lejandra
Pultrone nace el 24 de marzo de 1964 en Buenos Aires, ciudad en la que reside,
República Argentina. Es profesora en Letras por la Universidad de Morón. Desde
1997 y hasta 2009, de modo ininterrumpido, realizó estudios de psicoanálisis. De
entre las antologías nacionales y extranjeras en las que ha sido incluida,
destacamos “Animales distintos: Muestra de poetas argentinos, españoles y
mexicanos nacidos en los sesentas” (Ediciones Arlequín, ciudad de México, 2008).
Fue directora de “Stevenson” (1992-1997), librería especializada en poesía, y
asistente de dirección de la revista-libro de literatura “Sr. Neón”, desde sus
inicios (nº 1, julio 1992) hasta su edición final (nº 10, diciembre 1995).
Co-dirigió el sello editorial de poesía “Libros del Empedrado” (1994-2004). En
soporte papel publicó los poemarios “La cuerda del silencio” (1991) y “Hopper”
(1995). Este último cuenta con segunda edición en formato caja-libro (2005). En
formato caja-libro apareció en 1997 un tercero: “Ciudad demolida”, el cual
tiene, lo mismo que “Hopper”, edición electrónica (por Nostromo Editores, en
2006 el primero de los citados, y en 2003 el segundo). Un cuarto poemario,
“Restos de poda”, fue editado electrónicamente en 2004 por la revista española
“Teína”. Inéditos permanecen “Seca palabra” (2005) y “Aflicción” (2013).
1.—
¿Despuntar de recorridos desde la palabra y la escritura?
AP.—
Mi primer encuentro con la literatura fue desde la voz de mis padres: mi madre
fue la de la narración: me leía mis “cuentitos” españoles ilustrados por Juan
Ferrándiz —esos que se vendían en los kioscos de diarios y revistas— y las
historietas de La Pequeña Lulú. Mi padre fue la voz de la invención: me
narraba historias donde todas las princesas llevaban mi nombre. El mío pertenece
al de una princesa inglesa admirada por mi madre por su elegancia, inocente
ideal para una niña criada entre hermano y primos varones. Un deseo que ella dio
a luz junto conmigo, según instala la novela familiar, ya que iba a llamarme
Nora. Mi educación y formación espiritual fue católica apostólica romana desde
el inicio, a diferencia de la de mi hermano, que recibió su educación primaria
en la escuela pública y laica, y sólo en la adolescencia prosiguió en una
escuela católica. Entonces, mi infancia estuvo atravesada por hagiografías para
niños y catequesis post Concilio Vaticano II, novelas de la colección Robin
Hood, las de Luisa Alcott y Juana Spiry, historietas de Disney editadas en
México, las revistas Billiken y Anteojito. Y las historias de la
vida de heroínas románticas como Santa Teresita de Lisieux y Bernardette
Soubirous, “una mezcla milagrosa”, como dice el tango… Alrededor de los siete
años, mi prima mayor había encontrado un ejemplar de La amada inmóvil, de
Amado Nervo, y quedé cautivada por esa aventura de amor trunco. De una antología
de poemas de mi padre recuerdo también un poema tristísimo de Evaristo Carriego,
“La silla que ya nadie ocupa”, referido a la orfandad materna. Apenas concluida
mi primera clase de castellano en primer año, me acerqué con la timidez que me
caracteriza a la profesora para preguntarle dónde iba a poder, al finalizar el
colegio secundario, estudiar lo que ella enseñaba. Me respondió con una sonrisa
asombrada, enumerando posibilidades futuras: algo de un destino se selló allí.
Comienzo a escribir poemas a los dieciséis.
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Alejandra Pultrone
(Buenos Aires, Argentina, 1964). |
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2.— Y
llegamos a tu despedida del colegio secundario.
AP.—
Sí, cuando la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires
estaba desmantelada, en las postrimerías de la dictadura y retorno a la
democracia. Gracias al entusiasmo de una prima política —quien fue una guía
excepcional en la adolescencia y orientó mis lecturas—, egresada y docente de la
Universidad de Morón, accedo a una formación privilegiada para esos últimos
años de censura y represión: algunos de mis profesores fueron Noemí Ulla, Susana
Zanetti, Graciela Gliemmo, Celina Manzoni, Miguel Wiñazki, Susana Santos, Alba
Correa Escandell, Alicia Parodi y Graciela Susana Puente. En 1985, Octavio Paz
llega a nuestra ciudad y asisto a su lectura de poemas, la que me produjo un
cambio radical en el modo de concebir la escritura poética.
