n 1942, Joaquín
Álvarez
Quintero,
fallecido su
hermano Serafín,
cerraba el
prólogo de la
edición
definitiva de
sus Obras
Completas,
resultado de la
tan fructífera
actividad
fraternal, con
las condolidas
palabras «con el
gran dolor de
escribirlas y
firmarlas yo
solo». Dos caras
de una misma
moneda que tuvo
el valor de casi
cinco décadas en
el panorama
teatral de
finales del
siglo XIX y
principios del
XX, dos almas
que pensaban un
mejor destino
para la comedia
que empezaba a
renacer, una
misma pasión
sobre la escena
teatral, un
sentimiento
común sobre su
tierra, una
visión
resplandeciente
sobre la vida.
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Joaquín
y
Serafín
Álvarez
Quintero,
«los
Hermanos
Álvarez Quintero»,
los
genios
de
la
comedia
española
que
supieron
escenificar
como
nadie
el
‛genio’
andaluz. |
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Contexto
histórico y
sociocultural
del momento
En el panorama
literario del
tercio final del
siglo XIX y
primeros años
del XX acudimos
al auge de la
novela realista
y naturalista
que había
aparecido como
reacción a las
efímeras y
desgastadas
letras
románticas. La
vida literaria
era intensa.
Entre la nómina
de autores que
iban emergiendo
como un torrente
de espuma se
encontraban
Núñez de Arce,
Campoamor,
Velarde y Grilo,
los Machado,
Villaespesa y
Juan Ramón
Jiménez; Valera,
Pereda, Palacio
Valdés y Pardo
Bazán ya se
erigían como
escritores
laureados con
los cabellos de
Dafne. La
generación del
98 también
apostaba por
situarse en el
mundo de las
letras, guiada
por Valle
Inclán, Unamuno,
Pío Baroja,
Azorín…
Dentro de los
géneros
literarios, fue
la novela, más
que el teatro o
la poesía, la
máxima exponente
en reflejar y
expresar los
problemas del
hombre de la
época e intentar
reivindicar una
renovación
social, que
comenzaba a dar
sus primeros
pasos en un país
hartamente
anquilosado.
Clarín, con su
crítica, que no
dejaba a salvo
ninguna grafía
que viese la luz
en España, se
aventuró a
proponer un
acercamiento
entre el teatro
y la novela,
apostando,
naturalmente,
por la última
como medio de
reflexión mucho
más fuerte. En
este sentido, no
faltaron autores
que se
atrevieran a
realizar tal
mixtura; tenemos
como ejemplo el
caso de nuestro
prolífico Benito
Pérez Galdós y
su obra
Realidad
(1892), rebelión
ante un teatro
lleno de
«ilusionismo» y
«trivialidad».
Y en cuanto al
teatro, ¿qué
papel jugaba
realmente en la
época? El teatro
de esta época
era bastante
variado, al
igual que las
circunstancias
que azotaban la
situación del
momento: por un
lado, los
señores que
acudían por
diversión y
distracción, y,
por supuesto,
nada preocupados
por cambiar la
situación; por
otro lado, el
pueblo, que
buscaba una vía
de evasión en
las tablas que
le alejara de
sus problemas,
pues rehusaba de
que le mostraran
su puntiaguda
realidad. No
obstante,
encontramos un
núcleo aislado
en una emergente
ciudad de
Andalucía que
será testigo de
una nueva mirada
teatral alejada
y ajena de los
problemas
sociales: Écija
o «la sartén de
la Bética»,
población de
Sevilla, llena
de todos esos
componentes que
califican a la
Andalucía más
castiza.
Tomamos
igualmente como
paradigma Écija
por ser cercana
a la patria
chica de los
hermanos Álvarez
Quintero y
escenario de sus
primeras obras,
aunque podría
tratarse de
cualquier ciudad
española de la
segunda mitad
del siglo XIX.
La sociedad
astigitana, del
mismo modo que
todo el estado
español, vive un
agitado y
caótico ambiente
social y
político: reyes
sin coronas,
repúblicas
anárquicas,
movimientos
obreros no menos
ansiosos de
cambios que
confundidos en
sus teorías, una
sempiterna
dicotomía entre
liberales y
conservadores
que jugaban en
un toma y daca
con los
gobiernos… Serán
los grupos
sociales altos,
formados en su
mayoría por los
profesionales
liberales y
burgueses
adinerados, los
que tendrán un
mejor acceso a
la cultura,
tanto para su
instrucción como
para su deleite,
muy al contrario
del pueblo, que
vivía subsumido
en un alto
índice de
analfabetismo.
Ahora bien, no
solo era el
jornalero o
pequeño
campesino aquel
que desconocía
el código de las
letras, también
aquellos grandes
señoritos y
caciques, más
preocupados por
la acumulación
de bienes y
caudales que por
intentar
realizar leves,
aunque urgentes,
reformas que,
tal vez,
pudieran haber
sido incluso
beneficiosas
para ellos y
hacer más digna
la vida del
siempre olvidado
pueblo.
De aquellos
días, en los que
las obras que la
anunciadísima
cartelera
presentaba,
repletando
inmediatamente
los asientos
bulliciosos, se
observa que el
público teatral
que acude no
coincide con el
pueblo
astigitano;
estas clases
populares son
representadas
«sin formar
parte del
público,
reducida su
presencia a las
manifestaciones
festivas, a
sainetes
irrelevantes,
juguetes cómicos
u operaciones
populistas».
Pese a todo, el
teatro de Écija
parecía tener
algunos buenos
empresarios,
puesto que no
cuajaba la
cartelera
madrileña en
escena, cuando
ya eran
representadas al
unísono en la
ciudad
hispalense.
