EL AÑO PASADO SE CUMPLIÓ el centenario del
nacimiento de Celaya y el vigésimo desde su
muerte el 18 de abril de 1991. Es un buen
momento para recordar su poesía y la
amplitud y generosidad de su obra, que llegó
a más de cien títulos. Pero, ¿qué nos puede
transmitir la poesía de Gabriel Celaya a los
lectores del siglo XXI?
EL MANIFIESTO DE ANTEQUERA Y LOS NUEVOS
DESAFÍOS DE LA POÉTICA
La evolución histórica de la lírica nos ha
ilustrado suficientemente sobre la idea de
que escritores de uno y otro signo han sido
olvidados con absoluta impudicia o
reivindicados con plausible querencia según
el signo de los tiempos, las modas o los
hábitos lectores. Ha sido una dinámica
histórica habitual y reiterada. Por ejemplo,
Jorge Manrique desapareció durante un
periodo amplio y después llegó Antonio
Machado para recordarlo en la cúspide
poética como un clásico; y Luis de Góngora,
desde mediados del XVIII hasta principios
del XX, que lo recupera la Generación del
27, estuvo desaparecido de la historia
literaria.
Entiendo que en los momentos actuales, con
una profunda crisis no sólo económica sino
social y de valores, con la que se corre el
riesgo de retroceder históricamente en todo
lo conquistado, se ha vuelto la mirada hacia
escritores que en su momento fueron guías de
una época y expresaron el compromiso del
poeta hacia sus compatriotas y en beneficio
de una sociedad acosada. Durante los años
cuarenta, Jean-Paul Sartre reivindicó la
figura del intelectual comprometido ética y
estéticamente en la praxis. Había en
la literatura española un modelo que se
adelantó a los presupuestos teóricos de
Sartre, Miguel Hernández, y a él, durante
los años cincuenta, siguieron otros como
Gabriel Celaya, fiel continuador de aquella
figura.
Recientemente, el «Manifiesto de Antequera»
(2012), que firmamos cerca de sesenta
escritores andaluces, trataba de dar una
respuesta del intelectual a los desafíos de
la sociedad contemporánea. Se defendía la
dimensión utópica de la cultura como una
bandera para preservar y perfeccionar la
sociedad del bienestar frente a todos
aquellos poderes que quieren abolirla y se
advertía de que la crisis y la sagrada
contención del déficit suponía una
formidable coartada para acabar con el
pensamiento crítico; también se reclamaba
la cultura y la educación como derechos
inalienables de la ciudadanía que impedían
su desmantelamiento dejándola en algo
residual.
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Gabriel Celaya
(Hernani, Guipúzcoa, 1911 -
Madrid, 1991) |
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Pues bien, toda esta visión crítica del
momento actual conecta con la poesía de
Gabriel Celaya, que adquiere así nuevos
alcances y una dimensión renovada que nos ha
traído a la memoria y a la lectura de nuevo
al escritor que, desde un compromiso
histórico-social, empleó la poesía como un
instrumento de reivindicación benéfico y
transformación del statu quo del
momento: la poesía como arma cargada de
futuro, la poesía para transformar la
sociedad. Gabriel Celaya se consideraba un
obrero del verso. Pero yo diría que Celaya
era sobre todo un orfebre del verso.
CELAYA Y LA POESÍA SOCIAL
Sin embargo, creo que sobre Gabriel Celaya
se ha creado sólo una visión unidireccional
y parcial, pues, como han dicho algunos, no
sólo escribe poesía social, sino que encarna
también una gran síntesis de todas las
preocupaciones y estilos que forman la
poesía del siglo XX. Asimilarlo a la
reivindicación social forma parte de la
lógica histórica pero si nos quedamos ahí
corremos el riesgo de no entender un mundo
poético más amplio, complejo y heterogéneo.
De hecho, el propio Celaya dijo en su
momento que existe una tendencia a reducir
la obra del escritor al tópico:
«La desgracia de un escritor consiste en que
se le suele encasillar muy pronto, y diga lo
que diga o escriba lo que escriba, a partir
de ese momento, sólo se le ve según una
leyenda o según un esquema simplista».
