a terminación en
Salamanca, en
noviembre de
1930 [1], de su
novelita San
Manuel Bueno,
mártir, hace
de Don Miguel de
Unamuno y Jugo,
que se acercaba
ya a los
setenta, uno de
los más
penetrantes
espíritus
europeos
contemporáneos
en abordar el
insondable
problema de la
fe cristiana,
elevándolo a esa
altura
inmarcesible a
la que han
llegado muy
pocos, entre
ellos,
Kierkegaard,
Dostoyevski y
Carl Theodor
Dreyer. La
novela, que
constituye un
caso muy poco
frecuente de
encerrar en tan
reducido número
de páginas
tantas y tan
graves
cuestiones
—sobre el
significado de
la fe y el
sentido o
sinsentido de la
existencia,
sobre el
destino, acerca
de la
imposibilidad de
engañar a la
propia
conciencia,
sobre la
autenticidad de
la personalidad,
la pureza, el
sentido del
sacrificio, la
amistad—, está
atravesada,
desde el
principio hasta
el final, por un
hondo simbolismo
que afecta, en
primer lugar, a
los topónimos y
a los nombres de
los personajes.
El relato, que
narra
acontecimientos
transcurridos
muchos años
antes, pasa por
ser una especie
de Memorial
escrito por uno
de los
principales
personajes,
Ángela
Carballino, que
lo redacta con
más de cincuenta
años, aunque los
hechos
primigenios se
remontan a una
época en que
ella era una
niña de tan sólo
diez años. El
centro del drama
es Don Manuel
Bueno, párroco
de la imaginada
aldea de
Valverde de
Lucerna, junto
al lago de
Sanabria,
perteneciente a
la diócesis de
Renada, y que
frisaba los
treinta y siete
años cuando
Ángela tenía
diez. El otro
personaje
central es
Lázaro
Carballino, el
hermano de
Ángela, que
regresa de una
prolongada
estancia en
América cuando
Ángela ha
cumplido los
veinticuatro. El
cómputo del
tiempo, pues,
está
meticulosamente
medido en la
novela, aunque
no sepamos
cuántos años
tenía
exactamente
Lázaro más que
su hermana y con
cuántos muere el
protagonista.
Sobre toda la
narración
planean,
fundamentalmente,
en primer lugar,
por supuesto, el
Antiguo y, sobre
todo, el Nuevo
Testamento, pero
también, de modo
muy especial, el
Quijote y
La vida es
sueño.
Quienes han
pretendido
detectar
influencias
diversas, como
la de la novela
El Santo
(1905), del
italiano Antonio
Fogazzaro, que
es el autor de
la mucho más
conocida
Pequeño mundo
antiguo
(1895), deben
ser precavidos,
pues la novelita
de Unamuno es
extraordinariamente
original y, en
muchos aspectos,
inimitable: si
se me permite
decirlo así,
inconfundiblemente
«unamuniana».
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Miguel
de
Unamuno
y
Jugo
(Bilbao,
1864
-
Salamanca,
1936) |
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Todo aficionado
sabe la inmensa
cultura
literaria
europea que
poseía el eximio
catedrático de
Salamanca. De
todos los países
y de todas las
latitudes. Él
mismo se permite
proporcionarnos
algunas pistas,
como cuando
nombra en su
simpar prólogo
de 1933 (con
motivo de una
edición donde
reunía nuestra
novela y tres
historias más) a
Santa Lidwine de
Schiedam, la
ejemplar monja
hemipléjica
holandesa de la
Baja Edad Media,
cuya biografía
escribió
Joris-Karl
Huysmans [2],
pero que había
escrito antes
Tomás de Kempis.
De igual manera
que nos indica,
en ese ejercicio
suyo tan
característico
de sincerarse y
comunicarse con
el lector, que,
en el momento de
redactar ese
prólogo, ha
terminado de
leer
Enten-Eller
(O lo uno o
lo otro), de
Søren
Kierkegaard. Y,
aunque no los
nombre,
cualquier lector
avisado sabe que
ningún escritor
o pensador
cristiano
coetáneo se le
escapaba a
Unamuno, desde
León Bloy,
Vladímir
Soloviev y Jules
Barbey
d’Aurevilly
hasta Giovanni
Papini,
Christopher
Dawson, Roberto
Hugo Benson o
Gilbert Keith
Chesterton.
También hay una
suerte de motivo
conductor que
hilvana las
escenas,
vinculándolas a
su núcleo más
íntimo, que no
es otro que la
duda de la fe o
la imposibilidad
de creer aun
queriéndolo. Ese
leitmotiv
son las
penúltimas
palabras de
Jesucristo antes
de morir en la
cruz: «¡Dios
mío, Dios mío!
¿Por qué me has
abandonado?» Es
importante hacer
constar que
estas palabras
(de «mordaz
juego de
palabras» las
califica en una
nota aclaratoria
la Biblia de
Jerusalén en
lo que se
refiere a Mt 27,
46, pues
corresponden a
la expresión
«¡Elí, Elí,
¿lema
sabactani?», es
decir, que el
«juego» se basa
en la espera de
Elías como
precursor del
Mesías; «juego»
que desaparece
en Mc 15, 34:
«¡Eloi, Eloi,
¿lema
sabactani?»,
que, como
asimismo indica
en nota la
Biblia de
Jerusalén,
corresponde a la
forma aramea,
Elahí,
transcrito
Elŏí quizás
bajo la
influencia del
hebreo Elohím)
no aparecen ni
en el evangelio
de Lucas ni en
el de Juan.
Naturalmente,
están en
estrecha
relación con
aquellas otras
pronunciadas en
Getsemaní,
aunque la novela
no las menciona:
«Padre mío, si
es posible, que
pase de mí esta
copa, pero no
sea como yo
quiero, sino
como quieras tú»
(Mt 26, 39); muy
semejantes en Mc
14, 36 y en Lc
22, 42; Juan, en
cambio, mantiene
silencio. El
leitmotiv,
pues, tiene que
ver con la
fugacísima
debilidad de
Jesús
inmediatamente
antes de la
Pasión, como si
hubiese
«dudado», lo que
vendría a
corroborar la
verosimilitud de
su naturaleza
humana, junto a
la divina. Bien
sabido es, y
este es un
aspecto crucial
del
«protestantismo»
de don Miguel,
que a Unamuno le
atormentaba a
veces la duda
ante la fe, una
duda que tiene
mucho que ver
con otro aspecto
de la fe que se
menciona de modo
recurrente en la
novela y que no
es otro que el
de la
resurrección de
la carne, esto
es, que cuando
la persona
resucite después
de la muerte lo
haga con su alma
y con su
espíritu, pero
también con su
cuerpo, con este
cuerpo que le ha
acompañado en su
vida terrenal.