3.— El
escritor valenciano Rubén Andrés Arribas, en 2002, te hizo un reportaje —que
sigue en la Red, puesto que, poniendo tu nombre y apellido en un buscador, volví
a dar con él—: considerabas experimental a tu primer libro. ¿Qué —con qué—
experimentabas…? Y algo más, un comentario: el texto que introduce en ese corpus
se titula “El cuadro”. Lo que, si se quiere, “anticipa” a “Hopper”.
AP.—
Experimentaba con el lenguaje poético, era la búsqueda incipiente de mi propia
voz. Ese libro inicial está compuesto por poemas escritos con un fervor juvenil,
es el testimonio de mis primeras lecturas y encuentro con poetas “capitales”:
Alejandra Pizarnik, Silvia Plath, Miguel Hernández, García Lorca y tantos otros.
Por supuesto, los poetas del ámbito literario argentino de los ochenta. Conocí
en el Centro Cultural General San Martín a Jorge Santiago Perednik, quien
dictaba dos cursos que fueron muy importantes para mí, uno dedicado a Octavio
Paz y otro a Héctor A. Murena. Así me acerqué a la revista literaria Xul,
que él dirigía. Yo estaba en mis primeros años de formación académica y portaba
una posición de rebeldía, con cierto exceso de crítica a lo que veía como
enciclopédico. Perednik me ofreció otro modo de cuestionar los textos, otra
imagen de escritor. Le estaré siempre agradecida.
Está
también el cruce no sólo con la pintura, sino con el rock nacional: hay poemas
dedicados a Federico Moura, por ejemplo. Fui una joven que disfrutó mucho de la
música de su tiempo. Mi hermano tenía una banda de rock en su adolescencia y los
ensayos eran en nuestra casa, así que, en mi infancia, los sonidos del llamado
“rock progresivo” sonaban diariamente. Desde muy chica escuché a Almendra, Pappo,
Arco Iris, Aquelarre… Con una compañera de facultad, hoy psicoanalista, María
Laura Rodríguez Mormandi, realizamos un trabajo crítico de las letras de toda la
discografía de Virus, la banda musical de Moura, que no llegamos a editar. En
“La cuerda del silencio” hay un pasaje por ahí. Y claro, por la pintura, es
cierto, hay una anticipación. “El cuadro” es mi primer intento de captura de la
experiencia estética de contemplación de una pintura: Magritte y “La condición
humana”. Fue un pintor que me acompañó en esos años.
Ya que
hablamos de anticipación, en “La cuerda del silencio” también hay una referencia
al psicoanálisis, un texto dedicado a mi primera analista. Son los dos grandes
encuentros “fundacionales”: poesía y psicoanálisis.
4.— Edward
Hopper (1882-1967) en algún lugar dijo o escribió lo que vos instalás
antecediendo tus textos a partir de su obra: «Mi deseo era pintar la luz del sol
sobre una pared». Alejandra Silvia Pultrone, ¿cuál es tu deseo…?
AP.—
¡Qué pregunta difícil, Rolando! Si apuntás hacia el deseo de escribir, diría que
contra viento y marea se sostenga, que pueda abrirse camino como siempre lo
hizo, con más o menos esfuerzo, según las instancias de la vida. Hace poco
pensaba que si tuviese que ubicar una constante en mi existencia, sería la
escritura. Y la lectura. Otros deseos fueron oscilaciones, estuvieron encendidos
un tiempo y se apagaron. La escritura es una llama débil o fuerte, siempre
encendida.
Escribo
un diario desde los doce años, que fue transformándose; es una escritura-collage
que alberga todos mis intereses, una miscelánea manuscrita atravesada de fotos,
recortes, notas bibliográficas, poesía, pequeñas narraciones cotidianas. Hace un
tiempo comencé la tarea de extracción de los poemas que se encuentran allí: son
“los poemas escondidos en los cuadernos”.
