«...por un conocimiento admirable que yo no sabré decir...»
SANTA TERESA, Moradas del Castillo Interior.
¿Cómo entra en la fiesta la caníbal? ¿Cómo entra en el festín
esta caníbal? ¿A través de qué pliegues, de qué puertas, de qué
último intersticio?
Como en un Canto de Alabanza, ubicuo pero a la vez insondable en
el tiempo, la caníbal se regocija tanto de sus fastos como de
sus desechos. Alrededor y por dentro, mastica hasta deglutirse
desde la piel a sus vísceras. Con cada fragmento de sí —con cada
sorbo de su extrañamiento— preparará una fiesta. Con los
desechos y con el esplendor, se tatúa. «...Solamente que no
comas su sangre; sobre la tierra la derramarás como agua»,
leemos en el Deuteronomio 15, 23.
LLEGADA DE LOS INVITADOS
Y hace ya tiempo, demasiado tiempo que me escapé de la mano que
trazaba mi fidelidad a un camino —que creía trazarlo—, y era
ella misma un trazo terriblemente grave, asombroso, no menos
lúcido que “las atroces divinidades de la tierra”, de Gustav
Meyrink, un rostro envejecido por el día o la visión del hielo
sobre las aguas de Virginia Woolf.
¿Cómo escribe la poiésis su biografía ficcional de eterna
desterrada (mascarilla de supliciante) en la cueva? ¿Qué
ilusoria fatalidad la lleva a concebir este mundo? Cuando mi
mano dibuja la letra, está fundando un orbe: se recrea, solo al
principio, la irrevocable voluntad del “es”, la primera pregunta
sobre el deseo y su presencia. Después vendrán las aguas, mucho
después.
El universo concentrado en el dibujo empieza por acecharnos: es
decir, el irisado desdoblamiento desde la materia a la materia,
errátil, primordialmente ávido por autoconocerse, por desplegar
su condición caníbal, hunde sus uñas en la creación del cuerpo.
Desde la más antigua sumersión, me asombró el hambre de las
palabras, esa hambre húmeda, tensionada, ligada a la
omnipresencia de la ferocidad. ¿Pero qué idioma, Bizancio, me
llevará a concebir la palabra inocente?
(Diario, New York, mayo de 1994).
Desde ese mismo instante inaugural, la ficcionalidad de las
metamorfosis del mundo abrirá incontables caminos al simulacro
de lo irreal. Los griegos hablaban de tháumata, los
romanos de mirabilia. La escritura, entonces como largo
laberinto de intensidades, muestra su corazón doble: tiempo y
memoria en duelo circular, memoria y tiempo traicionándose
insobornablemente hasta el error, hasta la apoteosis del error:
el crimen.
«¿Quién?
¿Quién el errante que salga de mí,
cayendo en los barrancos del mundo
aún antes de haber llegado a su casa?
La perdida corona en el parque, la pérdida
haciendo sombra a todo el abandono
en los lagares de abandono antiquísimo
son ahora guijarros de universo.»
(De “La temida verdad del hombre músico”).
En esta creciente sumatoria e implosión de cronologías, ¿quién
puede establecer fronteras entre las máscaras del yo personal y
las del universo, desdeñando de antemano para este último
categorías axiológicas demasiado evidentes? Ni siquiera para el
ojo avizor de Berkeley y sus núcleos de conciencia, satisfacen
dichos límites. Cito al Borges de El Aleph:
«...Gradualmente, el enigma concreto que me atareaba me inquietó
menos que el enigma genérico de una sentencia escrita por un
dios. ¿Qué tipo de sentencia (me pregunté) construirá una mente
absoluta? Consideré que aun en los lenguajes humanos no hay
proposición que no implique el universo entero; decir el tigre
es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas
que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la
tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la
tierra. Consideré que en el lenguaje de un dios toda la palabra
enunciaría esa infinita concatenación de los hechos, y no de un
modo implícito sino explícito, y no de un modo progresivo sino
inmediato (...) Sombras o simulacros de esa voz que equivale a
un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces humanas, todo,
mundo universo».
«Óbolos, jardines, frontispicios,
ángeles de yeso, teorías, planeta oscuro,
cuerpos descompuestos, una flor en Birmania,
la voz del criminal que inventa al hombre
que ha de matar, el mismo dolor de la agonía,
un lenguaje del porvenir prescindiendo de las
/letras,
de los comunes lazos que unen la palabra
/y el objeto,
del impreciso objeto.
No hay ojos de dios en este vasto manicomio.
Mi calavera y yo
recorren los caminos del Gran Basural
que es su memoria.»
(De “La sed multiplicada”).*
El nombre, objeto por sí mismo, se dirige hacia lo que es
pérdida: su fuerza consiste en su transcurrir, la acción sucede
a pesar de las prohibiciones. Alegoría del viaje, milenaria
conciencia de la inmolación de otro idioma.
«Huida a lo traslúcido, a toda suciedad de simulacro, como a
través de las nervaduras de una gema distinta (siempre
distinta), precipitada al infierno del iris. Nos han expulsado
tantas veces del castillo, que nadie ya advierte nuestra huida,
la furia del guardián, la nostalgia de las goteras en la celda,
la lluvia enlodada contra los muros. Y vuelven la humedad, la
sangre de la mano asesina, las piedras mojadas. Hay una careta
china en el centro de una prisión altísima de ladrillos sin más
presencia que la mía, sin más visitante que yo.»
(Diario, Ronda, España, febrero de 1993).
El intento de regresar a los cuerpos que hemos sido, de
invocarlos según nuestras escasas reglas, plantea un irisado
tour de force en toda poiésis. No necesariamente,
como podría creerse, el intento remite a la niñez como paraíso
perdido. Siguiendo el alto ejemplo de Eliot, o acaso, ¿por qué
no?, de Lewis Carroll, solo deberíamos concebir la poesía
girando desde todas partes, suprimiendo la abstrusa linealidad,
hoy en boga más que nunca en este comienzo de siglo. ¿Por qué,
entonces, no elaborar una genealogía y una gramática del cuerpo
acorde con esta concepción especular?
«Alguna vez emergí de aquel jardín como de un mapa,
un mapa ciego roído por el humo
más exacto que yo (que la decorosa sombra que
/acompaña a la piel)
y la gota de lluvia manchando este desierto.
¿A cuántos pregunté por la piedad,
con todas esas palabras como nervaduras filosas
codiciando del sueño su labor de asesino?
La invitación entró en la sala con su mueca de pavor,
golpeada y despedazada contra los acantilados.
¿Era mi cuerpo el negro sirviente
que en el margen del río lacera su costado?
¿Era mi cuerpo anterior a la palabra?»
(De “La herida interminable”).*
III
Sierva de los holocaustos,
anfitrión de todos los que pudren el alma,
a qué venís con el legado que encubre tu especie
y la derrumba.
IV
Este es el Paraíso bajo las aguas,
Nicho de Dios.
XVI
Atravesando un país en que es preciso arder.
XVII
Hiperión,
¿no ves ya a tu padre con su gloria de luto?
He salido de nuevo.
XXIII
Me ordenaron un destino: la desmedida muerte.
Pero al hijo -el inmortal- no podía alcanzarlo,
semejante precariedad ya no estaba en sus planes.
Descubrió que la madre y el padre eran uno.
(De “Asesinato de Adán”, principios de junio de 1993).*
*(Extracto del libro Bizancio bajo las aguas, de Manuel
Lozano.) |
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