¡OTRA VEZ HORAS extras! ¡Estoy harta de trabajar
tanto! Ya es jueves, ¿y qué he hecho? Nada. Ir al
banco, pagar las tarjetas, pagar el teléfono, no
pagar las expensas, y trabajar, siempre trabajar.
Hace seis años, cuando entré a la empresa, parecía
que mi mundo iba a cambiar. Había conseguido un buen
trabajo después de tanta búsqueda. Toqué el cielo
con las manos, toda mi vida resuelta. Un buen
sueldo, parecía buena gente, interesante, sobre todo
Juan, ¡muy interesante!
Basta de galguear y levantar la hipoteca, y a
respirar un poco, pensé. Después de tanta angustia,
qué difícil esto de elegir ser sola. ¿Elegir?,
bueno, lo que sea; elegir o no elegir.
Recuerdo el primer día. ¿Qué me pongo? Parece una
empresa importante, el currículum solo no basta.
Menos mal que, en un segundo de inteligencia
práctica, me dije que te miren, y, con sumo cuidado,
elegí cada prenda, cada accesorio. ¿El collar o la
cadena?, estas pulseras, ¿las medias color hueso o
negras? El perfume, ese que todos me dicen ¡qué
rico!
Tomé un taxi y entré a la oficina como si la
conociese de toda la vida. No tenía que notarse el
miedo. Esperé un momento y una chica muy joven y
bonita me hace pasar al despacho del jefe. Primer
impacto. Un lugar donde todo parecía estar con una
pátina de color sepia. Las paredes, de madera
oscura; la biblioteca, desordenada, dando a entender
que se usa. Unas estampas de grabado, unas tintas y
unas fotos de rostros interesantes colgadas en las
paredes. Frente a la puerta, el escritorio, de cuero
verde en su tapa, y allí, Juan estaba sentado.
Canoso, moreno, alto y delgado, comprobé cuando, muy
amable, se levantó del sillón y me acercó una silla.
Sus manos eran preciosas. Dedos largos y finos, uñas
grandes y cuidadas. Me miró sonriendo y tuve que
hacer un esfuerzo para no salir corriendo. Se quedó
en silencio un momento, me estaba estudiando. ¡Qué
desgraciado!, pensé; me está poniendo nerviosa, y lo
hace a propósito.
Me salieron mis ancestros luchadores y sentí que
recuperaba mi compostura, y desafiándolo, como
midiendo fuerzas, le dije: Mire, por favor, esta
carpeta; en ella verá cuáles han sido mis
experiencias y mi trabajo en estos proyectos. Se
sonrió, entendió el reto y con una sonrisa
encantadora firmó la tregua. Así comenzó mi
historia, así cambió mi vida.
En la empresa trabajaba poca gente. Un arquitecto,
persona muy alegre y bonachona. Con él siempre sentí
que podía estar distendida. La recepcionista, muy
joven y con muchas ideas absolutas y extremistas
propias de la edad. En la contaduría, Amelia, una
mujer de carácter muy seco y ácido, haciendo notar,
en cada momento, nuestras equivocaciones. De edad
indefinida, guardaba quién sabe qué secretos. Dos
chicos estudiantes de arquitectura, en el despacho
técnico y un cadete, que desentonaba con lo formal
de la oficina, alto, desgarbado, con pantalones que
parecían estar colgando del cuello.
Poco a poco fui conociendo el movimiento de la
empresa. Venían semanalmente arquitectos,
decoradores y gente de obra. Eran reuniones para
decidir sobre la marcha de las construcciones. Me
fui ubicando, fui encontrando mi espacio y los demás
también reconocieron mi lugar.
Juan fue muy amable conmigo el primer día de mi
trabajo. Cuando entré a mi despacho, un ramo de
azules flores me esperaba sobre el escritorio.
