POEMA EN CARNE
Tenías la cara flácida
con
cierta delicada arruga por la almohada,
tus
manos entrelazadas bajo el mentón,
abriste lentamente tus ojos
con
un desvarió acomedido.
Había pasado la tormenta de deseo,
de
hambre y de sueño;
toqué ese rictus hinchado de tanto beso,
el
pubis, como un penacho de pluma,
mojado está por el deseo,
musgosa, reliquia en manos jardineras,
la
carne almidonada de tanto amor.
Era un día,
un
día como estos donde la luz del sol,
como
una esmeralda traslucida,
entraba hiriendo la persiana.
La
madrugada hablaba sus pretéritos sollozos,
postreros cantos a la vida en el verso;
las
marcas estrelladas en tu vientre
como
un labio de bebé bajo el ombligo;
tu
boca, ¡ay! tu boca, uva, fresa,
higo
cortado a su tiempo,
y tu saliva de miel.
Tu
pierna, escurriendo la sábana,
dejando ver el monumento de tu cadera
como
una ninfa dormida,
y te
despedazaban mis ojos
dejándote expuesta a mis pensamientos;
tus
prendas dispersas como despojos
de animales en guerra.
Ese
lunar en el talón, tras tu pie,
si
creíste que lo había ignorado,
superflua hipótesis,
lo
recuerdo muy bien.
Te
conocí cada recóndito lugar,
cada
esfera donde me llevo el éxtasis de tu amor
para
clavármelo en el alma,
tuve que vivirte.
Tú,
el Poema en carne para que mi mano escriba,
para
mi corazón enfermo de ti,
para
mi boca sedienta de tus labios,
para
mi renegado corazón,
revolucionario de amor.
Para
revivirme, te nombro;
para
amarte me basta una palabra,
un
laxo recuerdo en las calles apócrifas
donde me asalta el recuerdo fantasma de tu cuerpo,
el
rastro cupido que se marchó a hurtadillas.
Amor
te llaman mis labios,
te
lo firman mis versos,
como
te firmé la piel de tu cuerpo
con
el febril de mis labios.
¡Y
te amo! |