cualquiera y quería conocer a todos los jóvenes atractivos que entraban al salón. Las comidillas de la alta sociedad se preguntaban de dónde la había sacado Mendoza, pues era evidente que aquella muñeca jovencita y caprichosa estaba con él por su inmensa fortuna. Y ahora, las chispas que saltaban entre Carla y Lince desde el primer momento no presagiaban nada bueno. Con aquello y la mujer loca de antes, Mendoza no paraba de limpiarse el sudor de la frente y la papada con su pañuelo cada vez menos blanco.
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Vestía provocativa en las fiestas, bebía mucho champán, bailaba con cualquiera y quería conocer a todos los jóvenes atractivos que entraban al salón. |
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—¿Juegas? —le preguntó Lince a Carla Martel.
Carla miró a Lince con sus altivos ojos color miel, los labios entreabiertos y su hermoso rostro algo ladeado por la curiosidad. Peinaba lisa su melena castaña, que le caía por los hombros de su cuerpo exuberante. Respondió con un «no» elocuente y volvió a Lince la cara con desprecio. Mendoza estaba cada vez más nervioso. Los invitados alrededor observaban divertidos.
—¿Ya os conocíais? —le preguntó Mendoza intrigado a su chica.
—Claro que no —repuso Carla—. ¿Por quién me tomas?
—Pues entonces, acepta el juego, preciosa. No me dejes en evidencia delante de mis invitados —y se limpió otra vez el sudor con el pañuelo.
Carla accedió a regañadientes. Enfadada, su rostro juvenil estaba más bello aún. Lince mostró las tres cartas sobre la mesa: el dos de bastos, el dos de espadas y, en medio, el as de oros. Luego las volvió boca abajo.
—¿Dónde está el as de oros? —preguntó.
Con un leve movimiento de manos, pasó el as primero a su izquierda y luego a su derecha. Puso un billete de 50 euros sobre la mesa, miró a Carla y le dijo:
—Apuesten.
Carla sacó con cara de asco otro billete de 50 y lo puso sobre el suyo. Luego, señaló con su aguda voz impertinente:
—El as está aquí, a tu derecha.
—¿Seguro? —preguntó Lince.
—¡Claro! —dijo Carla. A su lado, Mendoza se frotaba nervioso las manos.
Lince descubrió la carta de la derecha. Era el as de oros. Carla soltó una malvada carcajada de contento, tomó los cien euros y se los dio a Mendoza, que los cogió enfadado. Por suerte, Lince no era un jugador demasiado hábil y su truco para hacerse notar en la fiesta le salió por la culata.
—Vamos, señorita Carla —dijo Lince—, no se ponga así. Usted gana. Es sólo un juego para divertirnos. Eso trataba de mostrarles.
Los invitados reían de buena gana. Mendoza se llevó del brazo a su chica, para rescatarla a su esfera privada. De espaldas, las poderosas curvas de Carla oscilaban más aún.
Lince se acercó a la barra para pedir dos copas de champán. En cuanto se dio la vuelta con las copas en las manos, ya le rodeaban las damas para que les contara sus chistes y sus aventuras. Él las despachó con un par de chascarrillos soeces, que las mujeres de etiqueta rieron con altas carcajadas, y luego se dirigió al tranquilo ventanal del fondo para toparse con lo que estaba buscando.
Asomada al ventanal, Carla Martel disfrutaba con una vista espectacular de la Plaza de Carlos V mientras anochecía. Lince se le acercó por detrás.
—¿Otra vez sola? —le dijo—. Mendoza no te guarda muy bien.
Carla se volvió sorprendida. Un instante después, le miró a los ojos y le dijo:
—Déjame en paz, canalla. Vas a estropearlo todo.
Lince se limitó a emitir un leve gruñido de orgullo.
—¿Ahora eres Carla Martel?
Era evidente que la agente Carla Ruiz necesita un nombre falso para infiltrarse. Elegía Carla “Martel” porque era el nombre artístico que pensaba adoptar en cuanto pudiera establecerse como modelo y actriz, en honor a Paula Martel, la actriz de los años 60 que más admiraba, la primera que interpretó a Ninette y un señor de Murcia, del gran Miguel Mihura.