Este enigma es,
sin duda alguna,
uno de los
dramas religioso
más íntimos de
Unamuno [3]. Por
eso no es nada
casual la
reproducción de
las palabras de
San Pablo
inmediatamente
antes del
comienzo de la
narración: «Si
sólo en esta
vida esperamos
en Cristo, somos
los más
miserables de
los hombres
todos» (1 Co,
15, 19). La
traducción de la
Biblia de
Jerusalén no
altera el
sentido: «Si
solamente para
esta vida
tenemos puesta
nuestra
esperanza en
Cristo, ¡somos
los más dignos
de compasión de
todos los
hombres!» San
Pablo aborda en
el capítulo 15
de esa Carta
el asunto
medular de toda
la fe cristiana,
y, sin lugar a
dudas, el más
decisivo para el
que fuera Rector
de la
Universidad de
Salamanca: la
resurrección de
los muertos. «Si
no hay
resurrección de
muertos, tampoco
Cristo resucitó.
Y si no resucitó
Cristo, vacía es
nuestra
predicación,
vacía también
vuestra fe» (1
Co, 15, 13-14).
Por eso, a las
palabras de
Pablo que hace
reproducir
Unamuno, comenta
en breve pero
jugosa nota la
edición de la
Biblia de
Jerusalén:
«Renunciar a los
goces del tiempo
presente es un
engaño, si todo
termina con la
muerte. No se
considera la
inmortalidad del
alma fuera de la
perspectiva de
la resurrección
de la carne».
Por supuesto que
Pablo confesará
inmediatamente,
en el versículo
20, su fe en la
Resurrección de
Cristo,
verdadera piedra
angular de todo
el Cristianismo.
Pero esa
resurrección,
que no es más
que el triunfo
definitivo sobre
la muerte, sobre
el pecado y
sobre el mal, es
la que otorga
plenitud de
sentido y
perspectiva
liberadora a la
inmortalidad del
alma. Una cosa
no puede
disociarse de la
otra. Son
inseparables;
mejor aún: son
la misma cosa.
Esta es la clave
de bóveda del
individualísimo
edificio
religioso-teológico-filosófico
de Unamuno, y lo
mismo da que nos
acerquemos a él
a través de sus
ensayos,
especialmente de
Del
sentimiento
trágico de la
vida, como
que lo hagamos a
través de
algunas de sus
novelas, de
manera muy
particular esta
que ahora
sucintamente
comentamos. Sin
resurrección de
la carne, del
cuerpo, todo lo
otro se
desvanece. Por
supuesto que
estamos hablando
de un cuerpo
«pneumático»,
espiritual, pero
cuerpo al fin y
al cabo [4].
El simbolismo de
los nombres no
puede tampoco
escapársele al
lector, incluso
medianamente
atento. Pero ese
simbolismo es a
veces
polivalente, o
de difícil
precisión.
Renada, como ha
sido señalado
hace tiempo por
algunos
comentaristas,
entre otros José
Antonio Serrano
Segura [5],
puede, como
poco, hacer
alusión a tres
significados:
«volver a nacer»
(del verbo
«renacer»);
intensificar o
redoblar el
vocablo «nada»
(«re-nada», es
decir, «más que
nada»);
referencia al
historiador
agnóstico
francés Ernest
Renan, autor de
una muy célebre
Vida de Jesús
(París, 1863) y
de una también
famosa
Historia del
pueblo de Israel
(1887-1893). No
obstante, esta
tercera
hipotética
alusión la
encuentro
demasiado
forzada, a pesar
de la admiración
de Unamuno por
el erudito galo.
En cuanto al
nombre del
protagonista,
Manuel Bueno, no
puede ser más
revelador. No
sólo era un
hombre bueno,
que hacía lo
imposible por
llevar consuelo
y felicidad a
las gentes
sencillas del
pueblo, sino que
su nombre de
pila es el mismo
que el que le
asigna el
profeta Isaías
al Salvador (Is
7, 14), según
nos recuerda Mt
1, 23: «Ved que
la virgen
concebirá y dará
a luz un hijo, y
le pondrán por
nombre Emmanuel,
que traducido
significa “Dios
con nosotros”».
En lo que se
refiere a Lázaro
Carballino,
recordemos que
se hizo muy
amigo del
párroco, de
igual modo que
Jesús era amigo
de Lázaro de
Betania, y que
si este último
resucita a los
tres días de
muerto por
mediación de
Cristo, Lázaro
Carballino
«resucita», por
la acción
infatigable de
Manuel Bueno, a
una vida de
entrega y
servicio a los
demás, una
entrega
absolutamente
desinteresada,
pues incluso
emplea parte de
la fortuna
traída del Nuevo
Mundo en
socorrer a los
necesitados. ¡Y
qué decir de
Ángela
Carballino, el
único personaje
de la
conmovedora
historia cuya
fe, siendo ya
adulta, era la
misma que cuando
tenía diez años!
Ángela es, en
efecto, un ángel
de Dios, un ser
puro, inocente,
en quien no
tiene cabida el
pecado. Por eso
es tan difícil
dejar de pensar
en Nastasia
Filíppovna, en
apariencia tan
diametralmente
opuesta, una
prostituta, una
«pecadora»,
pero,
paradójicamente,
absolutamente
pura de corazón,
limpia e
inmaculada,
gracias a su
infinita
capacidad para
amar. Que
Unamuno haya
hecho carne de
su carne El
idiota de
Fiodor M.
Dostoyevski, es
algo que no
admite la más
mínima
vacilación [6].
Otro último
simbolismo,
esencial en la
novela, es el
que proporcionan
los elementos de
la Naturaleza,
en especial el
lago, el lago de
San Martín de
Castañeda, que
no es otro que
el de Sanabria,
pues San Martín
de Castañeda es,
en la realidad,
el derruido
monasterio
cisterciense al
que se alude,
sin nombrarlo
por su nombre,
en el relato.
Hay constantes
alusiones al
azul profundo
del lago en
relación con el
azul de los
ojos, al lago
cual espejo en
que se reflejan
las montañas
circundantes, y
cuyo misterio
—alimentado por
la leyenda de la
ciudad sumergida
que hay en sus
profundidades,
de donde procede
el sonido de las
campanas de la
torre de la
iglesia
desaparecida en
los abismos—
establece un
paralelismo con
el misterio de
la personalidad
de cada hombre,
con sus secretos
más escondidos.
Porque en
Valverde de
Lucerna hay un
oscuro y enorme
secreto, sólo
conocido por
Ángela, que lo
dejará
consignado en su
memorial, pero
que será hurtado
al conocimiento
de los
habitantes del
pueblo, a fin de
no perturbar su
felicidad, su
ilusión, la
imagen que se
han hecho del
hombre que les
ha ayudado tanto
a sobrellevar el
peso de la vida,
aliviándolos,
con su conducta
ejemplar, con
sus palabras,
del duro trabajo
cotidiano.
|
|
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|
Existencia. |
|
|
Ese misterio no
será conocido
por Ángela hasta
el día en que su
hermano, que a
todas luces
parece haberse
convertido a la
fe de Cristo por
la acción de don
Manuel, hizo la
Primera
Comunión, algún
tiempo después
de su regreso de
América, para
alegría de su
hermana y de
toda la aldea.