Despedían un perfume embriagador, eran flores
exóticas. Una tarjeta decía «Feliz comienzo, larga
estadía, Juan Pablo Morales». No había salido de mi
asombro cuando él entra sosteniendo una bandeja de
plata con dos cafés humeantes. Primer desayuno de
trabajo, me dijo. Era demasiado para una vida
sencilla y tan solitaria como la mía. Traté de que
no se diera cuenta de lo mucho que me había
impactado. Por alguna razón o por muchas, siempre
tratando de disimular mis sentimientos. ¡Qué mala
pasada me habían jugado! ¡Y qué marca dejaron a su
paso!
Juan, me enteré después de un largo tiempo, era
amable con todas sus empleadas. Eso que creí para mí
sola lo había hecho con todas las chicas nuevas que
entraron, se encargó de contarme Amelia en un
almuerzo compartido. El jueves, últimamente, era el
día de salidas y de los mejores espectáculos, pero
la alegría de la gente en los bares y el saludo de
los encuentros me molestaban. Era solitaria y mis
compromisos solo eran de trabajo.
Hace casi seis años, mi vida quedó suspendida en una
llamada que nunca se producía. Mi carácter, cada vez
más agrio; mi paso, más pesado, y, si me dejaba
llevar por mis pensamientos, solo había tristeza en
ellos.
Un día, camino de mi casa tomo una decisión
inesperada. ¡Hoy lo mato; no me importa nada! No me
asombró mi decisión, creo que es algo mucho tiempo
antes pensado. Busco las llaves que, como siempre,
nunca encuentro, y debo vaciar mi bolso en la
vereda. Estas pequeñas acciones, hechas todos los
días a la misma hora, como un ritual, como una
ceremonia. Nada cambia, se repiten los mismos
movimientos, en el mismo tiempo en estos últimos
seis años. Pero esta noche, la entrada al
apartamento fue diferente, iluminé todas las
habitaciones, ahora no esperaban llamadas. Que no
interrumpan mi plan, quiero organizar todo con
calma.
Preparé algo de tomar: una buena copa no me vendría
mal. Me coloco la bata, tomé una fruta y desplegué
en el suelo todo lo que me haría falta. En primer
lugar, quiero tener las fotos, esas que se fueron
acumulando a lo largo de más de cinco años. Las
direcciones, los fósforos con el nombre de los
lugares de los encuentros, las servilletas de papel
con inscripciones o manchas que significaban
momentos muy especiales, alguna que otra cosa
guardada en la caja dorada como un tesoro. Y así,
desplegados sobre una alfombra de dos por dos,
estaban mis mejores seis años desperdiciados. Así
comencé a odiarlo. Así, paso a paso, mi plan se iría
cumpliendo.
Me di cuenta de que en la vida no había sido nada.
Detrás de su sombra, sin gritarle lo mucho que le
amaba. Me miré al espejo que tenía delante y esa
imagen que vi reflejada me espantó. Quise liberarme,
pero ahí estaba ella mirándome cada vez que
levantaba la vista, y en sus ojos la pregunta
«¿cuándo?». ¡Cuánto te odié! ¡Cuánto mal me has
hecho! Y este reproche era a los dos, al de las
fotos y a esa que me estaba mirando.
No debería matarlo, me dije, ¡debería matarlos a los
dos! Esa resolución me dio un poco de calma. Me
serví otra copa, ahora con un poco más de ron. La
sensación de inestabilidad me agrada, es como
despegarme un poco del lastre que me tiene aplastada
contra el suelo. Empecé a acomodar cronológicamente
las fotos. Esa manía de tener todo registrado en
imágenes, casi mes a mes, me permitía contemplar el
paso de estos seis años.
El cambio de cortinas en el estudio del arquitecto.
No me gustaban las que tenía, e insistí tanto que
logré que las cambiara. Él estaba para las grandes
obras, no para los detalles, pero era un amigo
condescendiente con su amiga confesora. Me contaba,
con lujo de detalles, sus amores y desamores, y
escuchaba mis consejos como si fuesen dados por
persona versada en esos asuntos.
La reunión el Día de la Secretaria. Qué día. Me
habían hecho hermosos regalos. Hasta Amelia, con una
sonrisa forzada, salió en las fotos. Juan había
preparado un día especial para festejarlo. ¡Estaba
en todos los detalles!
