Si el psicodrama
logra que el paciente, o sujeto del mismo, comprenda a través de
su subconsciente la razón de su queja, ya habrá cumplido su
objetivo. No obstante, en modo alguno tiene ninguna pretensión,
sino la de representación.
l capitán Rawlins Contreras guiaba la goleta María Violenta III
en medio de una fuerte marejada. Desde el puente de mando pitó
tres veces para informar a la tripulación de las órdenes
necesarias. «Diez grados a estribor», le gritó al timonel
Yourcenar Pavez, quien, como el eco, respondió: «Diez a
estribor, proa a sotavento». Las murmuraciones de la tripulación
quedaron ensordecidas bajo la espuma, llena de sal embravecida.
La María Violenta III se estrelló contra los muros verdes de las
aguas del Báltico. «Aseguren el foque al bauprés», gritó Rawlins
a Somoza, que intentaba escapar de cubierta. «Nos lleva a la
muerte», dijo este, y agregó: «¿Quién se cree?». El capitán
repitió la orden. «Prefiero abandonar», gritó Somoza,
arrojándose temerariamente por la borda, intentando llegar a
nado a Dantzig. Mientras tragaba algas del norte, azuzó a la
tripulación que lo miraba asombrado: «Cualquier acción heroica
vale más que rendir la libertad», y desapareció bajo la
encrespadura de una enorme ola. Más allá, pataleando como bestia
mojada, alcanzó a decir desde la cresta: «Tengo derechos; y
nadie los habrá de conculcar», luego desapareció bajo un
remolino de espumas.
Las murmuraciones de la tripulación alcanzaron casi el rumor del
Báltico. La María Violenta III hundió la proa en un muro salino.
«¡Alguien que ate el maldito foque al bauprés!», gritó el
capitán. «No es justo», dijo uno superando el bramido del
Báltico, «aún no hemos votado si corresponde». «¡Maldita sea!»,
gritó Rawlins inclinando toda la tensión de su cuerpo hacia
cubierta, «este es el gobierno de mi barco».
Rambeau Maldonado, agarrado de la amura por estribor, avanzó
hacia el bauprés, bajo el cual una talla representaba a una
guerrera nórdica desnuda, estrangulando a Neptuno. Al amparo de
una cangreja, el mismo marino que pedía votación preguntó con
desprecio a Rambeau: «¿Tú de parte de quién estás?». Rambeau
Maldonado siguió avanzando hacia el bauprés. «Este es el que va
con los soplos, después», dijo entonces, lanzando un escupitajo
a cubierta. «Necesito ayuda aquí», reclamó Rambeau. «¡Jamás!,
que nadie le ayude», respondió el mismo marino rebelde. «Echemos
un bote y abandonamos este naufragio», invitó luego a quienes le
rodeaban. Mientras intentaban bajar una de las chalupas, el
capitán Rawlins Contreras tomó un arcabuz de la cabina, y con el
gesto frío, como los hielos del norte, le descerrajó un tiro en
el cráneo al rebelde, cuyos sesos se enredaron con las algas
bálticas del mar embravecido que se lo tragaba. «¡Que nadie más
lo intente!», advirtió Rawlins inexpresivo, pero severo, «si
alguien quiere abandonar, lo hace a cuero pelado, como Somoza».
«Si Somoza pudo nadar hasta Dantzig, nosotros también lo
haremos», dijo Toole Ortiz, y se lanzó por la borda. «¡La
libertad es nuestra!», gritó antes de hundirse en el frío mar.
Otros lo siguieron, enfervorizados. Algunos miraban incrédulos,
otros se despedían de los que se iban, con admiración. Unos
pocos más pensaron que era necesario suicidarse por defender una
causa, y aun sabiendo que no había un destino, lanzaban
consignas llenas de emoción y sentido antes de arrojarse al
potente flujo encabritado. También hubo quien se ataba a un cabo
y se lanzaba al oleaje desordenado, manteniéndose al pairo, en
espera de los sucesos. Muchos exigían al capitán, ser lanzados
por la borda, o pasados por la quilla.
«Ahora tú» dijo Rawlins, y mostró con el cañón del arcabuz a
Moliere Méndez, «ayuda a Maldonado con el foque, o te reviento
el culo». Moliere salió a cumplir la orden apoyado en la banda
de babor, aterrado y sin quitar la vista de la boca del arcabuz.