Durante las
páginas
anteriores, se
nos describe la
incansable
actividad del
párroco, un
hombre de
extraordinario
porte y aún más
extraordinaria
voz, aunque
humilde, sin un
ápice de
soberbia,
siempre
dispuesto a
ayudar a los
demás, incluso
colaborando en
las tareas del
campo si es
necesario. Sus
sermones eran
verdaderamente
memorables, con
ese verbo
fluido, grave,
resolutivo,
claro, que
llegaba a todos
los corazones,
hasta al del
tonto del
pueblo, Blasillo,
una creatura
divina que trata
de imitarlo y
que repite una y
otra vez lo que
el sacerdote
dice en el
púlpito,
especialmente
eso de «¡Dios
mío, Dios mío!
¿Por qué me has
abandonado?»
¿Cómo no evocar
aquí a ese
Francisco
Lezcano, ese
Niño de
Vallecas, que,
de manera tan
penetrante, nos
dice Ramón Gaya
que Velázquez
[7] pintó en su
ser entero y
verdadero, en su
ser central,
pleno como una
luna llena? Del
mismo modo que
Velázquez deja
estar al
Niño de
Vallecas,
reflejando su
esencia más
profunda, el
inescrutable
misterio de su
espíritu, pues
posee un
espíritu muy
hondo ese bufón
oligofrénico de
la Corte de
Felipe IV de
España, de ese
mismo modo,
también Unamuno
crea en Blasillo
a un personaje
entrañable y
enternecedor,
uno de esos
«pobres de
espíritu» de los
que habla Jesús
en el Sermón de
la Montaña, es
decir, no una
persona que sea
espiritualmente
pobre, sino todo
lo contrario,
alguien cuya
«pobreza de
espíritu» está
vinculada a la
pureza, al
desprendimiento
de los bienes
materiales, tal
como lo entendía
el poverello
de Asís. Esto de
la «pobreza» es
un misterio, un
misterio
indescifrable.
Me refiero,
claro está, a
esa «pobreza de
espíritu» de que
habla Jesús.
Blasillo, en
cierto modo, la
encarna, como la
encarnaba San
Francisco de
Asís. Puede
servirnos de
relativa ayuda
para entender su
significado,
aunque la
referencia es a
Friedrich
Hölderlin, lo
que dijo Martin
Heidegger en una
conferencia
sobre «la
pobreza» (Die
Armut), el
27 de junio de
1945, en el
castillo de
Wildenstein,
sobre las
alturas del Jura
suabo, no lejos
de su Messkirch
natal, en
realidad una
paráfrasis de
una sentencia de
Hölderlin o
atribuida al
gran poeta
alemán: «Entre
nosotros, todo
se concentra
sobre lo
espiritual, nos
hemos vuelto
pobres para
llegar a ser
ricos». Por
supuesto que soy
consciente de
que Hölderlin
tiene
relativamente
poco que ver con
Kierkegaard y
con Unamuno,
pues su modelo
era la Grecia
antigua, y el de
nuestros dos
otros pensadores
existencialistas
la enseñanza de
Jesús, pero en
ese breve texto
dice Heidegger
algunas cosas
muy
esclarecedoras,
también para un
cristiano (es
muy difícil
saber si él
llegó a
conservar hasta
el final de su
vida su inicial
fe en Cristo;
las opiniones al
respecto son
dispares y el
propio filósofo
mantuvo sobre
este punto un
impenetrable
silencio) [8].
Dice que «ser
verdaderamente
pobre significa:
ser de tal
manera que no
carecemos de
nada, salvo de
lo no-necesario»
[…] «La esencia
de la necesidad
[apremiante] es
la coacción» […]
«Lo no-necesario
es lo que no
viene de la
necesidad
[apremiante], es
decir, de la
coacción, sino
de lo Libre» […]
«Lo Libre,
frî, es lo
indemne, lo
preservado, lo
que se sustrae
de toda
utilidad» […]
«‘Liberar’
significa,
original y
propiamente:
preservar, dejar
a algo reposar
en su propia
esencia
protegiéndolo.
Pero proteger
es: retener la
esencia en el
cobijo donde
sólo permanece
si se le permite
retornar al
reposo de su
propia esencia»
[…] «Ser-pobre
quiere decir: no
carecer de nada,
salvo de lo
no-necesario; no
carecer de nada
más que de lo
Libre-liberante»
[…] «Por el
hecho mismo de
que la pobreza
no nos hace
carecer de nada,
tenemos de
entrada todo,
nos mantenemos
en la
sobreabundancia
del Ser…» […]
«Así como la
libertad, en su
esencia
liberante de
todas las cosas
que por
anticipado
trastoca la
necesidad
[apremiante], es
la Necesidad,
así el
ser-pobre, en
tanto
no-carecer-de-nada,
salvo de lo
no-necesario, es
en sí también ya
el ser-rico» […]
«Pobres, lo
somos con la
única condición
de que, entre
nosotros, todo
se concentre
sobre lo
espiritual» [9].
Lo que quiere
decir Heidegger
es que «ser
verdaderamente
pobre», sin
ningún doble
sentido de las
palabras y sin
ironía alguna,
es tenerlo todo,
esto es, todo
tipo de bienes
materiales,
pero, sin
embargo, carecer
de lo que de
verdad importa,
que son los
bienes
espirituales. La
persona rica en
bienes
materiales no se
percata de que,
en el fondo, es
pobre, mientras
que aquella que
posee bienes
espirituales,
esto es, lo
no-necesario, lo
que no proviene
de la coacción,
sino de la
libertad, es la
que es
verdaderamente
rica, según la
bella sentencia
atribuida al
poeta-filósofo
de la región del
río Neckar,
puesto que se ha
liberado de lo
aparente, de lo
«útil», de lo
que únicamente
es accesorio
[10].
En cualquier
caso, aun sin
olvidar este
clarificador
excurso, Jesús
se refería a la
gente sencilla,
limpia de
corazón, y
Blasillo, aunque
bobo, todavía
guardaba en lo
más recóndito de
su ser una pizca
de inteligencia
que le permite
comprender la
bondad de su
benefactor,
mejor dicho, de
quien repara en
él y no lo
desprecia.
Tampoco hace
falta insistir
en la
preeminencia
que, para Jesús
de Nazaret,
tienen los
bienes
espirituales
sobre los
materiales.
Ángela sabe que
Don Manuel se ha
negado a
colaborar con el
juez para que un
bandido confiese
su crimen, pues
eso supondría
exponerlo a la
pena capital, y
también sabe
que, para él, la
envidia la
sienten «los que
se empeñan en
creerse
envidiados»
[11]. Pero
rápidamente
advirtió que la
sobreactividad
de Don Manuel
debía responder
a algo, que esa
ausencia por
completo de
reposo y de
ociosidad era
como una huida,
un evitar estar
a solas consigo
mismo y con sus
pensamientos.