Gabriel Celaya hizo poesía social, ¿quién lo
duda? Pero la poesía social no es sólo
poesía protesta o poesía política, lo
importante es comprender que el poeta
produce un poema y las poéticas estudian las
condiciones del poema. El poema, para el
poeta, no es un fin, el poeta tiene que
escribir pensando que la poesía no se acaba
en el libro. Celaya pensaba que el poeta
debía ser un portavoz de los demás,
considerados como sus compañeros, y el poema
debía ser entendido como algo que los demás
escribirían y entenderían: la gente debe
hacer suyos los poemas porque el poeta
siente lo ajeno como lo propio. El acto
poético, por tanto, sólo se produce cuando
el lector que está leyendo unos versos los
considera como propios y como tal los podría
haber escrito. El poeta social debe sentirse
el uno con el otro porque piensa que la
poesía eres tú, lector. Eso es la poesía
social. El pensamiento en el lector como un
instrumento fundamental. Y, entre los
grandes guías de esta línea de pensamiento,
debe situarse también la poesía de Antonio
Machado, uno de los grandes maestros, una
bandera estética, una poesía lisa, llana,
sencilla, directa, que busca a la persona,
como le gustaba a Celaya, que lo consideró
siempre uno de sus maestros. Pero también en
su poesía está presente Bécquer y San Juan
de la Cruz, de quien afirmó que fue uno de
los mejores poetas de la literatura
española.
Celaya, en su obra, prefiere hablar de la
eficacia del poema para llegar al lector, y
no de la belleza. ¿Qué es belleza?, se
pregunta. El poeta tiene una responsabilidad
moral. El poeta tiene una obligación hacia
los demás:
«Nada me parece tan importante como el
buscar el contacto con las capas sociales
abandonadas. Hay una masa inmensa a la que
hay que buscar y promover hacia la poesía y
la cultura. No haciendo una poesía mala o
rebajada, sino una poesía auténtica.»
Al pueblo, decía Celaya, hay que darle lo
mejor, pero hay que ayudarlo a que lo
absorba y se sienta cautivado por ello. El
poeta es un portavoz de ese pueblo. Pero no
debe entenderse esta poesía sólo como
política, aunque también la hubo. La
literatura social no es una literatura
política. Lo fundamental en la poesía, decía
Gabriel Celaya, es la identificación de ésta
con el lector: la poesía eres tú (el
lector), con el que el poeta establece un
diálogo, pero, sobre todo, lo fundamental es
su vibración interior, eso que hace que ésta
contagie definitivamente al lector, que hace
así suyo el poema.
A veces esta consideración de su poética, a
nuestro entender, le ha hecho perder su
imagen real, la de un poeta completo en
todos los sentidos. Es cierto que el propio
Gabriel Celaya contribuyó a difundir esta
visión cuando, al referirse a la dimensión
social de la poesía, afirmaba que había
escrito una poesía que ayudara a vivir y, en
consecuencia, “toda poesía es social”.
Cantautores como Paco Ibáñez se encargaron
de popularizar esta visión socializadora y,
a partir de la Transición, también se
reivindicó ésta desde la izquierda. Pero
dejar su poesía en Cantos íberos
(1955) o De claro en claro (de 1956,
que le merece el “Premio de la Crítica”) es
no entender que antes de Gabriel Celaya
había escrito Rafael Múgica, en 1935,
Marea de silencio, a la que siguió con
La música y la sangre (1934-1936),
La soledad cerrada (1947), De
movimientos elementales (1947) u
Objetos poéticos (1948).
Y a Rafael Múgica, el poeta burgués, le
seguiría su doble, su alter ego, Juan
de Leceta, a partir de 1944, con obras como
De avisos de Juan de Leceta
(1944-46), Tranquilamente hablando
(1947), una poesía ya existencial, en la
línea de la corriente poética del momento.