Los otros se dispersaron murmurando, mientras la María Violenta
III galopaba encabritada a sotavento. «Aflojen las escotas y
recojan los trapos de las latinas», gritó el capitán, cuando la
tripulación volvió a sus lugares. Bajo el trinquete y la verga
de mesana se reunieron grupos maldicientes, que murmuraban
mientras cumplían sus obligaciones.
Yourcenar se había atado al timón, y luchaba por mantener el
rumbo que encabritaba a la María Violenta III. Rawlins intentaba
trazar un curso en las cartas de navegación que lo llevara fuera
de la tormenta, cuando oyó un torbellino a sus espaldas que no
era el rugido del Báltico. Antes que lograra ver a Hemingway
Ayala, este le había pasado el puño, con algo brillante desde
debajo de la oreja izquierda hasta un palmo más allá de la nuez.
Alcanzó a oír un silbido áspero y su pecho se tiñó de rojo.
Después cesó, para él, la tormenta.
Hemingway empujó a Rawlins a un lado, mientras limpiaba el
alfanje que lo había degollado, en su pantalón húmedo de sal y
algas. Cuatro marinos tras él, festejaron la limpieza del acto.
Hemingway se asomó al puente y gritó al timonel: «¡La libertad
llegó a este barco! Estás relevado». Yourcenar Pavez miró
incrédulo, y siguió maniobrando el timón para sostener el rumbo.
Otro de los amotinados recogió el arcabuz de Rawlins y encendió
la mecha. Tres segundos después, partía en dos a Yourcenar
Pavez, que quedó colgando de las cuerdas con que se había
amarrado a la rueda del timón. Todos festejaron la precisión del
tiro. Muchos otros llegaron a la cabina de mando. Hemingway
Ayala señaló a Rulfo Hernández y le dijo: «Tú desata a Pavez y
hazte cargo del timón».
—¡Ah! no —replicó Rulfo, escupiendo un grueso gargajo al suelo—.
Ahora tenemos democracia. Vamos a votar quién hace qué.
—El único con derecho a voto soy yo —respondió Hemingway
apoyando el filo de su alfanje en la garganta de Rulfo.
Alrededor se elevó un vocerío que casi apaga la fuerza del
oleaje. «¡Democracia!», gritaban los más. «Todos tenemos los
mismos derechos», decían otros. Uno preguntó, sacando también un
fiero corvo: «¿Alguien cree tener más derechos que yo?». En
medio de este desorden de cuchillos y filos especulados había
treinta y siete aspirantes a capitán y ninguno a marinero.
La nave sin mando siguió al garete, quedando su banda de
estribor enfrentada a la furia báltica, con lo que comenzó a
escorarse sobre babor, a punto de zozobrar. Hemingway empujó la
punta de su alfanje sobre el gaznate de Rulfo, hasta que saltó
un hilillo rojo que escurrió hasta el pecho de éste.
—¿Eres mi timonel, o sigo hasta el centro de tu inmunda
garganta? —preguntó.
—So... soy timonel, mi ca... capitán —tartamudeó Rulfo
Hernández.
Los murmullos callaron, y los filos volvieron a las cinturas, y
a las botas. Cada uno retomó sus funciones de siempre, sin
alegría ninguna.
El capitán Hemingway Ayala, al mando de la goleta María Violenta
III, en medio de una fuerte marejada, pitó tres veces, desde el
puente de mando, para informar a la tripulación de las órdenes
necesarias. «Diez grados a estribor», le gritó al timonel Rulfo
Hernández, quien, como el eco, respondió: «Diez a estribor, proa
a sotavento». Las murmuraciones de la tripulación quedaron
ensordecidas bajo la espuma, llena de sal embravecida. La María
Violenta III se estrelló contra los muros verdes de aguas del
Báltico. «Aseguren el foque al bauprés», gritó Hemingway a
Solorza, que intentaba escapar de cubierta. «Nos lleva a la
muerte», dijo este, y agregó «¿Quién se cree?». El capitán
repitió la orden. «Prefiero abandonar», gritó Solorza,
arrojándose temerariamente por la borda, intentando llegar a
nado a Dantzig. Mientras tragaba algas del norte, gritó a la
tripulación que lo miraba asombrado: «Cualquier acción heroica
vale más que rendir la libertad», y desapareció bajo la
encrespadura de una enorme ola. Más allá, pataleando como bestia
mojada alcanzó a decir, desde la cresta: «Tengo derechos; y
nadie los habrá de conculcar», luego desapareció bajo un
remolino de espumas.
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