Con motivo del
consuelo que tan
generosamente
ofrece a un
titiritero
ambulante cuya
mujer ha muerto
en sus propias
manos, mientras
el marido debía
cumplir con su
obligación de
hacer reír a las
gentes del
pueblo (aunque
no sabía
exactamente que
su esposa
estuviese
agonizando), y
como ponderase
Don Manuel el
oficio del
payaso, que
consiste en
hacer reír y
traer la alegría
a los demás,
Ángela comprende
más tarde que
esa alegría que
su San Manuel
esparce por
doquier «era la
forma temporal y
terrena de una
infinita y
eterna
tristeza». No
olvidemos que
Ángela es una
joven
inteligente e
incluso culta,
que ha leído a
Cervantes, a
Calderón y a
otros autores
clásicos
españoles, así
como el Bertoldo
de Giulio Cesare
Croce
(1550-1609),
libros todos que
contenía la
modesta
biblioteca de su
padre. Además de
inteligente y
culta, es
perspicaz, aguda
en sus
observaciones y
juicios, y, por
supuesto, muy
sincera, incapaz
de mentir. Por
eso se percata
pronto de la
soledad tremenda
que acompaña
como una sombra
a Don Manuel,
una soledad de
la que quiere
escapar, pero
que le persigue
sin tregua,
aunque a veces
guste de pasear
solo por las
orillas del
lago. Él mismo
termina
confesándoselo
pronto a la
muchacha, cuando
ésta le habla de
la santidad de
algunos
ermitaños: «Yo
no podría
soportar las
tentaciones del
desierto. Yo no
podría llevar
solo la cruz del
nacimiento». Le
está diciendo
que le aterra la
soledad, aunque
ésta última, en
realidad, como
puede comprobar
Ángela, nunca lo
abandona,
aferrándose a él
como la uña a la
carne. Esa huida
de la soledad es
una huida de sí
mismo, del
terrible secreto
que esconde en
las más
inaccesibles
profundidades de
su alma. Ya en
el
confesionario,
ante el ejemplar
cura, siente
Ángela «como una
callada
confesión suya
en el susurro
sumiso de su
voz», esto es,
una confesión
que le brota a
Don Manuel sin
querer, pues
lleva tiempo
pugnando por
escaparse por
entre los
intersticios de
su ser. Si ella
le planteaba en
confesión
algunas dudas,
dudas en
cualquier caso
inocentes, él
las eludía, pero
como una vez
saliera a
relucir el
Demonio y
Ángela,
envalentonándose,
le preguntase
francamente si
él creía en el
Tentador, una
vez más Don
Manuel evita
responder, con
lo que la joven
llega a un
primer
convencimiento
de que su
queridísimo
sacerdote no
cree en el
Maligno. Lo
mismo, más
adelante, con el
Infierno. Y,
ante las
respuestas como
maquinales del
sacerdote,
dirigidas, claro
es, a no
escandalizar o
provocar alguna
flaqueza en la
fe de la
ferviente
muchacha, ésta
leyó «no sé que
honda tristeza
en sus ojos,
azules como las
aguas del lago».
El simbolismo
del lago, como
se ha anunciado
antes, es
permanente en la
novela. De un
lado, los lagos
suelen atraer a
los humanos
hacia la muerte.
Puede
constatarse en
la tendencia
hacia el
suicidio,
heredada de su
padre, de Don
Manuel, quien
lucha por no
desaparecer para
siempre en las
tranquilas aguas
del lago,
aparentemente
calmas y
serenas, pues la
corriente, que
no es otra que
la corriente
impetuosa de la
vida, serpentea
por entre sus
profundidades.
Incluso llega a
confesarle a
Lázaro que la
tentación del
suicidio es
mayor aún junto
a la quieta
superficie del
lago, que no
junto a los
torrentes y
cascadas. Sin
apartarnos
todavía del
simbolismo del
lago, no debe
pasarse por alto
que aquella
inclinación
hacia el
suicidio fue una
constante en la
vida del padre
de Manuel Bueno,
y que tuvo que
luchar
arduamente para
vencerla, que
fue lo que por
fortuna ocurrió
finalmente, pues
murió de muerte
natural con
cerca de noventa
años. Esto del
suicidio no es,
ni mucho menos,
cosa baladí. El
gran escritor
francés Albert
Camus, en las
dos primeras
frases de su
lúcido ensayo
El mito de
Sísifo,
dice: «No hay
más que un
problema
filosófico
verdaderamente
serio. El
suicidio. Juzgar
si la vida vale
o no vale la
pena de vivirla
es responder a
la pregunta
fundamental de
la filosofía»
[12]. Para
Camus, el
problema del
suicidio está
estrechamente
relacionado con
su concepción
del absurdo de
la existencia,
esto es, la
pregunta que el
hombre le hace
al mundo y el
silencio que
halla por
respuesta.
Unamuno aborda,
en cambio, el
problema del
suicidio como
una enfermedad
del espíritu,
una desviación,
sin olvidar en
ningún momento
que suicidarse
contraviene la
ley divina. A
pesar de eso,
Manuel Bueno no
le niega tierra
sagrada a un
suicida, pues
piensa que pudo
arrepentirse en
el último
instante de su
agonía. Pero
sigamos con el
significado del
lago, uno de los
cuales es el
temible de ser
un paraíso
ilusorio,
simbolizando de
este modo las
creaciones de la
imaginación
exaltada [13].
No perdamos de
vista aquella
leyenda de la
ciudad sumergida
[14] en las
profundidades
del lago de
nuestra
narración, así
como la
mezcolanza entre
la realidad y la
ficción, entre
la vida y los
sueños, o, más
precisamente, el
deseo de
mantener la
ilusión de vivir
entre las gentes
que distingue a
Don Manuel.
Sobre aquella
confusión, tan
calderoniana,
volveremos un
poco más
adelante. En
cuanto al azul,
el mismo
Diccionario de
los símbolos
citado nos dice
que «es el más
profundo de los
colores»; que
«en él la mirada
se hunde sin
encontrar
obstáculo y se
pierde en lo
indefinido» (pág.
163). De ahí la
abismal
profundidad que
en los ojos del
párroco descubre
Ángela,
aumentada por su
tristeza y por
su soledad.
|
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Duda. |
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Con bellísimas
palabras
describe Unamuno
cómo se le iba
despertando a
Ángela en sus
«entrañas el
jugo de la
maternidad», y
cómo «empezaba
yo a sentir una
especie de
afecto maternal
hacia mi padre
espiritual».
La muerte de la
devota madre de
Ángela y de
Lázaro es la
principal
circunstancia
que provoca el
acercamiento
entre este
último y Don
Manuel. Ya el
párroco
consiguió del
incrédulo Lázaro
que le
prometiese a su
madre, antes de
morir, que
rezaría por
ella, para
contentarla,
pues «el
contento con que
tu madre se
muera será su
eterna vida».