5.—
¡Oh!, y tu época de artesana (en mi casa lucen algunos trabajos tuyos): en
madera, en cerámica. Estudiaste dibujo y pintura artística. ¿Qué te fue pasando
durante aquel lapso de aprendizaje primero y de labor después? No creo que hayas
abandonado por completo.
AP.—
La artesanía me permitió atreverme a crear en un espacio desconocido. En mi
familia, la artesana, la que pintaba era mi madre… Es una época que recuerdo con
alegría y cariño; el taller de artesanías es, en general, un ámbito femenino,
donde se crea y se cuenta; las mujeres volcamos allí bastante de la vida
cotidiana, los afectos, los hijos, los nietos. Me reunió con historias muy
distintas a la mía, aprendí, disfruté. Y pude compartir la actividad con mi
madre: fue muy valioso desde ahí. El estudio de pintura artística lo sostuve
durante unos años, invocando la frase arltiana, lo poco que realicé, fue con
“prepotencia de trabajo”. No tengo con la pintura, lo que suele llamarse “mano”,
don natural, todo lo que pude conseguir allí fue desde el esfuerzo. Y, a veces,
un impedimento para seguir: tenía ideas, pero me faltaban recursos técnicos, y
eso me desalentaba un poco. Trabajé con óleo y acuarela. Me atraen especialmente
los motivos marinos. En la actualidad, no estoy pintando, pero sé que voy a
retomar la actividad.
6.— Y has
tenido tu etapa como directora de Stevenson, el que, además de ser un
espacio bello de librería (y editorial, en el primer piso), lo fue de Ciclos de
Poesía. Y hasta compartiste la responsabilidad de dirigir una colección donde,
entre otros poetas, editaron a Carmen Bruna, Eduardo d’Anna, Patricia Coto,
Alberto Luis Ponzo, María Barrientos, Santiago Bao y Alejandro Schmidt. ¿Qué
rememoramos? Y sin olvidarnos de “Sr. Neón”.
AP.—
Stevenson
fue un proyecto ambicioso: especializada en poesía cuando comenzaban a
instalarse en Buenos Aires las grandes cadenas, donde la librería dejaba de ser
un espacio de encuentro y referencia y el librero, un lector avezado. Intentamos
resistir, pero, desde el punto de vista de la comercialización de los libros,
era imposible competir: o nos resignábamos a vender otro tipo de material o
cerrábamos, y, bueno, tomamos la determinación de cerrarla. Aún hoy hay gente
que la recuerda, con su luz de neón azul atravesando el frente negro, las
paredes de ladrillo, los muebles rojos, el secreter que oficiaba de caja…
Convivían lo nuevo y lo antiguo.
Poesía
en Stevenson,
que presentábamos los sábados, ofreció un despliegue de voces, sin pertenencia a
grupos o estilos, y eso me parece hoy una marca interesante cuando veo las fotos
que sacó nuestro querido amigo en común, el poeta y fotógrafo Daniel Grad. No
siempre ocurre, a veces se invita a leer a los amigos, a los que simplemente nos
gustan o se parecen a nosotros en el modo de escribir. No hicimos eso, apostamos
a la diversidad.
Idéntico
criterio sostuvimos con la editorial Libros del Empedrado: pluralismo.
Fue una colección cuidada, en el sentido de no forzar publicaciones; se trataba
de estar atentos a un reconocimiento: distinguir un poemario que pudiese ser
incluido. Que haya títulos de Alberto Luis Ponzo y Carmen Bruna, entre tantos
otros, me gratifica. Me preguntás qué rememoramos, y en ese plural nos incluimos
porque vos fuiste parte de esa historia, publicaste en la editorial e integrabas
la redacción de Neón, como la llamábamos. Años de amistad y poesía. Hace poco,
en el programa de radio Luna Enlozada (de la Asociación de Poetas
Argentinos), cuando me preguntaron qué extrañaba de aquella época, respondí que
el primer contacto con cada “manuscrito”, la sorpresa de ese encuentro. Es una
instancia inefable, saber que una está entre los primeros lectores de un libro.