—El abogado de Mendoza ha venido para darle las escrituras de propiedad —le explicó—. Diego me dijo que le esperara aquí y que regresaría enseguida. Creo que quiere mantenerme lejos de ti, porque eres un lince, pero no lo consigue.
Lince miró los bellos ojos color miel de Carla y le dijo:
—Toma una copa. Pareces preocupada.
—Es por esa mujer, Gema Fernández —Carla cogió la copa de champán—. Ha hecho algo horrible que no se me va de la cabeza.
—Debía tener sus motivos —observó Lince.
—El banco la desahució de su piso, en el barrio de Usera. Tiene marido en paro y tres hijos pequeños. Están en la calle y el bloque entero de pisos pertenece a Mendoza, que fue quien lo construyó. No sé cómo lo hizo con el banco, pero ahora ese monstruo sin escrúpulos ha negociado para quedarse con él.
—No te preocupes —le dijo Lince—; si te has casado con Mendoza, tú también serás dueña de ese bloque de pisos.
—Eres muy gracioso —Carla dio un sorbo a su copa de champán y luego miró a Lince con desdén—. Tú tampoco tienes escrúpulos.
—Claro que no. De lo contrario, no estaría aquí —Lince sacó un paquete de tabaco—. Cometamos el mayor delito de nuestra época: ¡Fumemos un cigarrillo!
Carla cogió un cigarrillo y lo encendió, subyugada por la compañía de Lince. Entonces volvió Diego Mendoza de recoger los documentos, que sobresalían triunfantes del bolsillo de su chaqueta. Venía eufórico, pero al encontrar a Lince coqueteando de nuevo con su chica, no lo pudo sufrir. Sacó un pequeño revólver del bolsillo y amenazó con él a Lince, como los maridos burlados del siglo XIX.
Se armó un buen jaleo. Las damas chillaban. Los caballeros sujetaban a Mendoza, pero éste insistía en que Lince quería arrebatarle a su joven novia. Dada la fama que tenía Lince, una leve insinuación en ese sentido le hacía sospechoso. Pero la alta sociedad de Madrid no quería que se cometiera un asesinato en el mismo salón del hotel. Por su parte, Lince no estaba dispuesto a reconocerse culpable tan a la ligera y abandonar humillado el hotel.
—Hagamos una cosa —dijo Lince—. Usted ha ganado hace poco en los negocios un bloque nuevo de pisos en Usera, ¿no es cierto?
—Sí, ¿y qué? Ese bloque era mío.
—¿Qué ama más, ese bloque de pisos o a su novia?
—Menuda tontería. ¿Qué tendrá que ver? ¡A Carla, por supuesto!
Lince sacó del bolsillo sus tres cartas de la baraja española.
—Apostemos para solucionar este asunto. Si gana usted, se queda con su chica. Si gano yo, me entrega la escritura de los pisos.
Alrededor, las damas miraban intrigadas. Los caballeros jaleaban a don Diego Mendoza para que aceptara el reto, divertidos con el episodio.
—¡Vaya apuesta de granuja! —dijo Mendoza guardándose de nuevo el pequeño revólver en el bolsillo—. Yo siempre pierdo. ¡Carla Martel ya es mía! Hagámoslo de otra manera. Si yo gano, te desnudarás delante de todos, nos pedirás excusas de rodillas a mi novia y a mí, y te irás de Madrid para no volver nunca más.
Lince no pensaba aceptar una apuesta tan denigrante, pero las mujeres le animaban a hacerlo, escandalizadas por la morbosa riña, y los hombres le presionaban aún más, con tal de verle vencido y humillado. Al final, Lince aceptó a regañadientes.
Los caballeros lo prepararon todo: acercaron una mesita con tapete blanco y una silla para que Lince pudiera sentarse y poner las cartas. Las señoras reían sofocadas y cuchicheaban unas con otras, ante la posibilidad de ver desnudo a Víctor Lince. Carla miraba a distancia, molesta por el cariz que estaba tomando la noche.
Sobre la mesita blanca, Lince colocó resignado los tres naipes. El dos de bastos, el dos de espadas y, en medio, el as de oros. Luego, los volvió boca abajo.