Aquella
aproximación,
que podía verse
crecer día a
día, por ejemplo
en los
frecuentes
paseos que ambos
amigos daban
junto a la
orilla del lago,
en los que el
párroco
conversaba y
aleccionaba a su
cada vez más
atento
confidente,
terminó por dar
sus frutos,
primero
consiguiendo que
Lázaro acudiese
a misa, aunque
sólo fuese por
escuchar al
santo varón, y
después
decidiéndole a
hacer la Primera
Comunión, motivo
de hondo
regocijo para su
hermana y de
gran
satisfacción
para toda la
aldea. Parecía
que la
conversión había
sido completada
por entero. Así,
al menos, lo
creía
sinceramente
Ángela. Pero,
nada más
manifestarle
ésta a su
hermano la
alegría que a
todos les ha
dado, empezando
por ella misma,
recibe Ángela un
jarro de agua
fría cuando
Lázaro le
confiesa que por
eso precisamente
lo ha hecho, por
darles alegría.
Es decir, que no
lo ha hecho por
convencimiento
pleno, sino por
agradar a los
demás, decisión
en la que Don
Manuel ha jugado
un papel
categórico. Para
el párroco, le
dice Lázaro a su
hermana, eso no
es fingir; el
propio Don
Manuel se lo ha
dicho. Pero es
en ese preciso
instante cuando
Lázaro
Carballino le
arranca al
sacerdote su
secreto, a
saber, que él
también finge
creer. En vez de
forjarse, a
partir de esa
confidencia, una
imagen negativa
de su amigo,
Lázaro considera
más aún a Don
Manuel un santo,
incluso un
mártir, pues esa
simulación no
responde a un
deseo de medrar,
sino que
responde a la
íntima
aspiración de
que quienes le
rodean
encuentren la
paz y la
felicidad. Como
Lázaro, en medio
del campo, le
interrogase a
Don Manuel
acerca de la
verdad, mejor
aún, que ésta
debiera
prevalecer ante
todo,
respondióle:
«¿La verdad? La
verdad, Lázaro,
es acaso algo
terrible, algo
intolerable,
algo mortal; la
gente sencilla
no podría vivir
con ella». Como
Lázaro le
arguyese que por
qué le dejaba
entrever a él la
verdad, Manuel
Bueno le
responde de
nuevo con
absoluta
sinceridad:
«Porque si no,
me atormentaría
tanto, tanto,
que acabaría
gritándola en
medio de la
plaza, y eso
jamás, jamás. Yo
estoy para hacer
vivir a las
almas de mis
feligreses, para
hacerles
felices, para
hacerles que se
sueñen
inmortales y no
para matarles.
Lo que aquí hace
falta es que
vivan sanamente,
que vivan en
unanimidad de
sentido, y con
la verdad, con
mi verdad, no
vivirían. Que
vivan. Y esto
hace la Iglesia,
hacerles vivir.
¿Religión
verdadera? Todas
las religiones
son verdaderas
en cuanto hacen
vivir
espiritualmente
a los pueblos
que las
profesan, en
cuanto les
consuelan de
haber tenido que
nacer para
morir, y, para
cada pueblo, la
religión más
verdadera es la
suya, la que le
ha hecho. ¿Y la
mía? La mía es
consolarme en
consolar a los
demás, aunque el
consuelo que les
doy no sea el
mío» (pág.
1215).
Es ciertamente
polimórfica y
muy compleja,
pero también
integradora y
balsámica la
respuesta de Don
Manuel. La
primera y
fundamental
distinción que
se impone al
lector es la que
se deduce de
esta respuesta y
de la
personalidad del
personaje en su
conjunto,
respecto del
enjuto
nonagenario de
la La leyenda
del Gran
Inquisidor.
El inquietante
individuo que le
dibuja Iván
Karamazov a su
querido hermano
menor Alioscha,
extrayéndolo de
los pliegues de
la Historia, en
concreto de la
Sevilla del
siglo XVII, es
un alto jerarca
de la Iglesia
católica, el
máximo
representante de
la Inquisición
española, pero,
lejos de creer
en Jesús de
Nazaret, a quien
tiene ahora ante
sí, porque ha
vuelto, ha
vuelto para
volver a
incomodar a los
hombres y a
perturbar el
orden
establecido,
lejos de creer,
digo, es un
ateo, un
nihilista —como
esos nihilistas
de la novela
Demonios—,
cuyo principio
esencial,
fundamental, y
al que todos los
demás han de
someterse, es un
principio
totalitario,
esto es, que el
hombre, para ser
feliz, ha de
renunciar
definitivamente
a la libertad,
no a la libertad
en abstracto,
sino a la
libertad
individual, que
es la única y
auténtica
libertad.
Expresado de
otro modo: el
hombre ha de
someterse a la
consecución de
fines estatales,
que es una de
las dos
principales
características
del
totalitarismo
[15]. Por eso no
soporta que Él
haya regresado
de nuevo, cuando
todo estaba ya,
con tanto
esfuerzo,
encarrilado por
la institución
eclesiástica,
una institución
temporal que ha
comprendido que
el hombre no
desea la
libertad sino el
pan. «No sólo de
pan vive el
hombre, sino de
toda palabra que
sale de la boca
de Dios», le
había dicho
Jesús al Demonio
en la primera de
las tres
tentaciones (Mt
4,4). Esa
palabra es la
Palabra, el
Verbo, la Vida,
la Libertad.
Bien sabido es
que el
inoportuno
visitante no
despega los
labios,
permanece mudo,
en un clamoroso
y ensordecedor
silencio, ante
el Poder
terrenal, y que,
al final, se le
permitirá
abandonar los
calabozos de la
Inquisición con
la condición de
que no volverá
más.
La diferencia,
pues, entre San
Manuel Bueno y
el Gran
Inquisidor es
radical,
abismal, pues
aunque el
primero no tenga
fe, o haya
perdido, más
bien, la fe, el
propósito que le
anima a
insuflársela a
sus feligreses
no tiene como
contrapartida el
extirparles su
dignidad de
personas, el
arrebatarles la
libertad, el
convertirlos en
individuos de un
«hormiguero»,
por emplear de
nuevo otro
término
dostoyevskiano.
No; Manuel
Bueno, a través
de su conducta
ejemplar, les
ofrece a los
hombres la
posibilidad de
perseverar en la
fe en Cristo,
para traerles
paz a sus
conciencias y
felicidad en sus
vidas
cotidianas. No
trata a esos
hombres como
borregos, como
animales de un
rebaño; los
trata como
auténticos seres
humanos,
plenamente
dignos y libres.