Lo hago extensivo a un poema, o cualquier texto que alguien escribe como
literatura. Procuro manejarme con precaución y respeto cuando sucede. Sé por
experiencia personal lo que significa convocar a otro para que nos lea. Lo
excepcional de esa tarea que, sin embargo, se me presentaba cotidiana, hoy la
evoco con nostalgia. Hay cosas que sólo es posible sopesarlas en su acertada
dimensión, con el paso del tiempo.
Realizamos tres Antologías del Empedrado (los años 1996, 1997 y 1999), a
las que se sumaron numerosos poetas y cuyas presentaciones disfrutamos en
Stevenson, con música de jazz y lecturas. Algunos de los escritores que
participaron en ellas fueron Liliana Aguilar, Wenceslao Maldonado, Silvia Mazar,
D. R. Mourelle, Anahí Lazzaroni, Diego Muzzio, Susana Szwarc, Rolando
Revagliatti, Melina Brufman, Eduardo Mileo, Norma Mazzei, Carlos Paz y Daniela
Bogado.
Sr. Neón
surgió del proyecto editorial del que formaba parte. Con su formato libro,
ilustraciones, tapas color, dibujos de los niños de la familia y
fundamentalmente, un humor, como suele decirse, irreverente. Allí sí
participábamos de un modo descontracturado, se comentaban libros, se publicaban
poemas, cuentos y artículos, había espacio para difundir otras iniciativas
literarias. Eran características unas viñetas enmarcadas donde se contaban
anécdotas, situaciones a veces hilarantes que nos ocurrían, como recibir cartas
dirigidas al «Sr. Stevenson»… Fue lo más lejano a una revista literaria
convencional, por eso algunos lectores no sabían en qué lugar ubicarla, y hasta
les resultaba incómoda. Nunca exenta de ironía, crítica y propuestas. Si uno se
detiene en alguno de sus números, topa con la inquietud a los escritores sobre
qué es escribir, en un intento de abrir el interrogante desde lo personal a lo
colectivo, por ejemplo. O la propuesta concreta de canje de libros de poesía,
donde se les instaba a los escritores a que trajeran cinco ejemplares de sus
libros y se llevaran cinco de otros autores, en un claro intento de intercambio
y circulación de ediciones en un ámbito propicio para su visibilidad. Neón fue
acompañando el trabajo editorial y de la librería y de los escritores que
participaban.
7.—
Es mientras ya Stevenson, en aquellos años de exterminador
neoliberalismo, cerraba sus puertas, cuando comenzás tu formación en
psicoanálisis. ¿Por qué andariveles, Alejandra?
AP.—
A
mediados de los ochenta comencé un análisis de orientación lacaniana, una
experiencia que significó un giro copernicano para la joven mujer que yo era y
que se extendió muchos años. Ya a fines de los noventa, por invitación de la que
era mi analista, asistí a un seminario sobre el seminario “Aun”, de Jacques
Lacan, y a partir de allí se abrió una época fecunda de estudio en distintas
instituciones, que duró más de una década y que propició nuevos modos de
acercamiento a la poesía.
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Cristian De Nápoli, Rubén Del Grosso, Carlos Elliff, Pablo Montanaro, R. R.,
Carlos Enrique Berbeglia, Alejandra Pultrone.
Foto: Daniel Grad (El Aleph, 1999) |
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8.—
Además de aspirar a que me cuentes por qué desestimaron la edición del ensayo
sobre Virus —habiendo tantas propuestas electrónicas ávidas de colaboradores que
aporten en dicho género—, y retornando a Hopper, qué discernís, casi
cuatro lustros después, respecto del vínculo entre palabra y poesía, entre
poesía e imagen, e incluso instalándonos en Ciudad demolida, mirada tuya
sobre una determinada ciudad, sobre la fantasmática de una incontenida-incontenible
demolición (y sus-y-tus fotografías).
AP.—
Fue un ensayo de juventud, teníamos veinticinco años. El proyecto no fue
desestimado. Surgieron otros y, como suele decirse, se durmió. Llegó a leerlo
uno de los integrantes de Virus, pero ciertas circunstancias (viajes, trabajo)
nos fueron alejando de la posibilidad de una edición. Es cierto, actualmente hay
muchas propuestas electrónicas, pero el libro pertenece a otro momento, quizás
con una revisión adecuada, hoy podría encontrar su lugar.