Una misma vida,
una misma obra
Los hermanos
Álvarez Quintero
nacen en Utrera,
localidad de
Sevilla, hijos
de unos padres
acomodados. Con
una infancia
feliz, rodeados
de su familia,
se abrieron paso
al mundo de las
letras entre
primitivas
lecturas de
escritores
teatrales
áureos, desde
los que se forjó
el gusto
artístico de los
niños, que
agudizaban sus
cinco sentidos
para sentir toda
la vida que
hervía a su
alrededor. Son
esas sensaciones
primeras que no
se olvidan
jamás, llenas de
claridad
andaluza y del
donaire propio
de aquellas
tierras. Se
trasladarían a
Sevilla donde
continuaron
cultivando su
pasión por la
poesía y el
teatro. Cuando
los adolescentes
llegaron, había
un gran ambiente
literario en la
antigua ciudad
romana de
Híspalis, que
perduraría no
solo hasta
finales del
siglo XIX, sino
en los primeros
años del XX. Ya
Serafín
(1871-1938) se
mostraba
comunicativo,
Joaquín
(1873-1944)
introvertido. La
pluma de los
hermanos salta a
periódicos
manuscritos y a
semanarios. Más
tarde, en 1889,
la familia se
asienta en la
Villa y Corte
del país, que
les brindaría
con un impulso
creativo y
artístico hasta
el punto de
convertirse, con
no veinte años
cumplidos, en
personas
reconocidas y
celebradas. Sus
primeras obras
se presentarían
como “juguetes
cómicos”, luego
se adentrarán de
lleno en la
comedia, el
entremés o el
sainete.
Tras la
presentación de
Gilito
(1889), obra muy
del gusto de los
espectadores de
la época, el
silencio y el
olvido
aplastaron las
figuras de los
jóvenes autores,
llenos de
ilusiones ahora
perdidas.
Escribieron en
este tiempo unas
cincuenta obras
sin que se
representasen
—el llamado
«montón de lo
inédito», como
lo calificarían
ellos
posteriormente—,
obras que no
destacaban por
su genialidad,
sino que eran
simples
imitaciones de
grandes autores
o adaptaciones
que iban
buscando un
estilo propio
con el que se
caracterizaran.
De estos años
son algunos
títulos los que
siguen: Un
pozo de ciencia,
De doce a dos,
La conspiración,
Peluquería de
Gil,
Poeticomanía, La
gente de la
plazuela¸ Un
novio para
Cecilia¸
Carmela, El
secreto,
Economía, Teatro
por horas,
¿Quién engaña a
quién?, Los que
salen y los que
se quedan, La
paz del hogar,
De capa caída,
El último
cartucho,
etc. A pesar de
todo, nunca
perdieron ese
optimismo que
les
caracterizaba:
Serafín seguía
siendo un gran
conversador en
las tertulias
literarias donde
acudían ambos
hermanos,
mientras que
Joaquín era
silencioso y más
adentrado en sí
mismo. Con la
publicación de
Casas de
cartón y
La reja se
presenta en los
Quintero un
nuevo modo de
hacer y una
entrada al mundo
del éxito y la
fama que no
abandonarían
hasta su muerte.
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Portada
de
la
edición
de
«Los
leales»,
comedia
en 3
actos,
estrenada
en
1914.
(Foto:
TocoColección.Net) |
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Todo un dúo
estrechamente
ligado y
compenetrado,
tanto por los
vínculos de
sangre, como por
la literatura y
por sus
apariciones
personales.
Escribían
juntos,
saludaban juntos
desde las
candilejas tras
sus estrenos y
asistían juntos
a las tertulias
al uso. Para los
críticos y
periodistas
siempre fue un
misterio qué
parte de la obra
pertenecía a
cada uno de
ellos. Algunos
se arriesgaron a
suponer que
Serafín aportaba
a la obra común
la reflexión,
los cimientos de
las obras y el
matiz
estilístico; en
cambio, a
Joaquín sería al
que le
correspondía
poner la chispa,
la vivacidad y
la gracia del
diálogo. Los
Quintero claman
un teatro
diferente, de
acción sencilla,
inspirada en los
sucesos más
propios y
corriente de los
patios de su
tierra:
«Cuanto más
naturales sean
las cosas que
pasen en las
comedias, tanto
más se parecerá
las comedias a
la vida, que es
de los que se
trata. El
interés
subsistirá, por
sencilla que sea
la acción que se
forje, siempre
que haya un poco
de arte en la
composición»
Los hermanos
Álvarez Quintero
se separaron
inevitablemente
en 1938, tras la
muerte de
Serafín. Su
hermano Joaquín
nunca logró
sobreponerse
hasta su
fallecimiento en
1944, diez años
después de que
el pueblo de
Madrid le
rindiera
homenaje, a él y
a su recordado
hermano. Durante
toda su
trayectoria, los
Álvarez Quintero
escribieron
conjuntamente
sus más de
doscientas
obras, una
fidelidad mutua
que se mantuvo
incluso después
de morir
Serafín, cuando
Joaquín seguía
firmando como
«Joaquín y
Serafín Álvarez
Quintero» sus
nuevas comedias.