Él sólo conoce
una verdad, la
suya; una
verdad, por
tanto, relativa,
en la que,
desgraciadamente,
ha desaparecido
la fe. Pero esa
verdad haría
infelices a los
hombres, sobre
todo a los
sencillos y
humildes, y él
no tiene ningún
derecho a
perpetrar
semejante
crimen. Prefiere
tragarse su
verdad, aunque
no pueda ceder
al impetuoso
deseo de
comunicársela a
alguien, a otro
descreído como
él, a su ahora
amigo Lázaro
Carballino, pues
de lo contrario
se volvería loco
o acabaría
pregonándola a
los cuatro
vientos. Su
extraordinaria
gesta consiste
en convencer a
su confidente de
que esa verdad
relativa ha de
mantenerse
oculta,
desconocida de
quienes les
rodean. Ambos
tienen una
misión, y esa
misión consiste
en hacer
soportable la
vida a los
humildes en este
valle de
lágrimas que es
la existencia.
Su actitud no
supone ninguna
diabólica
permuta. Por
ejemplo, cambiar
nada menos que
la libertad por
la felicidad.
Pero incluso en
el caso de los
Karamazov, esa
felicidad es una
felicidad
ilusoria, es la
felicidad del
hormiguero: el
igualitarismo.
Ni siquiera la
igualdad, sino
la mediocre
igualación por
abajo. La
felicidad, en
cambio, de la
que habla Manuel
Bueno es una
felicidad que se
sostiene en el
amor, en la
cooperación, en
compartir los
esfuerzos, las
penalidades,
pero que en
absoluto puede
admitir el
colectivismo. La
justicia social
no excluye la
propiedad
privada; lo que
sí excluye es la
codicia y el
egoísmo
desenfrenado.
Adviértase,
además, que la
respuesta de
Manuel Bueno
posee un alto
sentido
ecuménico; de
ahí que admita
un fondo común a
todas las
grandes
creencias
religiosas y
muestre respeto
por ellas.
Cualquier
misionero de hoy
en África o en
Asia sabe, desde
hace mucho
tiempo, que la
fe cristiana
puede
conciliarse
perfectamente
con la
comprensión,
conocimiento y
respeto de
muchas de las
costumbres
ancestrales de
los habitantes
de esos
continentes, y
que en buena
medida se trata
de hallar zonas
de encuentro y
no de
divergencia. La
religión es un
consuelo que
tiene como
finalidad
otorgar un
sentido a la
existencia del
hombre, un
sentido que se
impone
precisamente por
el hecho de que
esa existencia
tiene un
acabamiento
corporal. Lo que
la religión
viene a
enseñarle
primordialmente
al hombre es que
su vida, la
esencia de su
ser, no terminan
con la muerte,
sino que hay
otra vida más
allá de la
muerte, otra
vida que es la
que da pleno
sentido a esta
otra vida
terrenal. El
sentido
trascendente del
hombre y de la
vida del hombre.
Esto es, en
esencia, lo que
viene a
enseñarnos la
religión. En el
caso de Manuel
Bueno, la
concepción que
tiene de la
religión es la
misma; lo de
menos es que él,
en su fuero
interno, no crea
en eso. Lo
importante es
que le transmita
al hombre esa
noble creencia,
pues, haciendo
eso,
comportándose de
ese modo,
también está él
mismo creyendo
en aquello en
que
presumiblemente
no cree. Y aquí
nos enfrenta Don
Miguel de
Unamuno a esas
difíciles
paradojas a que
tan dado era
Kierkegaard, su
hermano
espiritual. Y
digo esto por
las preguntas
que se hace
Ángela cuando ya
han muerto
ambos, Don
Manuel y Lázaro.
¿No será que
Dios les hizo
creerse
incrédulos? ¿No
será que en el
tránsito de una
a otra vida, de
esta terrena a
la otra eterna,
se les cayese la
venda de los
ojos? Esto es lo
que, después de
muchos años,
viene a pensar
Ángela
Carballino de
esos dos hombres
que tanto
significaron en
su vida. Más
aún, cree que
entrambos «se
murieron
creyendo no
creer lo que más
nos interesa,
pero sin creer
creerlo,
creyéndolo en
una desolación
activa y
resignada» (pág.
1230). Es decir,
en el fondo no
creían en
aquello que
creían creer (la
des-creencia).
Aún más que a
Kierkegaard, se
aproxima aquí
Unamuno a La
vida es sueño
de Calderón, al
príncipe
Segismundo,
encerrado en su
prisión. La
propia Ángela lo
insinúa al
final: «Y yo no
sé lo que es
verdad y lo que
es mentira, ni
lo que vi y lo
que sólo soñé —o
mejor, lo que
soñé y lo que
sólo vi—, ni lo
que supe ni lo
que creí» (pág.
1230). La vida y
el sueño se
confunden, la
vida es sueño y
el sueño es
vida: «¿Es que
todo esto es más
que un sueño
soñado dentro de
otro sueño?» (pág.
1231). Sí, es
más que un sueño
hipotéticamente
soñado dentro de
otro sueño, pues
permanecen los
que creen, los
que creyeron en
Manuel Bueno.
Esta mutua e
indestructible
relación entre
la realidad y el
sueño, entre la
vida y la
ficción, también
se la planteó
mucho tiempo
atrás Unamuno en
Niebla,
por ejemplo
cuando Augusto
Pérez se
pregunta de
dónde ha surgido
Eugenia: «¿Es
ella una
creación mía o
soy creación
suya yo?, ¿o
somos los dos
creaciones
mutuas, ella de
mí y yo de
ella?» [16]
«¿Qué es eso de
creer?»,
continúa
preguntándose
Ángela. «Por lo
menos viven».
Vivir es creer;
creer es vivir.
Sin creer no se
puede vivir; sin
vivir no se
puede creer. Los
habitantes del
pueblo creyeron
«en San Manuel
Bueno, mártir,
que sin esperar
inmortalidad,
les mantuvo en
la esperanza de
ella». Quién
sabe si a lo
mejor esperaba
la inmortalidad,
pues la propia
Ángela, unas
líneas antes,
reflexionaba
sobre la posible
incredulidad de
lo que creía
creer el
sacerdote; en
cualquier caso,
la inmortalidad
la ha alcanzado
en las almas de
sus
parroquianos, y,
a través de
éstas, en las de
las generaciones
futuras; más
todavía: la
inmortalidad la
ha alcanzado San
Manuel Bueno en
el alma de sus
lectores, que
nunca dejará de
tenerlos. Bueno,
esto es, inocuo,
lo contrario de
nocivo, de
inicuo. A esta
fundamental
distinción
aludía Lázaro en
conversación con
su hermana,
cuando se
refería a los
dos principales
tipos de hombres
nocivos: el
fanático y el
materialista. El
fanático,
porque,
obsesionado con
la vida de
ultratumba, en
la que cree
creer
firmemente,
atormenta, cual
inquisidor que
es, a todo el
que no cree en
ella,
obligándole a
que desprecie la
vida en aras de
la otra, la de
más allá. Jamás
despreció Jesús
de Nazaret la
vida, esta vida
que vivimos aquí
en la tierra.