Hopper
fue para mí el ingreso a un nuevo estilo de aprehender lo poético. Hasta ese
momento, la imagen no había tenido tanta presencia en mis poemas. Yo iba de la
palabra a la poesía, hacía esa torsión del lenguaje, por decirlo de un modo “a
lo Lacan”. En muchos de mis primeros poemas resuenan otras voces: las de la
infancia, las de las mujeres de mi familia, una memoria evocada casi con
melancolía. Hay, inicialmente, un yo lírico muy apalabrado. El encuentro con la
obra pictórica de Hopper fue abrir la palabra a lo que la mirada recogía,
entonces la búsqueda fue totalmente diferente. Transformar en palabra poética
esa conmoción de la mirada. Me encontré con el cuadro Nighthawks en un
bar de la ciudad de Mar del Plata, donde pasé los veranos por más de cuarenta
años… Fue, como suele decirse, un amor a primera vista. Esos personajes al borde
de la noche, noctámbulos de una ciudad dormida, acodados en la barra de un bar…
A partir de esa primera visión, lo que vino después, fue seguir mirando sus
pinturas y escribir. Es un poemario diseñado, con un criterio de “doble”
traducción: por un lado, entre los títulos originales en inglés, y su versión en
español y por otro, de la pintura al poema. Como decía en esa entrevista de
Rubén Arribas que mencionás, es un libro que redunda todo el tiempo. Resultaron
muy interesantes los comentarios de aquellos que leyeron el libro y me los
transmitieron: en general, provocó ir hacia el encuentro de las pinturas, es
decir, propició una reunión.
También
me sentí identificada con la estética despojada de la paleta de Hopper. Siempre
se dice que sus cuadros representan la soledad urbana. Ciudades pujantes que,
sin embargo, albergan almas solitarias. Él era un hombre metódico que también
veraneaba siempre en un mismo lugar —Cape Cod—, escenario de muchas de sus
pinturas. Su obra es de una gran intensidad poética. Necesité hacer ese pasaje,
traer esas imágenes a este lugar del lenguaje. Claro, que mirar es también una
operación de la lengua. Hace poco estuvo en cartel en Buenos Aires la obra
teatral Red, de John Logan. Recrea desde la ficción el encuentro del
artista plástico Mark Rothko con su joven asistente. Transcurre en su estudio.
Una de sus mejores escenas es cuando ambos gritan simultáneamente en el medio de
una discusión qué es el rojo para cada uno. Podríamos decir que son sólo
palabras: el amanecer, la sangre que brota de las venas, Papá Noel, ¡Satanás!
Una tras otra, arrojadas para obtener la esencia de un color.
A mí me
conmueve que para algunas pocas personas, Hopper, primero, fue el nombre de un
libro, que hayan ido desde el poema a la pintura, en ese planteo inverso de
encuentro poético que va de la letra al pincel, por decirlo de algún modo.
En
Ciudad demolida, el trabajo fue distinto: es un poemario concebido a partir
de viejas fotos. La imagen es un punto de partida de cada poema, pero —como bien
decís— se interpone lo fantasmático, te diría que ocupa el centro. Cuando me
encontré con esas fotografías, también en un verano marplatense, lo que me
impresionó fue que en la ciudad en la que yo habitualmente comenzaba cada año de
mi vida desde la infancia, había otra, escondida desde la oscuridad que toda
demolición impone. Lo más impactante es que fue esplendorosa
—arquitectónicamente hablando— y arrasada para dar paso a una construcción
desordenada. Y, sin embargo, persiste. Hay rastros, en las calles, objetos
diseminados en los museos. Su historia alberga muchos datos curiosos, por
ejemplo, la araña del comedor del majestuoso Hotel Bristol sigue alumbrando en
la catedral de la ciudad. La que amó Alfonsina Storni. Existe una hermosa foto
suya conservada donde se la puede ver caminando por la vieja rambla de madera.
Entonces, la imagen aquí fue un acercamiento para poder desplegar poéticamente
algunos fragmentos de esas escenas perdidas. Ese fue mi objetivo estético.
9.—
¿Nos quedan por allí unos Restos de poda? Y los otros dos poemarios. ¿Qué
abordan, o rodean, o atraviesan? Completemos: ¿por dónde te está buscando la
poesía?
