(II)
(Mirada evocadora)
Los días anticipan el deseo del tiempo.
Como se fundieron los juncos sobre el fango,
los años se rendirán a la mudez del agua.
Era entonces la azarosa geografía,
el destierro constante, la perdurable adversidad.
¿Realmente compartimos identidades,
alguna consolación por nuestra servidumbre?
Pretendíamos las sobrias razones, las lúdicas promesas
o la simiente malherida que de nosotros brotaba
como un amor contrariado o un resentimiento infinito.
El tiempo esculpe colores de primavera muerta,
se adueña del desacierto y otros hastíos,
¿desde cuándo nos diluimos por sus linajes remotos?
Cualquier tiempo es confidente anónimo de nuestros crímenes.
El azar dispone a veces de un dulce veneno
que nos seduce entrañablemente.
Lo que nos fue dado, los años yermos y desolados,
elementos ingrávidos de la ciencia,
¿acaso no están muriendo en tu corteza inmaculada,
entre tus brazos quebradizos?
¿Cuántos perfumes se perdieron en la indecisa luz,
la difusa hora del desvelo?
Apenas creemos en las constelaciones de los días,
siempre soñamos un orden prudente y pacífico
donde los dioses y las estrellas se mostraran compasivos
y los corazones no fuesen tutelados por ningún azar
o algún desgobierno de los hombres.
En esa fragilidad,
en las costuras siempre amargas de cualquier mudanza
o en los residuos insondables de la memoria,
allí donde el ingrato recuerdo traza su círculo de espuma
y trémulas alas, encontramos algún momento de falsa paz,
la culpa por los errores cometidos,
los delitos consumados, los olvidados moldes
donde se fraguaron todas las conspiraciones,
en esas y otras penumbras encallan las vidas
cuando ya nada importa. |