Y, en esa riqueza y pluralidad de su lírica,
también hay una faceta centrada en el
terruño y la tradición vasca y su
ahondamiento profundo. Así se manifiesta en
Rapsodia euskara (1960) y Baladas
o decires vascos (1961-1963), por traer
un ejemplo. E incluso, en los años sesenta,
cuando se pone de moda el ‘realismo mágico’,
Celaya asumirá esa tendencia con Los
espejos transparentes (1968) o el
‘experimentalismo’ con Maquinaciones
verbales (1969) y Campos semánticos
(1971).
CELAYA Y LA ‘LÍRICA ÓRFICA’
Y más adelante, a partir de la Transición,
escribirá una poesía a la que llamó como
‘lírica órfica’, en la que defendía que
todos vivimos unos con otros, con una
conciencia claramente humanista. Así, decía
Celaya:
«Vivimos con plantas, con animales, con el
clima… esto lleva también a una conciencia
órfica, ecológica, una conciencia
cosmológica, nuestra tierra es algo pequeña,
cuando miramos al cielo nos damos cuenta de
que somos poco y todo depende de todo. Ha
cambiado la sociedad y, por tanto, no tiene
razón de ser hablar de poesía social tan
abiertamente. La poesía social fue impuesta
por la falta de sociedad; después de la
Transición, ya no hacía falta.»
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Gabriel Celaya, con
Rafael Alberti. |
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En su nueva etapa a partir de la Transición,
en Poemas órficos (1981) se centra
Celaya en el inconsciente colectivo, los
mitos y las fábulas de la antigüedad. Hay
una consciencia cósmica, órfica… que tendría
el peligro de derivar hacia el misticismo,
pero él insiste en que no habla de mística,
sino de ciencia, la ciencia atómica… De
hecho, hay un poema que se llama el Big
Bang. Lo que le interesa en esos
momentos es hablar de la concepción de la
vida como algo cíclico. En consecuencia, el
ritmo de la poesía, el ritmo de la vida es
lo trascendente. Parte del principio de que
la poesía está influida por la concepción de
la vida y del mundo que se tiene en cada
momento y en ése lo que toca es una lírica
órfica, en la que sustituye la metáfora por
el razonamiento poético, volviéndose más
discursivo: «Con la edad, se hace uno más
discursivo», y en Penúltimos poemas,
de 1982, se puede leer «Hasta la muerte
llega lentamente…», donde hay ya un
pesimismo existencial y una presencia de la
muerte a la que se siente cada vez más
cercana, pero aceptada.
La poesía de Gabriel Celaya no anduvo, por
tanto, aferrada solamente al ideal del
escritor comprometido en la estela de Miguel
Hernández o el compromiso satreano, un
escritor en el que se aúna la idea, la
palabra, el verso y la acción, la praxis,
sino que es una poesía más dilatada, más
profunda, más totalizadora y generosa con el
lector, en la que el cosmos, su tierra, la
impresión de que somos mucho más que aquella
lucha por conservar el hombre y su mundo
está siempre presente.
GABRIEL CELAYA, EL HOMBRE Y EL POETA
Gabriel Celaya nació en Hernani, Guipúzcoa,
el 18 de marzo de 1911, y después se
trasladó a San Sebastián. Su padre, Luis
Múgica Leceta, aunque de origen humilde,
llegó a tener una empresa industrial de
importancia. Eran gente soberbia y seguros
de sí mismos los Múgica, con una
inteligencia natural, hombres hechos a sí
mismos. Su madre, Ignacia Celaya Cendolla,
pertenecía a una clase más alta que los
Múgica: músicos, médicos y aventureros. Los
Celaya tenían muchas pretensiones, pero
económicamente se vinieron abajo. Sus padres
estaban en contra de que fuera escritor.
Desde que nació, querían que fuera ingeniero
industrial y, cuando dijo que quería
estudiar Filosofía y Letras, se le
plantearon no pocos problemas familiares. De
hecho, su madre escondía los libros en el
colchón, según ha relatado el propio Gabriel
Celaya en algún momento: «Fueron de una
crueldad terrible».