Jamás atormentó
a nadie ni se
comportó como un
inquisidor.
Jesús no fue
nunca un
fanático; Juan
Calvino, en
cambio, sí lo
fue. El
fanático,
además, es
vengativo, como
bien demostró
Calvino con
Miguel Servet.
El fanático
esparce la
infelicidad a su
alrededor. Lo
que sí dice
Jesús es que
esta vida debe
ser preparación
para la vida
eterna, que es
la vida
auténtica; pero
Él no obliga a
nadie a
seguirle, sólo
invita. Más aún:
los que creen en
Jesús no viven
atormentados,
sino felices y
alegres. Esta es
la felicidad que
quiere
transmitir San
Manuel Bueno. De
otro lado están
los que sólo
creen en los
bienes
materiales, los
verdaderos
ateos, los que
se atan
exclusivamente a
esta vida
terrenal, los
egoístas, los
codiciosos, los
que son
incapaces de
compartir, de
solidarizarse
con sus
hermanos; estos
también son
inicuos,
perversos,
porque destruyen
la felicidad de
los hombres,
porque les
impiden
realizarse
plenamente como
personas libres,
dignas, plenas y
dichosas.
Ante el temor de
Lázaro de que el
pueblo sospeche
su secreto, su
hermana le
tranquiliza,
diciéndole que
no lo entendería
aun cuando
intentase
explicárselo:
«El pueblo no
entiende de
palabras; el
pueblo no ha
entendido más
que vuestras
obras». Es
decir: el pueblo
comprende
aquello que ve.
Aunque el pueblo
se quede
extasiado oyendo
los sermones de
Don Manuel, lo
que de verdad le
ha llegado es su
modo de
comportarse, su
bondad, su
palabra
constante de
aliento, su
confraternidad,
su compartir los
sufrimientos de
los demás, su
vivir codo a
codo con ellos,
como ese loco de
Vincent con los
mineros del
Borinage, que
tanto disgustó a
sus superiores y
que le obligaría
a abandonar el
servicio de
pastor de almas
por el de
pintor, aunque
entregándose de
nuevo por
entero, dándolo
todo,
ofreciéndolo
todo, como un
puro acto de
amor
desinteresado y
espiritual.
En determinadas
y contundentes
ocasiones, el
«protestantismo»
de Don Miguel se
resquebraja por
completo, como
cuando, en el
epílogo, el
supuesto
narrador al que
ha ido a parar
el Memorial de
Ángela
Carballino,
añade que «las
palabras no
sirven para
apoyar las
obras, sino que
las obras se
bastan». Lo
importante es la
conducta, el
modo de
conducirse de
los hombres. «Ni
sabe el pueblo
qué cosa es fe,
ni acaso le
importa mucho».
Podría añadirse:
no sólo el
pueblo, sino que
muchos espíritus
selectos tampoco
ven con claridad
a veces qué cosa
puede ser la fe,
la mayor parte
de las ocasiones
algo misterioso
y casi
impenetrable.
Pero ese
«protestantismo»
tampoco le
abandona tan
fácilmente. Una
buena prueba de
ello es cuando
el propio Manuel
Bueno, después
de una sincera,
concisa y
profunda
conversación con
Ángela, en la
que solloza
cuando ésta le
pregunta si cree
«que al morir no
nos moriremos
del todo», le
pide a ésta,
pues es palpable
que no le ha
dado respuesta,
que lo absuelva.
¿De qué? De no
creer con la
misma fe con la
que ella cree
desde que era
una niña. Los
papeles se
invierten. Ella
misma se siente
una sacerdotisa
y él un pecador
que se confiesa
ante ese dechado
de pureza. La
referencia al
protestantismo
no se hace aquí
por lo de la
confesión,
sacramento no
admitido
ulteriormente
por Lutero,
aunque en un
primer momento,
junto al
Bautismo y la
Eucaristía (lo
que él llama la
Cena), sí admite
la Penitencia,
según podemos
leer en su
escrito
teológico La
cautividad
babilónica de la
Iglesia
(1520) [17]; la
referencia se
hace por el
hecho de que
Unamuno se
adelanta
notablemente a
una sensibilidad
extendida hoy
entre muchos
católicos, en el
sentido de que
no verían con
malos ojos que
las mujeres
pudiesen acceder
plenamente, en
igualdad de
condiciones que
los varones, al
sacerdocio, como
de hecho han
admitido ya
algunas
confesiones
cristianas, por
ejemplo la
anglicana.
|
|
|
|
|
Fe. |
|
|
Si tuviéramos
que aventurar
una conclusión
de la novela,
pensamos que la
conclusión
decisiva tiene
que ver con el
significado de
la fe, con el
destino humano
individual, con
la
extraordinariamente
compleja
relación del
hombre con su
propia
conciencia y con
la actitud que
el individuo
debe mantener
con sus
semejantes.
Sería muy
arriesgado
decidir sin
vacilación que
Manuel Bueno es
un hombre que no
tiene fe, que no
tiene fe en
Cristo, en la
inmortalidad del
alma y en la
resurrección de
la carne, tal
como encierra el
más grande
misterio del
Cristianismo.
Pero, incluso en
el caso de que
tales creencias
se hayan
agrietado por
completo en lo
más profundo de
su ser, o que
incluso le hayan
abandonado,
nadie puede
poner en duda un
hecho
determinante: el
comportamiento
de Manuel Bueno
con sus
semejantes. Este
comportamiento
está guiado por
el amor, por la
actitud de
servicio, por el
deseo íntimo y
sincero de que
sus feligreses
sean todo lo
felices que
puedan ser en
medio de las
tribulaciones
del mundo. Y si
algo define en
rigor el mensaje
ético de Jesús
es el amor, la
entrega
desinteresada a
los demás, la
solidaridad, el
perdón, la
humildad, la
abnegación, la
sencillez, el
rechazo del
engreimiento, de
la soberbia, del
egoísmo. Todas
aquellas
cualidades las
posee Manuel
Bueno. ¿Es,
pues, por
ventura, un buen
cristiano? Por
supuesto que lo
es, puesto que
se esfuerza en
ser mejor cada
día, sin vanidad
alguna, sin afán
de
reconocimiento
público, sino en
silencio, sin
que apenas se
note, aunque,
claro está, es
inevitable que
sus feligreses
lo adviertan y
lo reconozcan.
¿No está
poniendo
diariamente en
práctica, lo
mejor que puede,
la ética del
Galileo? Ya
sabemos de la
dificultad
extrema de esa
ética, de esa
norma de
conducta, del
grado de
autoexigencia y
de sacrificio
que demanda al
individuo;
tanto, que a
veces parece
casi inhumana.
Pero no lo es,
sino todo lo
contrario, pues
supone la
realización
plena de uno
mismo a través
de la
realización del
otro,
especialmente
del más débil,
del que más lo
necesita, del
que se encuentra
en inferioridad
de condiciones.