Entre sus
títulos, algunos
de ellos fueron
premiados como,
por ejemplo,
Los Galeotes,
que recibió el
premio de la
Real Academia a
la mejor comedia
del año. De su
producción
dramática,
destacan algunas
obras como La
reja (1897),
El traje de
luces
(1898), El
patio
(1900), El
genio alegre
(1906), La
buena sombra
(1895), Los
borrachos
(1899),
Esgrima y Amor
(1888), El
ojito derecho
(1897), Las
flores
(1901), La
reina mora
(1903),
Mañana de Sol
(1905), Los
galeotes
(1905), La
patria chica
(1907), Las
de Caín
(1908), Doña
Clarines
(1909),
Puebla de las
mujeres
(1912),
Malvaloca
(1912), Los
leales
(1914),
Cancionera
(1924), La
boda de Quinita
Flores
(1925),
Tambor y
cascabel
(1927),
Marianela
(adaptación
teatral de la
novela de Pérez
Galdós),
Ventolera
(1944); otras
menores como
Fortunato, Nena
Teruel, Mundo
mundillo...,
Dios dirá, La
calumniada, Don
Juan, buena
persona, Concha
la Limpia, Los
mosquitos, Las
de Abel, Así se
escribe la
historia, El
centenario, La
casa de García,
La rima eterna,
Cabrita que tira
al monte, Los
duendes de
Sevilla,
etc. De los dos
centenares de
obras escritas
por los Quintero
hasta 1936,
fueron
traducidas a
idiomas
extranjero
ciento seis: en
inglés,
italiano,
portugués,
alemán, francés,
danés, polaco,
checo,
veneciano,
genovés,
irlandés,
sudafricano,
húngaro,
bohemio, sueco y
marathi.
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Portada
de
la
edición
de
«Pepita
Reyes»,
comedia
en 2
actos,
estrenada
en
1918.
(Foto:
TocoColección.Net) |
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Toda la vida y
producción de
los Álvarez
Quintero puede
resumirse en
varios estrenos
cada temporada
para satisfacer
las necesidades
de las empresas,
reposiciones de
los títulos que
habían obtenido
éxito, ediciones
y reediciones de
casi todas sus
obras en las
colecciones
teatrales de la
época,
adaptaciones
cinematográficas
de sus textos,
traducciones a
diferentes
idiomas,
jornadas de
trabajo con
horarios fijos,
ingresos de
excelente
regularidad,
envidiable tren
de vida,
veraneos
apacibles en el
campo y las
playas norteñas
y cierto respeto
y admiración.
El renacer de un
género
El teatro
realista del
momento oscilaba
como un péndulo
entre las
posturas más
conservadoras y
laxas a las más
progresistas y
ácidas. Los
mismos hermanos
Álvarez Quintero
asistían a
escenas de
carácter
grotesco y
disparatado,
truculento y
efectista, de
pincelada
gruesa,
dramático y de
exageración
violenta y,
según ellos, de
sus primeras
visiones
teatrales
coligieron que
estaba plagado
de:
«Enamorados,
mentecatos y
tímidos;
conquistadores
en fuga
perpetua; padres
irascibles de
los de ¡mil
bombas! a todo
trapo; suegras
bigotudas,
conspiradoras o
feroces;
señoritas
cursis,
cazadoras de
novios;
boticarios
ridículos;
confiteros
amerengados;
cesantes
famélicos;
patronas,
cómicos y
sablistas…;
palizas,
remojones,
sustos, carreras
y escondites…»
Como reacción a
esto, se
despertó
apresuradamente
un especial
interés por el
costumbrismo a
través de la
zarzuela, el
sainete y el
teatro llamado
por horas. Es
verdad que esta
renovación
dramática
convivía en sus
comienzos con
las últimas
voces del teatro
romántico que
desde lejos ya
hacía oír su
canto de cisne.
Hablamos del
relevante
«género chico»,
aquel teatro en
el que predomina
lo popular, las
costumbres
genuinas, así
como una
renovación del
registro
lingüístico, que
lo hacía vivo y
fresco. Estas
piezas breves se
caracterizan por
su ambientación
contemporánea y,
gracias a ello,
descubrimos
desde otra
perspectiva cómo
todavía la gente
más sencilla
sigue estando
cansada de los
políticos que,
en vez de
gobernar,
desgobiernan, y
no le ofrecen
soluciones a sus
problemas
sociales; por
consecuencia, a
pesar de
encerrar tímidas
críticas hacia
los gobernantes,
también subyace
una resignación,
asumida por
todos los
trabajadores,
que les hace ser
dóciles, ya que
entienden que no
les es posible
alterar su
destino. Serán
los hermanos
Álvarez Quintero
quienes doten al
género chico de
un nuevo soplo,
llegando a su
máximo esplendor
en la escena de
este periodo tan
particular.
El sainete se
mantenía en una
línea muy
tradicional y
española, pero
los hermanos
Álvarez Quintero
supieron darle
un acento nuevo
con su
característica
destreza verbal
y un elegante
dibujo en los
tipos, logrados
con magnífico
acierto. La
construcción
escénica se hace
ágil y segura.
El diálogo
relampaguea. Sus
riquezas
verbales son un
viento suave y
fresco de
hipérboles,
imágenes y
agudezas. Ironía
sin
resentimiento y
sonrisa sin
amargura. El
proceso de
creación de sus
obras lo hacían
con soltura y
maestría,
estudiando con
hondura y cariño
a sus
personajes.
Quizás ese fue
el aditamento lo
que les permitió
que cada obra
fuera un éxito
sonado y lo que
propició una
nula evolución
en su carrera
dramática. Sus
obras no solo
conocieron el
triunfo entre
pensadores y
críticos del
momento, sino
que eran capaces
de llegar a la
gente más
sencilla. Nunca
con
intrincamientos
en la trama y
siempre buscando
una claridad de
diálogos y que
acción aportara
una sencillez y
una delectación
en todo momento.
Fue un teatro
popular y no
populachero,
como algunos han
querido mostrar.