AP.—
Sí… Restos de poda es un poemario introspectivo, un regreso a la
intimidad de la letra: la pura evocación desde la palabra poética de una memoria
ligada a las emociones. Trabajé con esos recuerdos de infancia que tienen una
insistencia en mi historia. Tuve una niñez rodeada de mujeres y el libro intenta
dar permanencia a algunas de sus voces.
Seca
palabra
reúne dos series de poemas muy diferentes: una, con una impronta también más
intimista, femenina. La otra surgida, nuevamente, a partir de una pintura:
La Dama de Shalott, de John William Waterhouse y su entrecruzamiento con el
poema de Alfred Tennyson.
En la
actualidad estoy trabajando un poemario surgido como desprendimiento del diario
que escribí durante los dos años posteriores a la muerte de mi padre. Poemas,
prosa poética que oscila entre la elegía y el duelo. Su título es Aflicción.
10.—
Acaso fue en 2012 cuando me sorprendiste obsequiándome por mi cumpleaños un
magnífico volumen de 570 páginas: Cartas a los Jonquières, de Julio
Cortázar (esto es: cartas de Julio Cortázar al poeta y pintor Eduardo Jonquières
y a su esposa María, entre 1950 y 1983). Fue después de devorármelo cuando te lo
presté. ¿Qué te pareció? Y como sé de tu interés por lo epistolar, confesional,
testimonial, te invito a que nos trasmitas cuáles libros recordás más y cuáles
autores recomendarías a nuestros lectores.
AP.—
Como bien sabés, me gusta muchísimo el género epistolar. Las cartas de Cortázar
a sus amigos los Jonquières me resultaron un muestrario muy valioso,
especialmente de los primeros años en París, el aporte de esos detalles
cotidianos que un amigo le acerca a otro que está lejos y que sostienen el lazo
a pesar de la distancia. Hablás de «devorártelo»: así es, este “Cortázar
epistolar” resulta también un narrador extraordinario.
Otro
libro del género que recomendaría y que me llegó directo de tu biblioteca, es
Aquí y ahora, la correspondencia que mantuvieron mi siempre ponderado Paul
Auster y J. M. Coetzee: es un intercambio distinto, porque son las cartas de dos
escritores afamados y profesionales que deciden escribirse después de haberse
conocido personalmente.
Y otra
correspondencia que disfruté muchísimo fue la que mantuvieron Victoria Ocampo y
el escritor y monje trapense Thomas Merton, titulada Fragmentos de un regalo,
que también contiene sus artículos y reseñas publicados en la revista Sur.
Una amistad de la que nada sabía. Admiro profundamente a Victoria Ocampo desde
mi adolescencia, y hace unos años comencé una lectura de los escritos de Thomas
Merton, que se extendió mucho tiempo. Descubrir que eran amigos y que había un
testimonio de esa amistad me dio una gran alegría.
Ahora
estoy leyendo la correspondencia de Alejandra Pizarnik, recientemente editada.
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Edgardo Gugliermetti, Alejandra Pultrone, R. R.,
Gabriela Verónica González, Oscar González,
María Rosa Maldonado, Carlos Cúccaro, Gabriel Reches.
Foto: Daniel Grad (Raíces, 2003)
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11.—
Imagino que pocos deben saber que alguna vez Adolfo Bioy Casares expresó en una
charla pública en Uruguay: «Finalizo las correcciones cuando no encuentro algo
que me hace tropezar o que me da un sobresalto en la página que he escrito.
Cuando ya no hay rimas, cuando no me sale toda en octosílabos o endecasílabos.
Cuando las palabras que terminan con ese no son seguidas de otra que tiene ese.
La ese es una serpiente en el jardín del poeta. (…) Bueno, cuando las cacofonías
no están demasiado presentes, cuando he dicho lo que tenía que decir. (…) Hay
que leer buenos escritores y tratar de no leer malos escritores. Cuando uno lee
un mal escritor piensa que puede escribir igual que ese mal escritor. Cuando uno
lee un buen escritor, uno ve —equivocadamente— que puede escribir igual, y eso
estimula». En tu caso, Alejandra, finalizás las correcciones cuando… Y lo que
quieras añadir respecto de los buenos y los malos escritores.