Su vida fue la de un niño corriente hasta
los doce años. Era un niño alegre y
divertido. Cuando iba al pueblo, los otros
chicos le llamaban “Cascalete”, porque era
muy alegre. De joven, era un chico estudioso
aunque disparatado, que realizó su enseñanza
en el Colegio del Pilar, de los marianistas.
A los doce años se les ocurrió a sus padres
afirmar que estaba enfermo (de unas fiebres
misteriosas), y dejó de ir al colegio,
puesto que habían decidido que tenía que ir
a Francia, a Pau, sólo con su madre, para
curarse. Perdió el contacto con sus amigos
durante dos años, y le costó mucho
recuperarlo. En algún momento, algo
hiperbólicamente, ha dicho que hasta 1946
(ya con treinta y cinco años de edad) no lo
recuperó definitivamente.
En los años 20 se aleja a Madrid, a la
Residencia de Estudiantes, donde iban los
hijos de la burguesía progresista del país.
Después siguió siendo ese joven burgués
ajeno a la vida y, tras un largo paréntesis
de absoluto silencio, que va desde los doce
hasta los treinta y cinco años, siguió fiel
a ese statu quo, hasta que llegó
Amparitxu (Amparo Gastón), que le enseñó
cómo sentían los obreros (así lo dirá él
mismo) y con la que funda la colección de
poesía Norte, «un puente tendido por
encima de la poesía oficial hacia los
entonces olvidados poetas del 27, hacia la
España peregrina y hacia la poesía europea,
de la que el autarquismo cultural, y la
dificultad de hacerse con libros
extranjeros, nos tenía separados desde el
fin de la segunda guerra».
Rafael Gabriel Juan Múgica Celaya Leceta era
su nombre. Al principio, con el nombre de
Rafael Múgica, un escritor burgués, un
ingeniero industrial, que conoció en la
Residencia de Estudiantes de Madrid a Lorca,
Alberti, Juan Ramón Jiménez… Un poeta que,
durante la República, a los 24 años,
publicaría su primera obra, la de un poeta
surrealista que también pintaba imitando a
Giorgio de Chirico. Ya en la Transición,
dirá en Reflexiones sobre mi poesía
(1987) que su etapa surrealista nunca fue
considerada, pero que fue intensa y
determinante.
Conoció por entonces a Neruda, que le
corregiría algún poema. Y del que dirá en
Las cartas boca arriba (1951):
Te escribo desde un puerto.
La mar salvaje llora.
Salvaje, y triste, y solo, te escribo
abandonado.
Las olas funerales redoblan el vacío.
Después, desde el 36 al 46, no publicó nada,
recluido en su trabajo como ingeniero
industrial. Andaba perdido y renunció a
publicar. Fue en la posguerra cuando surge
Juan de Leceta, un poeta existencialista que
se incardina en la poesía de época. Pero
será a partir de los treinta y cinco años,
el 8 de octubre de 1946, momento en que su
vida se cruza con la de Amparitxu, el punto
en que su vida va a cambiar radicalmente.
Se afilia al Partido Comunista de la mano de
Jorge Semprún (a la sazón Federico Sánchez),
que fue quien lo introdujo, y, con Amparo
Gascón, fundará una editorial de poesía, y
sería ella quien salvó su poesía y salvó su
vida, como ha dicho en más de una ocasión:
surge definitivamente el poeta Gabriel
Celaya y abandona todo lo anterior, con Juan
de Leceta y con Rafael Múgica. Gabriel
Celaya, dirá que, a partir de estos
momentos, se sentirá ya un hombre libre.
Rompe con la empresa en la que trabajaba
como ingeniero, en donde, por cierto, en una
ocasión le habían dicho que un ingeniero que
escribía versos rompía el crédito de la
misma. Decidió dedicarse definitivamente a
la literatura, su verdadera pasión:
«Gabriel Celaya, la nueva personificación
del literato, derrocó de un solo golpe de
audacia al ingeniero Múgica y al poeta
Leceta, suplantó simultáneamente al
ciudadano empadronado y al personaje
anterior. Gabriel Celaya ya no va a ser sólo
otro escritor, sino también otro hombre
real»
dirá Ángel González.