De todos los
géneros
teatrales que se
atrevieron a
abordar hay que
destacar su
peculiar maña a
la hora de
presentar los
entremeses, esas
piezas teatrales
cómicas que se
caracterizan por
su condensación
dramática,
comicidad
directa y
lenguaje
realista. Entre
ellos, destaca
El agua
milagrosa,
que ocurre en un
pueblecito
castellano, rara
muestra del
humor
quinteriano que
no transcurre
con tipos y
costumbres
andaluzas;
Ganas de reñir
nos escenifica
el deseo de
Martirio que
tiene por
discutir sea
como sea sin que
nada lo remedie,
ni siquiera la
paciencia más
grande del mundo
(es la pieza más
representada de
los de Utrera);
El cuartito
de hora es
unos de los
mejores
entremeses
escritos y su
personaje
femenino, María
Luisa, uno de
los más logrados
e inolvidables
de los Quintero;
El ojito
derecho
presenta en el
castizo barrio
sevillano de San
Bernardo al
gitano
embaucador, al
comprador
ingenuo, un
corredor
implacable con
sus tejemanejes,
y fue el primer
éxito que les
consagró con una
fama inmortal;
Amores y
amoríos se
desarrolla en
una finca
andaluza y en
Madrid, y
presenta la
historia de amor
entre Juan
María, poeta y
mujeriego, e
Isabel, joven y
bella dama,
tiene un final
feliz; o el
drama
Malvaloca,
que se convierte
en la pieza más
representada
dentro y fuera
de España y una
de las más
elogiadas por la
crítica, con un
profundo
análisis de su
protagonista,
Malvaloca,
símbolo de
belleza y mujer
andaluza.
Sería en los
primeros lustros
del pasado siglo
cuando los
Quintero
encontrarían una
producción
importante
dentro de su
obra. A partir
de la década de
los veinte,
surge un público
pequeño burgués
que pretende
controlar el
teatro y hacer
algunos intentos
tímidos de
reformas, lo
cual no impide
que los autores
del momento
sigan cultivando
lo que venían
haciendo hasta
entonces. Esta
nueva
orientación en
los Álvarez
Quintero
consistió en
dejar en un
segundo plano
los entremeses y
sainetes y
reafirmarse en
una comedia
burguesa,
sencilla y
simple en sus
argumentos y
peripecias, en
busca de
diálogos que
toquen la
gracia, con un
fondo de una
relación amorosa
sin tintes
pasionales y
siempre con un
final feliz. Un
nuevo teatro
quinteriano, al
decir de algunos
críticos como
Sánchez
Palacios:
«generoso de
infinita
comprensión de
los errores
humanos y de
exaltación
fervorosa de
cuánto hay de
noble y
bondadoso en el
alma de los
hombres».
Los Quintero
habían
acostumbrado a
su público
burgués a un
teatro en el que
no tenían cabida
alguna los
conflictos
incómodos, la
perturbación de
los ánimos
tranquilos, y
donde el final
feliz era la
gota que colmaba
el vaso cómico.
Todo se reduce a
un ámbito
familiar lleno
de afectos,
amoríos y
rondadas a
muchachas, la
exaltación del
matrimonio y la
defensa de la
alegría. Todo va
y viene de la
tristeza a la
alegría, entre
la severidad
intolerante y la
permisividad
comprensiva.
Pero nada se
hace metafísico
ni abstracto, se
trata de lo más
apegado a la
vida.
Su renovación
dentro del
género chico
radicó, por
tanto, en esa
mezcla de
clasicismo y
moderación,
inventando un
nuevo tipo de
humor, fuera del
chiste fácil o
el retruécano,
que únicamente
deleitaba el
tiempo que
duraba la
carcajada. Con
un trabajo
finísimo de
pulidores el
costumbrismo y
la comicidad, se
fundirán a sí
mismos con el
sentimentalismo
y lo
melodramático.
¡Alegrémonos de
haber nacido!
¿Era Serafín o
Joaquín el que
salpicaba de
gracia y de risa
las escenas de
sus obras?
Suponemos que
los dos. Había
en Serafín una
apariencia
brillante, era
cordial,
amistoso, y las
palabras
chisporroteaban
en sus labios
como manantial
inacabable de
elegancia; se
creía que a él
se debían el
optimismo, la
luz y la
alegría. A
Joaquín, más
callado y
ensimismado, se
le otorgaba el
tono
sentimental.
Pero esta
creencia era
errónea, puesto
que, al parecer,
el temperamento
de Serafín se
decantaba por el
dramatismo y la
ternura, en
tanto que el de
Joaquín a la
ironía y a la
comicidad dentro
del mundo
escénico.
Casi la
totalidad de la
trayectoria
teatral de los
hermanos Álvarez
Quintero se
suele asociar
con el
costumbrismo y
el humor,
características
determinantes en
sus obras, cuya
autoría le será
fácilmente
reconocible para
el espectador.
Sus inicios
dentro del
género chico
como autores de
provincias de la
época se verán
fortalecidos
luego en un
Madrid con una
cartelera
pletórica de
piezas breves,
cómicas y
costumbristas.
En realidad,
fueron muchos
los altibajos a
los que se
tuvieron que
enfrentar los
hermanos hasta
conseguir su
hueco en el
panorama
teatral. Pero
persistirá el
elemento
esencial: la
gracia. Ese
donaire que sube
majestuoso de la
boca de sus
personajes. El
chiste y la
ocurrencia que
brota limpio y
sin esfuerzos,
yendo hacia el
contraste o
hacia la
comparación y el
giro. El
lenguaje que se
enlaza con una
prosodia
especial. La
palabra que se
aúna al gesto y
la expresión del
rostro y del
cuerpo. Todo
ello permitirá
bucear en el
ambiente más
castizo de una
época idealizada
y atiborrada de
optimismo.
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Los
hermanos
Álvarez
Quintero,
con
Benito
Pérez
Galdós. |
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El humor irradia
hasta las
anotaciones de
las obras, con
lo cual se
advierte que
había cierto
interés por ser
leídas ya
íntimamente, ya
en público:
«Aparece sola la
estancia, y a
poco salen
Amparito y Doña
Lía. La primera,
muchacha de
dieciséis o
diecisiete
primaveras
—¡todos los años
hay jovencitas
de esta edad! —,
se halla muy
acicalada y
compuesta: se
conoce que
espera a
alguien; por la
ventana, acaso.
