INTEGRADO EN LA Costa del Sol, el término municipal de Estepona se extiende
a lo largo del litoral suroccidental de la provincia de Málaga y se adentra hacia el interior
para abarcar un fértil valle horadado de pequeños arroyos y una zona montañosa dominada por la
sierra Bermeja. Gracias a su clima mediterráneo y a sus playas, Estepona es, en la
actualidad, un destino turístico popular cada vez más en expansión,
especialmente durante el verano. Tiene una pequeña actividad
pesquera y agrícola, pero el pilar más importante de la economía municipal lo
constituye, en realidad, el turismo.
De forma escueta, estos son los datos de la Estepona de hoy, unos apuntes que muy poco (o nada) tienen que ver con
un personaje nacido en esta tierra muchos años antes, de cuya vida quiero daros unas
pinceladas, por el gracejo de andaluz malagueño que siempre le acompañó, aquella alegría
cercana, fresca y espontánea con la que parecía haber nacido y su especial forma de ver la realidad del mundo que le tocó vivir.
Me refiero a un esteponero al que sus paisanos conocían como Juanillo “el Aceitero”.
Primeras referencias de su vida
Su nombre era Juan Fernández Muñoz, pero la gente le llamaba Juanillo “el Aceitero”. Pudo haber nacido en 1911 y ocupaba el puesto tercero en una extensa prole de siete hermanos, hijos de una familia esteponera venida a menos por las circunstancias de la época.
Su madre, María, era viuda, y, aunque contaba con la ayuda de Isabel, la hija mayor, las pesetas que entre ambas lograban llevar a casa al cabo de todo un largo día, de un lado para otro, no daban para mucho, así que no resulta difícil imaginarse las muchas fatiguitas que esta mujer hubo de pasar para sacar adelante a todos sus hijos.
De Tomás Fernández, el padre, se sabe que había sido almacenista; en especial, de aceites, de ahí el apodo “los Aceiteros” con que todo el pueblo conocía a la familia. De este hombre se dice también que era de poco seso y muy dado a los bares, a consecuencia de lo cual había dilapidado una fortuna (muchos vecinos aseguran que era considerable) en perpetuas borracheras y en jugar a las cartas, en donde llegó a distinguirse por las elevadas sumas de sus apuestas. Como consecuencia irremediable, el patrimonio familiar se esfumó y la ruina entró en casa. Quizá un día de lucidez de los pocos que gozó su menguada inteligencia, el hombre hubo de tomar conciencia de su defenestrada vida y no halló más salida a su desesperada situación que el suicidio, que el desdichado llevó a cabo tirándose a una noria.
De este hombre, se comenta entre los vecinos que su vicio por el envite de las cartas era tal que, una noche en que el tapete le había esquilmado todo lo que había traído ese día, llegó al extremo de jugarse a su mujer. Para desgracia de él y mayor ignominia de la ralea de la gente con que se juntaba, se dice que perdió su apuesta y que los ganadores quisieron hacer efectiva la ganancia yendo a buscarla a su misma casa.
Sin haber cumplido todavía los siete años, Juanillo tuvo que acomodarse de mozo en un criadero de ganado, donde se le encomendó la tarea de guardar una piara de cochinos y un toro. El toro era un semental de tal estatura que lo doblaba, pero el chaval puso en juego sus buenas maneras y, al cabo de unos días, había logrado que el animal lo reconociese y se dejase acaricia por él.
Así las cosas, Juanillo nunca pudo ir a la escuela, y, salvo algunas lecciones nocturnas que le impartió don José Téllez, el cura párroco, lo poco que aprendió fue a trancas y barrancas.
Juanillo y el cante
En 1930, el mismo año en que Primo de Rivera cayó en desgracia y el rey pone en manos del general Berenguer el Directorio Militar [1], Juanillo encuentra su primer trabajo serio: peón en la carretera; luego, lo emplean de camarero y, después, se dedicará a la recova y al matuteo [2], en cuyo ambiente llega a hacerse muy popular por su acusada gracia y locuacidad.