¿Cómo no iban a
percibir todo
esto esas
personas
sencillas y
pobres de la
aldea de nuestra
novela? Por
supuesto que lo
perciben, y por
eso, para ellas,
Manuel Bueno es
San Manuel
Bueno, un
mártir. ¿Importa
mucho, en este
contexto, lo que
los teólogos y
las grandes
lumbreras de la
Iglesia
entiendan acerca
de lo que la fe
es? Unamuno nos
está indicando,
con una valentía
y honestidad
difíciles de
encontrar en
otros
intelectuales
cristianos, que
la fe no es una
creencia
abstracta, fría,
sino la
expresión de una
norma de
conducta. No
bastan las
palabras; más
importantes aún
son las
acciones. ¿De
qué serviría que
esos bellísimos
y seductores
sermones de Don
Manuel se
quedasen sólo en
palabras? El
contenido de sus
homilías, los
consejos que da
a los
parroquianos,
los traduce en
actos, los
convierte en
acciones reales.
Esta es su
verdadera
enseñanza. Y,
además, ¿no
puede ser
también que crea
creer aquello
que en realidad
no cree? ¿No
puede ser que,
como el
personaje de
Calderón,
confunda el
sueño con la
vida? Esa
des-creencia
suya que él cree
real quizá sea
una mera
ilusión, una
ficción, un
sueño, siendo su
verdadera
creencia la de
sus actos, la de
su obrar. Y su
obrar es un
obrar recto,
honesto,
desinteresado,
sacrificado,
santo. Es una
lección que
convendría no
olvidar.
Málaga, 5 de
julio de 2013,
festividad de
San Probo (†
570), más atento
a las
necesidades de
los demás que a
las suyas
propias.
__________
NOTAS
1
Se publicó en
marzo de 1931.
2
Joris-Karl
Huysmans,
Santa Liduvina
de Schiedam
(biografía
novelada),
traducción de
Luis Cánanovas,
Madrid, Imprenta
Viuda de P.
Pérez, 1920.
3
En el prólogo de
Víctor Goti,
personaje
metaliterario
del escritor
bilbaíno, a la «nivola»
Niebla
(1914), se dice
respecto de
Unamuno, quien
supuestamente le
ha encargado a
su conocido Goti
que le escriba
el susodicho
prólogo: «Es su
idea fija,
monomaníaca, de
que si su alma
no es inmortal y
no lo son las
almas de los
demás hombres y
aun de todas las
cosas, e
inmortales en el
sentido mismo en
que las creían
ser los ingenuos
católicos de la
Edad Media,
entonces, si no
es así, nada
vale nada ni hay
esfuerzo que
merezca la
pena». Miguel de
Unamuno,
Obras Completas,
Madrid,
Afrodisio
Aguado, 1951,
tomo II, pág.
679.
4
Ver la nota N.º
12 de mi ensayo
sobre la novela
El idiota,
de Dostoyevski,
en <enriquecastanos.blogspot.com.es>.
5
Véase: <http://jaserrano.nom.es/unamuno/smbm.htm#_ftnref1
6
Véase mi citado
ensayo sobre
El idiota.
7
Ramón Gaya,
Velázquez,
pájaro solitario,
Granada,
Editoriales
Andaluzas
Unidas, 1984,
pág. 58.
8
Una excelente
síntesis
reciente sobre
esta cuestión es
el texto de Enzo
Solari,
«Aproximación al
problema de Dios
en el
pensamiento de
Heidegger»,
Ponencia
presentada el 26
de junio de 2005
en el II
Congreso
Internacional de
Filosofía Xavier
Zubiri,
realizado en la
Universidad
Centroamericana
José Simeón
Cañas de San
Salvador.
9
Martin
Heidegger, La
pobreza,
Buenos Aires,
Amorrortu, 2006,
especialmente
las páginas
107-117.
10
Debo a Francisco
Medina Medina,
Profesor de
Filosofía en
Málaga, una
significativa
aclaración
adicional. Me
refiero a que el
«nihilismo», tal
como lo entiende
la tradición
filosófica
alemana desde
Hölderlin hasta
Nietzsche, es lo
mismo que la
negación de lo
necesario, es
decir, la
negación de lo
que procede de
la coacción, en
términos
heideggerianos.
Pero ese mismo
«nihilismo», que
exige una
actitud ética
extraordinariamente
exigente de la
persona para
consigo misma y
para con los
demás, ha ido
paulatinamente
desvirtuándose,
ha ido
hundiéndose en
el materialismo
y en el
utilitarismo
propios de una
sociedad de
masas. Cuando
Francisco Medina
me hizo esta
aclaración en
relación con el
texto de
Heidegger sobre
la pobreza, le
comenté que el
concepto de
«nihilismo» al
que se estaba
refiriendo no
tiene nada que
ver con el que
trata de definir
Dostoyevski en
su novela
Demonios. El
nihilismo de los
quinqueviros de
Demonios
supone la
negación de la
libertad
individual y la
justificación
embrionaria del
totalitarismo
del Estado, por
no hablar de la
de la violencia
terrorista y el
crimen.
11
La edición de
San Manuel
Bueno, mártir
que he leído y
consultado es la
que se incluye
en el tomo II de
las Obras
Completas,
Madrid,
Afrodisio
Aguado, 1951,
páginas
1179-1232. Las
palabras
entrecomilladas
corresponden a
la pág. 1202.
12
Albert Camus,
El mito de
Sísifo,
Madrid, Alianza,
1981, pág. 15.
13
Jean Chevalier (dir.),
Diccionario
de los símbolos,
Barcelona,
Herder, 1988,
pág. 625.
14
Aunque la
poética
pictórica
surrealista no
era muy del
agrado de Don
Miguel, quien
prefería a
Velázquez, El
Greco o Zuloaga,
no está de más
evocar aquí la
influencia que
en las
«escenografías
desoladas» (André
Lhote,
Tratado del
Paisaje,
Buenos Aires,
Poseidón, 1948,
pág. 15), quasi
submarinas, de
Yves Tanguy,
pudo ejercer la
leyenda medieval
de la ciudad
sumergida de Ys,
supuestamente en
la bahía de
Douarnenez, en
la Bretaña donde
habían nacido
sus padres, y en
cuyas aguas se
arrojaron sus
cenizas después
de morir en
1955, legendaria
ciudad cuyas
letras son la
primera y la
última del
nombre propio
del original
pintor francés.
15
Jacques
Maritain,
Humanismo
integral,
Madrid, Palabra,
2001, págs.
213-214 y 222.
16
Miguel de
Unamuno,
Obras Completas,
Madrid,
Afrodisio
Aguado, 1951,
tomo II, pág.
723.
17
Martín Lutero,
Obras,
Salamanca,
Sígueme, 2006,
págs. 88, 94 y
111. |