Doña Lía es una
señora
frescachona y
muy charlatana.
Confiesa
cuarenta y ocho
años; debe, por
lo tanto, de
tener cincuenta
y dos o
cincuenta y
tres. Hablan las
dos con el
gracioso acento
de la tierra.»
(De ¿A qué
venía yo?)
«Martirio,
bellísima mujer,
hija de un
popular regente
de imprenta,
sale a la puerta
de su casa a
esperar sentada
a su novio, que
es fotógrafo.
Tiene los ojos
negros y negro
el cabello, y
esta tarde,
negras también
las intenciones.
Le ha amanecido
el día con ganas
de reñir.»
(De Ganas de
reñir)
No se debe dejar
pasar el
ambiente musical
de este período,
donde las
tabernas
desprendían su
olor a néctar
báquico y a humo
de delicias
habaneras, donde
el flamenco era
escuchado por
marqueses lo
mismo que
jornaleros
rezagados en el
calor del arte
popular y en la
mirada de una
bailaora con
encanto y
embrujo, donde
la mejor manera
de decir las
cosas era
cantando. Muchas
de sus piezas
andaluzas se
convierten más
tarde en un
pretexto para el
cante y el
baile. En la
propia escena
teatral aparecen
coplas y
letrillas que
amenizan la
acción y la hace
más notoria, con
más énfasis
recreativo,
incluso suele
cerrar cada obra
o acto de la
misma a modo de
«moraleja»
dirigida al
público:
«Grande pena es
la de un siego
que no ve por
donde va,
pero mayor es la
mía,
que no sé tu
voluntá.»
(De Sangre
gorda)
«No sé cómo no
floresen
las tejas de tu
tejao,
estando tú ebajo
de eyas,
primaverita de
Mayo.»
(De La
zancadilla)
«(Al publico)
La que quiera
como yo,
sepa que yo le
deseo
un novio de lo
mejó:
torpe o listo,
guapo o feo,
¡pero sangre
gorda no!»
(De Sangre
gorda)
Es un optimismo
de raíz humana y
cristiana. La
vida, en boca de
sus personajes,
es un don de
Dios, y, por
ello, como don y
mensaje de Dios,
debemos amarla.
Es un
entendimiento
cristiano de la
existencia, el
vivir como una
generosidad
divina. El
espíritu
optimista
comparte
espíritu con la
bondad para
dejar fluir un
mundo que todos
añoran y quizás
pueda cambiar la
manera de ver
esto, ya que la
vida no es para
tomarla
demasiado en
serio.
El alma de la
comedia
quinteriana:
lenguaje y
diálogo
El lenguaje era
un factor
importante, casi
siempre
demandado por el
público gustoso
de escuchar el
fiel reflejo de
los parlantes
cotidianos. Se
caracteriza por
su soltura,
agilidad y poder
comunicativo,
con un estilo
capaz de captar
el casticismo y
a la vez
provocar la
sonrisa. En la
concepción tan
armónica de lo
teatral que
tenían los
sevillanos,
frente al juego
lingüístico,
predomina un
humor más
contenido que
explosionará por
la sinceridad y
la inocencia que
muestran los
personajes,
apuestan por los
tics verbales de
sus retahílas y
el recurso de la
exageración que
caracterizará lo
andaluz, el
ingenio en los
diálogos y la
burla con
alegría. Todo un
moderado júbilo
y un
tradicionalismo
moral que se
presentaban con
cierta frescura.
El diálogo es el
fondo y la forma
de la obra
dramática. Los
sentimientos que
recorren el alma
le presta vida y
movimiento a la
palabra, las
emociones
afloran desde
dentro hacia
fuera como un
torbellino
fónico cargado
de dulzura. El
espectador del
momento se
identifica con
el personaje que
habla y cree
saber a ciencia
cierta cómo es
su personalidad,
pues ¿no es la
psicología de
nuestro ser
aquella que se
haya contenida
en nuestro
lenguaje? Hay
una absoluta
adecuación entre
el personaje y
sus palabras. El
diálogo es
fluido, claro,
con una chispa y
una naturalidad
llenas de viveza
y garbo. Sin
embargo, frente
a la agudeza que
puedan mostrar
los personajes,
se atisba cierta
emoción suave,
una fina
melancolía
apuntada en los
tipos o en la
palabra.
«ILDEFONSO: ¿Zí,
verdá?
(Tierno)
¡Qué cozitas
pazan a ezas
horas, mi
arma!...
REFUGIO: Güeno,
Irdefonso, pos
no me engañe
usté: ¿era usté,
por casualidá,
er que cantaba y
er que tocaba?
ILDEFONSO: Yo
mismito. Y
zintiendo no zé
un canario y no
tené por
istrumento un
arpa.
REFUGIO: Es que
me lo dio er
corasón... Y si
usté supiera una
cosa...
ILDEFONSO: ¿Qué?
REFUGIO: Que
estuvo en tanto
así...
ILDEFONSO: ¿Que
usté ze azomara?
REFUGIO:
(Dejando la
zalamería y
turbando con la
salida al galán)
To lo contrario:
que se asomara
mi papá a
tirarle una
bota.
ILDEFONSO:
¡Je!... ¡Ez usté
más guazona que
la má! ¿No le
agrada a zu papá
de usté que a
usté la ronden?
REFUGIO: Le
gusta más que lo
dejen dormí.
ILDEFONSO: ¿Y a
usté...
princeza?
REFUGIO: Yo
sargo a mi
papá.»