Su don de gentes y su gracejo andaluz lo llevaron a rodearse de unos cuantos aficionados al cante flamenco, en cuya compañía él se siente muy a gusto y fue motivo para improvisar una pequeña compañía de espectáculos, con la que logran él y otros artistas locales no mucho éxito —la verdad— en varios pueblos de la comarca. No obstante, la fuerte personalidad y la especial impronta con que llevaba a cabo todas las exhibiciones que ponía en juego agradaban de manera extraordinaria a las gentes que veían el espectáculo.
Pero lo que, sin lugar a dudas, llegó a hacerlo más popular y lo que hace que todavía hoy lo recuerden entrañablemente todos los esteponeros y muchos malagueños es por las comparsas de carnaval con las que, varios meses después de secretos ensayos, sacaban a la calle él y su grupo durante la celebración de las fiestas. ¡Cuánto derroche de ingenio y donaire había en las letras de sus coplas…! Entre sus comparsas todavía se rememoran las que se llamaron “Los Camareros”, “
Los Gitanos de Castilla”, “Los Bailaores”, “Los Vaqueros Americanos” y, sobre esta, la más sonada de todas y también la última, “Los Huérfanos de Asturias”.
Un estilo alegre y cercano, intenso en luz y colorido
Causaba verdadera admiración que una persona con tan poca formación cultural estuviese tan bien dotado de aquella disposición para la composición de la música y las letras de coplas. El sentido musical de las mismas, unido al sentido de las letras, ambas cosas a la par, hacían sus coplas tan pegadizas al oído que, al momento, todo el mundo era capaz de repetirlas sin el menor esfuerzo. Todo en él era espontáneo, cercano y natural. De igual manera, eran de admirar el gusto y estilo de que hacía alarde en la elección del vestuario que a lucirse en las actuaciones, así como la disciplina y orden que imponía al grupo, y la seriedad y responsabilidad que asumía como director y productor del espectáculo.
El corazón se les atiborraba entero de alegría a los esteponeros cuando oían entonar sus canciones por las calles. Al ver aquel cancionero tan intenso en luz y colorido con su abanderado al frente, las gentes no podían contener su emoción, y llegaban al delirio cuando aquel hombre, pequeño de estatura, pero de sensibilidad gigante, con la batuta en la mano y ataviado de la típica ropa campera, daba la entrada a alguna canción, insuflando en todos los componentes de la comparsa (de 30 a 40 individuos) una fuerza que les hacía cantar y tocar los instrumentos maravillosamente, porque hombres y panderos, triángulos, sonajeros, guitarras y acordeón, todos al son y al ritmo que él marcaba, sonaban tan rítmica y acompasadamente como si de verdaderos profesionales se tratase.
En sus coplas, no hacía distingos: lo mismo criticaba a unos que caricaturizaba a otros, siempre sin alusión alguna a su ideología. Los sucesos acontecidos a lo largo de todo un año le daban sobrados argumentos para la composiciones de sus letras, por ello que raro era el carnaval que no terminaba con sus huesos en la cárcel. Pero quienes le temían de verdad eran las mujeres, las cuales, para evitar ser protagonistas de alguna de sus coplas, solían decirle: «¡Juanillo, por favor!, que no se te ocurra sacarme alguna copla en los carnavales!»
Todos rivalizaban por aprenderse sus coplas, y, hasta hoy en día, pasados ya tantos años de aquello, resulta sorprendente la infinidad de personas, algunas muy jóvenes, que lo recuerdan todavía, al cabo de tanto tiempo, entonando sus canciones con cariñoso orgullo.
Su cancionero forma parte ya del acervo cultural de Estepona. No extrañe, pues, que sus letras se transmitieran, durante mucho años, de padres a hijos como si de un legado cultural se tratase. Hay personas mayores que todavía conservan como preciado tesoro las hojas, ya amarillentas, de los programas de sus canciones.
1935: La última comparsa
Quizás, lo más recordado de Juanillo ‘el Aceitero’ tuvo lugar durante la II República. Aunque nadie recuerda ya la fecha con exactitud, el hecho debió de ocurrir, seguramente, en 1935, es decir, un año antes del golpe de estado del general Franco. Ese año, llegado el carnaval, Juanillo había organizado su comparta, como ya era habitual en él. Estaba seguro de que sus letras y su música iban a calar en el corazón de las gentes. No sabía este pobre hombre que esa comparsa iba a ser, lamentablemente, su última comparsa, su última intervención ante su público se Estepona.