AP.—
Coincido plenamente con lo expresado por Adolfo Bioy Casares: una corrección
termina cuando se llega a cierta extenuación de la lectura. Cuando ya no se
advierten obstáculos. Pero la mirada cambia, y a veces, basta con volver a leer
un texto después de un tiempo más o menos prolongado para encontrarlos de nuevo.
Corregir es leer en estado de alerta. Jorge Luis Borges consideraba la
publicación como un freno a esa “lectura del tropiezo”, por llamarla de algún
modo.
El buen
escritor es ante todo un buen lector, el que puede hacer uso de una competencia
de lectura (al modo de Umberto Eco) que le permita un trabajo sin ingenuidades
con respecto a su obra. No hay camino allanado para el que escribe bien.
Para mí,
el mal escritor es el escritor ingenuo. El enamorado de sus propias palabras, el
que sucumbe a ellas como al canto de las sirenas: el que «no se amarra».
12.—
Más de una vez rememoré que lo que “me conquistó” de vos en el ámbito grupal de
estudio en que nos conocimos, en la tercera o cuarta reunión, fue cuando
descubrí que, no obstante tu juventud, estabas interiorizada —y podías “seguirme
el tren”— del cine argentino anterior al tecnicolor, el de Luis César Amadori,
Mario Sóffici, Mecha Ortiz, Zully Moreno y sus “teléfonos blancos”, María Duval,
La pequeña señora de Pérez, Dios se lo pague, Luis Sandrini, los
guionistas Ulises Petit de Murat y Homero Manzi, Beatriz Taibo, “Mateo” y
Enrique Santos Discépolo y Luis Arata, el primer Alfredo Alcón con Tita Merello…
Quede para el final, Alejandra, tu opinión sobre el cine argentino que hayas
alcanzado a ver en los últimos… ¿quince años…?
AP.—
(risas) Sí, ¡recuerdo tus preguntas y tu asombro frente a mis respuestas!
El cine y el teatro nacional me gustaron desde chica. Conservo los programas de
muchas de las obras teatrales y películas que vi en mi adolescencia.
Mi
opinión es que he visto muy buenas películas argentinas en ese período de tiempo
que citás: además de los films de los reconocidos directores como Juan José
Campanella, Pablo Trapero, Adrián Caetano y el tempranamente desaparecido Fabián
Bielinsky, hubo un grupo interesante de “ópera prima” de calidad. Plan B,
de Marco Berger, es una que destacaría. O XXY, de Lucía Puenzo. Y
películas intimistas, pequeñas historias, muy bien contadas; pienso en Un
amor, de Paula Hernández, o en las películas de Daniel Burman, como El
abrazo partido.
13.—
Desde este año estás participando en el Taller de Poesía de APOA en el Hospital
de Salud Mental “Doctor Braulio Moyano”, en el sector de Terapia a Corto Plazo.
Te he escuchado y visto en http://apoaenelmoyano.blogspot.com. ¿Te
explayarías sobre tu compromiso allí?
AP.—
Daniel Grad coordina el “Taller de Poesía en el Hospital Moyano” desde hace más
de siete años. Generosamente abre el espacio para que otros poetas —o gente
relacionada con la expresión artística— podamos compartir la tarea de acercar la
poesía a personas que están atravesando una situación límite de padecimiento
psíquico. Pronto se cumplirá mi primer año de acompañamiento: ha sido una
experiencia enriquecedora en todo sentido. Poder pensar los alcances de la
palabra poética en los momentos en que nuestra palabra, la que nos habita, no
alcanza para sostenernos. Muchas veces, con Daniel hemos reflexionado sobre la
permanencia de esos efectos luminosos que la poesía brinda en la mayor parte de
los encuentros. ¿Perdurarán? ¿Dejarán huella? Lo importante es que el taller
ofrezca otro modo de “dejarse hablar” y abra la posibilidad a una escritura
creativa que a veces es compartida con los terapeutas y la familia, dando lugar
a las pacientes a mostrarse en otra producción. Estamos organizando para 2015 el
“Taller después del Hospital”, con encuentros mensuales con quienes hayan
participado y quieran continuar con la tarea de leer y escribir.
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Portada del poemario
"Hopper" (Nostromo, Buenos Aires, 2002). |
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