(De La
zancadilla)
Las hablas
andaluzas se
habían utilizado
anteriormente en
entremeses y en
sainetes, pero
ahora los
autores son
conscientes de
su funcionalidad
y de sus
peligros,
avisando a los
intérpretes,
diciéndoles que
todos los
personajes
hablan con
acento andaluz,
pero llanamente,
sin llegar a
explotar la
exageración que
hace del acento
ridículo y
forzado. Según
Clarín, exigente
crítico como es
sabido, los
Álvarez Quintero
aportaban a la
escena una «nota
nueva, rica,
original,
fresca,
espontánea,
graciosa y
sencilla: muy
española, de un
realismo poético
y sin mezcla de
afectación ni de
atrevimientos
inmorales». El
acento andaluz,
los gitanismos y
el cante
flamenco
muestran un
estilo propio
que supera al
simple
costumbrismo.
«DOÑA LÍA: ¡Ah!
el disco
diario... ¡Cómo
está el servisio!
¡Cómo está el
servisio de esta
Seviya! ¡Cómo
está ese ganao!
Hay quien dise
que son familia.
Y sí que son
familia, ¡porque
dan una de
disgustos! El
domingo tuve que
pone a una en el
arroyo, porque,
si no, me da un
hervó de
sangre... Bueno,
yo soy muy
vehemente, muy
nerviosa... ¡Muy
nerviosa! El
agua de asahá es
mi alimento...
¡Soy muy
nerviosa! Y
aquel demonio
era contra mis
nervios. ¡Qué
fiera! ¡Qué
tarasca! Susia,
malhablá,
escandalosa...
¡atea!
AMPARITO:
¿Matea?
DOÑA LÍA: Atea,
atea... Que no
creía en Dios ni
a tres
tirones... ¡Y lo
tenía que desí y
que jura a cada
triquitraque!
Ponía la sopera
en la mesa dando
un golpetaso, y
soltaba, con un
bufío: —¡No hay
Dios! — Bueno,
Atanasia, es su
pensá. —¡No hay
Dios! — Como
usté quiera.
Traía los
garbansos, o
unas pescadiyas,
o el postre, y
¡venga maltrata
a los platos!:
—¡No hay Dios!
Ni Dios ni
vajiya, como
usté se hará
cargo. Mi
marido, que es
muy creyente,
sufría mucho:
porque mi marido
piensa que si no
hubiera Dios, a
él lo echaban de
la ofisina...
Está colocao en
el escritorio de
una fábrica de
aseitunas, y no
es que no
trabaje bien, es
que... ¿lo
adivinas, hija?
las operarías,
las aseituneras...
Pero bueno, tú
te dirás: no
será esto lo que
quiere esta
señora hablá con
mi madre…»
(De ¿A qué
venía yo?)
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Cartel
publicitario
de
la
película
«Malvaloca»,
dirigida
por
Ramón
Torrado
y
genialmente
interpretada
por
Paquita
Rico
en
1954,
y basada
en
la
pieza
teatral
del
mismo
título,
escrita
por
los
hermanos
Álvarez Quintero
en
1912.
(Foto:
TocoColección.Net)
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Una Andalucía
idealizada
El andalucismo
ha sido desde
los primeros
viajeros
románticos, e
incluso en
artistas de la
tierra, un
frecuente tema
literario,
pictórico y
musical. Ya
desde el siglo
XVI se atisbaban
vagas
referencias,
aunque se
afianzaría ya
entrado el siglo
XIX. En el siglo
XVIII, el
majismo se
convierte en un
tópico, pero
paralelamente a
este surge el
gitanismo
como motivo de
la literatura.
En tanto que los
andaluces nobles
o burgueses
identifican lo
castizo con la
majeza, el resto
de los españoles
reducen lo
andaluz a lo
majo y a lo
gitano; de este
modo, las piezas
teatrales breves
de costumbres
andaluzas están
pobladas de
personajes de
una y otra
condición.
La mayoría de
las obras del
teatro de los
Quintero tienen
a Andalucía como
espacio y tema:
su tierra,
costumbres y los
tipos andaluces.
En sus obras ya
aparece esa cara
de Andalucía que
se convertirá en
el prototipo que
dará la vuelta
al mundo,
presentando una
tierra arcádica
llena de
colorido,
alegría y
fiestas, una
visión amable,
idealizada y
tópica de
Andalucía, pese
a que estuviese
muy lejos de la
realidad. Este
teatro roza la
atemporalidad,
puede ser
cualquier
momento de un
lugar de
Andalucía y
resulta casi
impermeable a la
realidad
circundante.
Muchas veces se
recurre a la
invención de
nombres como
Guadalema,
provincia
desconocida que
se sabe de las
tierras
andaluzas y se
caracteriza por
la rutina,
ociosidad,
inmovilismo,
insensibilidad,
incultura, eso
sí, llena de
vitalismo. Como
apunta Ríos
Carratalá:
«Todo un mundo
idílico poblado
por señoritos
ociosos, jóvenes
alegres y
casamenteras,
caciques
benéficos y
criados
dispuestos a dar
la vida por la
sonrisa de sus
amos en un
ambiente de
concordia
patriarcal.»
Muchos fueron
los críticos que
les acusaban de
plasmar en la
escena una
Andalucía falsa
y dulzona,
representada en
obras con un
débil argumento
y revestida con
diálogos
chispeantes y
alborozados,
pleno de
equívocos,
modismos
andaluces y sano
humor. Una
fórmula que
encajaba
exactamente con
lo que el
público deseaba
ver. En cierta
forma, un teatro
hecho bajo
demanda; un
teatro optimista
y de evasión,
sin pretensiones
de ser innovador
y, cuanto menos,
rupturista. Un
teatro
naturalista con
una ingenuidad
en el que se
esquivaban las
situaciones
conflictivas y
se aceptaban
sólo algunas
mínimas dosis de
dramatismo,
imprescindibles
para dar una
mayor
consistencia a
los argumentos.