La fiesta de fin de año en ese lugar iluminado con
velas en las mesas y pequeños focos en la pared. Se
podía ir acompañado; por supuesto fui sola y él me
dio la alegría de estar solo también. Amelia fue con
un amigo tan agrio y callado como ella.
El brindis, las manos unidas, cantando esa canción
de los 60, el baile. Yo y él, por primera vez
juntos, sintiendo de cerca ese perfume que reconocía
en sus abrigos, en sus camisas, en su despacho,
cuando entraba al mío y me envolvía con su voz grave
y su fragancia, y me acercaba a su cuerpo con firme
delicadeza.
La música me envolvía, su mano en mi cadera me
empujaba a su cuerpo. Sentía el ritmo de mi corazón
en su pecho. Mi cabeza apoyada en su hombro. Poco a
poco, me fui aflojando y mi cuerpo se entregó al
suyo y sentí que ¡era mi hombre! El champán, el
perfume, las velas y la música hicieron de esa noche
la más bella para mí. Y en silencio, esa noche,
cuando él me colocó el anillo en el dedo, un anillo
de oro y plata trenzada que para mí fue la alianza,
me casé para toda la vida.
El ron iba causando su efecto en medio de todas esas
cosas desparramadas a mi alrededor. Me sentía bien,
casi en calma. Miraba el anillo que, desde hace dos
años, está en mi mano izquierda, único testigo de
esa ceremonia secreta y ahora testigo será de la
otra. Más que testigo, será casi responsable.
Levanté los ojos y miré a quien, reflejada frente a
mí en el espejo, me devolvía la mirada.
Te mataré, le dije con mucha calma; te mataré,
porque fuiste quien me separó de él. No respondió
nada, pero yo estaba decidida a mandarla a la
eternidad. Soporté su presencia todo el tiempo. Me
hacía decir lo que no debía, me hacía callar cuando
enérgicamente ponía un sello en mi boca para que no
la abriera. Ahora que lo pienso, me dice, ¿estás
celosa de mí?, ya sabes que no te quiere, que me
quiere a mí; soy más agradable y más amante que tú.
La miré, pero ella solo reflejaba un rostro
inanimado. Fue la forma en que siempre me dominó.
Volví a mis fotos y, contemplando una de ellas, me
pareció reconocerla. ¡Bailaba con él! ¡No era yo,
sino ella! Este descubrimiento me dejó helada. ¡No
puede ser…! ¡Si mi cuerpo sintió su mano
acariciándome, si mi corazón fue el que latió en su
pecho! ¡No puede ser! ¡No puede ser!, casi grité.
Una película pasó delante de mis ojos y se sucedió
mi vida en pequeñas tomas, desde mi infancia hasta
ahora. Podía entender qué me había pasado: fue ella
quien me lo sacó, por eso esperé durante años su
llamada. Me lo prestó en determinadas ocasiones,
pero solo fue un préstamo para aumentar mi amor y
gozar viéndonos. Ahora entiendo todo, ahora
comprendo por qué me miraban de esa forma mis
compañeros de trabajo. Ahora comprendo ese almuerzo
con Amelia. Ella, a pesar de todo, fue la única que
quiso decirme la verdad y me acercó a ella.
Tomando ánimos, cogí el ron que había a mi lado, lo
vacié en las fotos y busqué el encendedor en la
cajita de bronce, sobre la pequeña mesa ratona. La
miré al espejo, y le dije quedarás destrozada, no
habrá una sola parte de ti que se salve. Demasiados
años jugándome en contra.
Recogí las fotos, todas mojadas de alcohol. Ya no
había rostros, solo manchas informes, pero eso no me
bastaba. Acerqué el encendedor y una llama azulada
bailó ante mí. Miré al espejo y solo vi llamas.
—¡Te maté, te maté, te maté!
—Hola, vienen a visitarte.
Sentada en mi sillón, con la traba puesta para
inmovilizarlo, miré hacia la puerta. Un señor
canoso, delgado y moreno traía en las manos un ramo
de azules flores perfumadas. Lo miré y le dije:
—¿Es para mí o para ella? |