Lo hubiese hecho o no con la intención de introducir en su repertorio unas notas críticas contra la represión que se había llevado a cabo sobre el movimiento obrero en Asturias en 1934 por orden expresa del Gobierno de Lerroux [3], y el hecho bien notorio de que a su agrupación carnavalesca la conociesen con un mote tan comprometido como “Los Huerfanillos de Asturias” [4], lo cierto es que la concurrencia de ambas circunstancias iba a ser motivo de gran polémica y que le iba a reportar a él, como responsable, no pocos problemas. En efectos, las connotaciones políticas de tal nombre y la sátira de las letras no pasaron inadvertidas a las autoridades locales, que, sin mediar explicación, prohibieron la salida de su comparsa ese año.
Como ocurre con esas cosas, basta con que se prohíba algo para que se incremente exponencialmente el interés de las gentes. Y así, esa morbosa curiosidad popular ante la noticia de la prohibición no hizo otra cosa que suscitar una gran expectación ante la salida o no de la comparsa de Juanillo. Todo el pueblo no paraba de hacer comentarios en uno u otro sentido: que si no sale por esta cosa, que si es por aquella otra; sobre la pertinencia o no del nombre de la comparsa…
Después de muchos tira y afloja, por fin permitieron que su comparsa saliese a la calle, —eso sí— con la condición (incomprensible, conocida la razón auténtica del problema) de que los pañuelos para el cuello y las alpargatas de los disfraces, que desde siempre habían sido de color rojo, debían cambiarse por otros de color negro.
Salvado el escollo de la autorización, otro gran problema se le planteaba ahora: apenas disponía de plazo para encontrar todos los pertrechos del color autorizado. Acuciado por las prisas, a Juanillo no se le ocurre otra solución que teñir de negro las prendas. Como no hubo tiempo para que las prendas asimilasen el nuevo color, el desastre no pudo alcanzar mayor envergadura. Al día siguiente, durante la que iba a ser su primera actuación, cayó un chaparrón tan grande que pañuelos y alpargatas empezaron a desteñirse al contacto con el agua. Aquello fue una hecatombe bíblica: el pañuelo, al chorrear el tinte, tomó un color que se sabía si era rojo o negro o ninguno de los dos, con las alpargatas ocurrió lo mismo, y los pantalones y las camisas no dejaban adivinar su color. En fin, qué decir más. Y todo concluyó como siempre, con Juanillo ‘el Aceitero’ en la cárcel.
La «desbandá». Últimos años de Juanillo
En julio de 1936 estalla la Guerra Civil. A comienzos de febrero de 1937 comienza la batalla por Málaga, que no presenta muy buen cariz para el bando republicano. La mañana del 8 de ese mes, sin haberse cumplido todavía una semana del inicio del cerco, el avance de las tropas sublevadas, ayudadas por fuerzas italianas, es ya imparable. La toma de Málaga es cuestión de horas.
Un murmullo que se había instalado entre los malagueños desde hacía unos días cobra categoría de rango, y la población, presa del miedo a una cruenta represión tras la caída de la capital, emprende una desordenada huida por la única carretera que todavía no había sido cortada y se dirige a Almería, todavía bajo el control de la República. Entre esta abigarrada muchedumbre de civiles, milicianos y policías va Juanillo. Llegados a su destino, Juanillo decide quedarse en Almería, en donde monta dos bares a los que pone los nombres de “Maravilla” y “Los Corales”.
El anunciado final de la guerra empieza a vislumbrarse. A finales de marzo de 1939, cae también Almería. Ruidos de tiros, gente que huye, prisas, gritos amenazadores, quejidos de temor... Sigue un tiempo convulso; un tiempo de miedos y de silencio. Una palabra confusa dicha quizá en un momento inadecuado, tal vez los celos profesionales, o una delación innoble…, cualquier cosa pudo haber excitado el odio innoble de unos hombres en guerra... Lo cierto es que Juanillo ‘el Aceitero’ vio truncada su vida, una vida injustamente arrebatada por la locura humana de autodestrucción.
Tenía 28 años. No se sabe dónde reposan sus restos.
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