Frente a las
acusaciones que
recibieron por
pintar esta
imagen de
Andalucía
responde Serafín
Álvarez
Quintero:
«Hay muchos que
nos critican lo
que ellos llaman
nuestra visión
unilateral de la
vida. Recuerdo
que los críticos
hablaron largo
tiempo de que la
Andalucía
pintada por
nosotros era
siempre amable,
optimista,
graciosa, olía a
flores y se
deshacía en
piropos. Y
añadían que la
Andalucía
trágica, la
triste, la que
está llena de
dolores,
encorvada sobre
los campos
quemados de sol,
hambrienta y sin
hogar, no
aparecía por
parte alguna.
Quizá tuvieran
razón; pero
nosotros nos
hubiéramos
traicionados en
el caso de
llevar a la
escena
argumentos y
situaciones que
no hemos visto o
sentido.»
Por otro lado,
entre sus
defensores, se
encontraba
Azorín que,
además de alabar
el empleo de la
bondad como
ingrediente
positivo de toda
la obra de los
aterieses,
escribía acerca
de los
escritores
sevillanos:
«Los Álvarez
Quintero han
traído al arte
dramático —y esa
es su
originalidad— un
perfecto
equilibrio entre
el sentimiento
individual y el
sentimiento
colectivo, entre
la persona y la
sociedad.»
Luis Cernuda,
más certero en
sus críticas,
afirmaba que:
«En los Álvarez
Quintero era muy
aguda la
observación de
la realidad, y
deliciosa la
representación
dramática,
solamente
viciada, en
ocasiones, por
el optimismo
pueril y
apriorístico con
que pretendían
idealizarla.»
No se debe
olvidar el papel
que tuvieron las
comedias
quinterianas en
el momento. La
creación
quinteriana
llega a la
escena en un
momento en que
España,
psicológicamente,
necesita como
agua de mayo un
mensaje de
esperanza y
vitalidad. Pese
a que pudiera
sonar egoísta,
mostraban un
efugio cerrado e
idealizado de la
realidad. Dirá
el falangista y
escritor Rafael
Sánchez Mazas
con su peculiar
retórica de este
teatro:
«En la España
que empieza con
las amarguras
del 98 y
prolonga su
desilusión
durante lustros,
el teatro de los
Quintero fue
como un lenitivo
y un regalo,
lleno de alegría
popular y
familiar, de
piadosa ternura,
de fino gracejo,
de ejemplar
ironía, lejos de
todo
resentimiento,
de toda acritud,
de toda quimera
apologética o
depresiva. Su
teatro
—predilecto de
un mundo medio,
pero
históricamente
decisivo, de una
burguesía
situada entre
las angustias
económicas y la
ufanía del
bienestar
logrado— puso de
relieve, con
virtud y con
gracia, con la
sal que preserva
de la
corrupción, la
belleza de las
buenas
costumbres de la
Patria, de los
hogares nuevos,
de los amores
felices y
legítimos, y
también enseñó
muchas veces la
virtud de la
resignación
sonriente y el
arte andaluz y
cristiano de
convertir en
risa lo que se
puede convertir
en alegría.»
Por su parte,
comentará años
más tarde
Vicente Saura
sobre la
temática del
andalucismo en
los Álvarez
Quintero:
«la Andalucía de
los Quintero se
impuso en su
época, en la
misma medida que
representó la
imagen más
plácida de
España: sol,
alegría,
euforia,
relación
reverencial
entre amo y
criado.
Antibiótico
perfecto para
contrarrestar
una realidad de
anarquismo,
hambre, gitanos
y guardias
civiles,
latifundios,
jornales de
hambre y odios
implacables.
Antídoto para
sanar su
Andalucía, hacer
felices a los
pobres y
tranquilizar a
los ricos. A los
Quintero se les
puede “acusar”
de haber
esbozado una
visión
sentimental de
la realidad
humana, atender
al detalle
típico, evadir
los conflictos,
verlo todo con
moral optimista,
ser amables con
lo desagradable
y deshacer la
acritud con el
optimismo.
Aunque no se dé
en todas sus
obras,
predominan las
costumbres,
lenguaje y tipos
andaluces de su
época, con un
andalucismo
regional y un
acentuado
tipismo
pueblerino. En
el teatro de los
Quintero se
encuentran
contrariedades,
no conflictos.
En el teatro
quinteriano hay
buena y variable
copia de
pintorescos
tipos, acaso
algún
temperamento,
pero no
caracteres. Y
aunque parezca
negativo, visto
desde nuestro
prisma realista
y más
civilizado,
podemos afirmar
que tuvieron más
oficio que
nadie, muchas
veces su teatro
no es más que
oficio,
construyendo sus
obras con
gracia, maestría
profundamente
teatral y
gracejo perfecto
en las
situaciones
creadas. Sólo
esto consigue
que permanezcan
vigentes en
nuestros días.
Los Quintero
renovaron el
teatro de
Arniches
sustituyendo la
sal gruesa por
el limpio cuadro
de “sus
costumbres”
andaluzas […].
Tan vasta
producción sólo
puede ser
entendida como
fruto del teatro
de consumo,
construido según
recetas y
fórmulas con
escasas
variaciones
internas, al
gusto del
público y, por
supuesto, en
contradicción
con las minorías
“selectas”. Ello
nos guía hacia
una enorme
profusión de
personajes,
gestos,
actitudes y
palabras
genéricas. Su
realismo es
ingenuo, reflejo
amable de la
vida, con
ausencia de
conflictos,
considerando
dramático sólo
el quehacer
diario con los
aspectos
superficiales de
la conducta;
simplificando
rasgos,
lenguaje;
creando
situaciones de
enredo y
desenredo con
unos diálogos
repletos de
gracejo y sal de
la vida.»