Intentó el contacto con la poesía del 27,
con Vicente Aleixandre, el contacto con sus
amigos del norte y con la poesía extranjera
de muy conocidos poetas pero desconocidos
por los escritores de entonces. Había muchas
revistas de poesía y se hicieron con un
fichero de cuatrocientos suscriptores con
los que cubrían los gastos de la editorial.
Por entonces estaba Cántico, Espadaña,
Proel, Sobre Literario, Verbo… un gran
número de revistas y de escritores, con los
que entrará en contacto y rompe con el
garcilasismo, la poesía oficial del momento,
comenzando a relacionarse con Eugenio de
Nora, que seguía otros postulados
completamente diferentes.
En los años cincuenta, publica Las cartas
boca arriba (1951), Los demás es
silencio (1952), Paz y concierto
(1953-53), Vía muerta (1954),
Cantos íberos (1955), Entreacto
(1957), Poesía urgente (1957),
etcétera, y comienza su presencia en la vida
cultural del país como principal impulsor de
la poesía social junto a Nora y Blas de
Otero. Años después diría José Hierro que
Celaya era el que mejor representaba la
poesía realista y crítica. En ellas,
recupera el noventayochismo, el
coloquialismo y la poesía oral con una
visión revolucionaria evidente, el
antiformalismo, la escritura con rasgos
cotidianos y familiares toman el poema que
se asienta definitivamente en la realidad.
Una poesía sincera que siente la vida: el
olor de la ropa, el beso que se dan dos
amantes, el día a día…, hablar con la
naturaleza, expresar con palabras la emoción
del mundo. Pero también, poesía como
medicina para el alma, que diría García
Cueto:
«Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por
minuto,
para ser y en tanto somos dar un sí que
glorifica.»
Gabriel Celaya no hará una poesía social
desde los temas, sino desde las actitudes, y
pone su visión hedonista y vitalista al
frente de todo el proceso escritural. En
ella deja a un lado sus penas personales
para ocuparse de las demás, establece un
diálogo con ellos desde su condición
solidaria.
A ellos seguirán Los poemas de Juan de
Leceta (1961), Versos de otoño
(1963), La linterna sorda y dos cantatas
(1964), y otras obras, como la novela Los
buenos negocios (1965), historia de una
empresa vasca cuya historia le trajo como
consecuencia que se enfadaran todos con él,
le quitaran la pensión de la fábrica y le
amenazaran con llevarlo a los tribunales.
Por esta época publicará también Los
espejos transparentes (1968), una
incursión en el realismo mágico, y Canto
en lo mío (1968), dos libros reunidos en
un solo volumen sobre lo vasco.
En los setenta y ochenta publicará El
derecho y el revés (1973), Itinerario
poético (1975), Buenos días, buenas
noches (1976), Iberia sumergida
(1978), Penúltimos poemas (1982),
El mundo abierto (1986) y Orígenes
(1990), que va a ser su último libro.
Será en 1986 cuando se le reconocerá su obra
con el Premio Nacional de las Letras
Españolas.
* * *
He aquí una muestra del bien hacer y decir
de Celaya: basta uno de sus poemas... este:
BIOGRAFÍA
No cojas la cuchara con la mano
izquierda.
No pongas los codos en la mesa.
Dobla bien la servilleta.
Eso, para empezar.
Extraiga la raíz cuadrada de tres mil
trescientos trece.
¿Dónde está Tanganika? ¿Qué año nació
Cervantes?
Le pondré un cero en conducta si habla con
su compañero.
Eso, para seguir.
¿Le parece a usted correcto que un
ingeniero haga versos?
La cultura es un adorno y el negocio es el
negocio.
Si sigues con esa chica te cerraremos las
puertas.
Eso, para vivir.
No seas tan loco. Sé educado. Sé
correcto.
No bebas. No fumes. No tosas. No respires.
¡Ay, sí, no respirar! Dar el no a todos los
nos.
Y descansar: morir.
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