—¿Dónde está el as de oros? —le preguntó a Mendoza.
Éste miró con atención a las tres cartas.
Con un movimiento muy rápido en esta ocasión, Lince las cambió de sitio alternándolas tres veces y dijo:
—Apueste. ¿Dónde está el as?
Mendoza se rascó confuso la cabeza. En el público que los rodeaba, unos gritaban: «¡En la izquierda!», otros: «¡En la derecha!», y algunos pensaban que seguía en el centro. Mendoza miró asustado a Carla, que le hizo una señal para que se fueran de allí. Ya era demasiado tarde, no podía huir de la apuesta delante de todo el público. Entonces quedaría como un cobarde, incapaz de asumir sus compromisos con testigos.
Miró de nuevo las cartas. Trató de recordar, de reconstruir los movimientos de las manos de Lince cambiando los naipes de sitio. Al final, señaló la carta de la izquierda, enjugándose el sudor con su pañuelo.
—Aquí está el as de oros.
—¿Está seguro? —le preguntó Lince.
—¡Sí! —pero a Mendoza le temblaba su papada sudorosa.
Lince levantó la carta de la izquierda. Era el dos de espadas.
—Lo siento. Ha perdido.
Mendoza hizo amago de irse.
—¡Ha perdido, señor! —dijo Lince—. ¡Todos le han visto!
Los caballeros sujetaron a Mendoza para que no escapara. Las mujeres le miraban con reproche. En efecto, había demasiados testigos de su derrota. Lince extendió la mano con autoridad:
—La escritura de los pisos, por favor. Ahora soy rico.
Mendoza se secó una vez más la papada con el pañuelo. Los asistentes le demandaban que cumpliera su deuda. Carla le miraba con reproche, como a un desalmado cabrón que además se había convertido en un perdedor delante de todos.
No tuvo más remedio que sacar de su bolsillo las escrituras de propiedad y dárselas a Víctor Lince, quien las cogió con satisfacción. Todos los asistentes miraban la escena en un grave silencio. Mendoza intentó coger de la cintura a Carla, pero ésta se apartó desdeñosa. Entonces Mendoza abandonó el salón, lento y cabizbajo. Sus leves pasos se oían en el suelo. Todas las miradas le seguían.
Apenas un minuto después, cuando Mendoza ya había dejado el salón, los asistentes oyeron un disparo. Algunos corrieron afuera, y encontraron a Mendoza en el suelo del lujoso vestíbulo del hotel, muerto por un tiro de su propio revólver en la cabeza. No había podido sufrir la pérdida del negocio y de su chica a la vez ante tantos testigos.
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Algunos corrieron afuera, y encontraron a Mendo-za en el suelo del lujoso vestíbulo del hotel, muerto por un tiro de su propio revólver en la cabeza. |
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La policía que vigilaba el exterior entró enseguida. El inspector Jorge Leiva repartió a sus agentes antes de inclinarse sobre el cadáver. Prieto y Castilla corrieron al salón para buscar a los culpables de lo ocurrido. Carla Ruiz se quedó controlando la entrada, con cara de circunstancias y los brazos cruzados.
Entonces, todos se volvieron hacia Víctor Lince, pero el ventanal estaba entreabierto y ya había huido antes de que entrara la policía.
La misma noche, antes de desaparecer de la circulación, Víctor Lince hizo una visita a la unidad de quemados del hospital donde se encontraba ingresada Gema Fernández. Allí estaba su marido. Los niños se habían quedado en casa de su hermana.
—¿Vivirá? —dijo Lince, mirando a la mujer vendada e inmóvil en la cama.
—Los médicos dicen que sí. Por suerte la detuvieron a tiempo —lloriqueó el marido. Luego, miró a Lince con extrañada admiración—: ¿Lo trae?
—Claro —dijo Lince—. El bloque entero. Pueden volver todos los vecinos.
Y soltó las escrituras de propiedad sobre la cama. El marido las cogió con devoción para comprobar que era cierto lo que veían sus ojos. Luego, se volvió con lágrimas de emoción para dar las gracias a Lince, pero éste se había esfumado.