Los hermanos
Quintero vienen
a ser a
Andalucía lo que
Arniches a
Madrid. Si este
caracterizó al
Madrid popular y
a sus habitantes
hasta el punto
de que si no
eran exactamente
así, acabaron
siéndolo, lo
mismo hicieron
los de Utrera
con su tierra
natal. Pero los
comediógrafos
superarán los
límites de lo
andaluz y
crearán de igual
forma un teatro
sin relación
alguna con esta
tierra,
explorando otras
situaciones de
la geografía
española. De
estas obras
contamos un
repertorio de
unos ochenta
títulos, en las
que el elemento
popular y
costumbrista se
reduce a una
esporádica
aparición de los
criados y los
conflictos se
atenúan con
amores pasados.
El protagonismo
es alzado por
mujeres
tradicionales y
castizas,
virtuosas y
alegres. Digamos
que estamos ante
la figura de una
«Carmen»
singular,
desprovista de
la carga de
fatalidad de la
que le dotó
Prosper Mérimée,
una gitanilla
graciosa y llena
de luz y color
capaz de cambiar
la realidad con
su sonrisa.
Una memoria del
pasado y un
olvido
manipulado para
el futuro
En muchas de sus
obras, la fuerza
de expresión del
pueblo andaluz,
casi primitiva,
les llevaba en
el tren de la
memoria a la
estación de la
infancia. En sus
escritos afloran
recuerdos y sus
obras están
impregnadas de
ese ambiente,
así como de las
lecturas de
Cervantes, Lope
de Vega… El
teatro de los
Quintero sigue
una línea
clásica dentro
del arte
español,
nutriéndose
fundamentalmente
del Siglo de
Oro, quedando
relegada la
decadencia y la
imitación
francesa y
exótica por la
que se apostaba.
De los primeros
padres de la
escena española,
Enzina, Naharro,
Lope de Rueda,
aprendieron a
reflejar a los
intérpretes de
la sociedad de
su tiempo, a
copiar los
asuntos de la
entraña popular
y la psicología
de los
personajes que
intervenían; de
Lope de Vega, en
su teatro de
plenitud,
aprenden la
inspiración del
pueblo y la
complacencia de
satisfacerlo.
Fueron,
obviamente,
sutiles
espectadores de
obras
contemporáneas y
de los
románticos aún
consagrados como
Zorrilla o el
duque de Rivas.
También la
poesía influyó
en la creación
de las comedias
quinterianas,
algunos poemas
de Campoamor o
relatos de
Bécquer fueron
dramatizados, el
cancionero
popular andaluz
también se
presentaba como
fuente
inagotable de
anécdotas y
sucesos
susceptibles de
ser
escenificados.
No obstante,
para los
Quintero la veta
más productiva
de donde
extrajeron sus
comedias fue la
vida: cualquier
confidencia, la
observación
directa de un
ambiente, el
conocimiento de
una simple
historia que
llamara su
atención, les
bastaba.
Como anécdota,
tenemos un
ejemplo breve,
aunque no menos
clarividente y
original, de una
poética legada
por Serafín y
Joaquín, donde
se observa ese
gusto compartido
por la poesía,
pues se condensa
en un soneto,
con la temática
tan llana y
popular de su
pulcra prosa,
siguiendo su
línea
característica,
de cómo escribir
una comedia:
Se elige un
tema, que brotó
en la mente
al soplo de una
historia
conocida,
como la sangre
roja de una
herida
o como el agua
clara de la
fuente.
Se infunde
luego, con amor
consciente,
en la ficción
que habrá de
darle vida.
Se hace
nacer a gente no
nacida,
se estudian sus
pasiones y el
ambiente.
Y a
dialogar sin
mañas ni
resabios:
a que al choque
fecundo de las
almas
salgan, hechas
palabras, por
los labios…
Y a soñar
con Ristoris y
con Talmas,
y a que digan
los simples y
los sabios,
y a que suenen
los pitos y las
palmas.
Paralelamente a
los Quintero, en
los años veinte
había surgido un
nuevo concepto
de humor que
habían tomado
autores como
Enrique Jardiel
Poncela, Edgar
Neville, Miguel
Mihura, esta
«otra generación
del 27» que
apostaba por el
absurdo o el
disparate en un
teatro para un
público de
cierto nivel
cultural. No hay
que olvidar
tampoco la gran
innovación que
supuso la
aparición del
cine y el modo
en que influyó
en el teatro.
Los mismos
espectadores que
consumían este
teatro lo eran
también de la
pantalla
cinematográfica.
Muchas obras de
los Álvarez
Quintero fueron
adaptadas al
séptimo arte, de
las que tanta
propaganda hizo
luego el régimen
franquista, que
las tomó
codiciosamente
en sus primeros
años como
prototipo de su
propio ser y su
propio sentir.
Con la Guerra
Civil a las
puertas, los
afanes por
cambiar la
realidad a
través del humor
y el júbilo se
truncaron. Se
terminó una
época del teatro
español y todo
lo que olía a
costumbrismo fue
manejado a la
sazón de unos
pocos que
desvirtuaron
este género, si
no tan
importante como
el de otra
época, digno de
ser recordado,
puesto que la
felicidad y el
regocijo, aunque
utopías
inalcanzables y
caducas (en el
mejor de los
casos), se hace
necesario
tantearlas en
algunos
momentos, los
más a ser
posible, porque
es la mejor
manera de
sobrellevar los
pesares de
nuestra vida.
Quisiera acabar
con una frase
que tomo
prestada de los
eternos Álvarez
Quintero como un
lema lleno de
esperanza:
¡alegrémonos de
haber nacido!
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