scrita en 1849 y publicada en 1850, la novela La letra escarlata (The Scarlett Letter) [1], del estadounidense Nathaniel Hawthorne (1804 – 1864), indaga de modo muy penetrante en el concepto de pecado, en la conciencia de culpa y en los efectos que el fanatismo religioso puede tener en las comunidades humanas y en los individuos concretos. Mi intención es reflexionar sobre estos aspectos a partir de la personalidad, el carácter, el temperamento y la estructura anímica de los tres principales protagonistas de la obra, Hester Prynne, Arthur Dimmesdale y Roger Chillingworth, aunque también haré especiales referencias a Pearl, la hija de Hester y de Arthur, como contrapunto, sobre todo, de las atormentadas existencias de sus padres.
El contexto histórico y el clima religioso-espiritual en el que se desarrolla el relato tienen una importancia más que notable en el desenvolvimiento de los hechos y en la evolución de los personajes, cuyas vidas transcurren en unas circunstancias históricas muy específicas, perfectamente conocidas por el autor de la novela. En primer término, el arco cronológico y el lugar geográfico en el que suceden los hechos: en Boston, en la colonia de Massachusetts, entre 1642 y 1649; es decir, en el territorio de Nueva Inglaterra. El primer asentamiento estable de los ingleses en Norteamérica tuvo lugar en 1607, en Jamestown, de la mano de John Smith, al norte del cabo Hatteras, llamándose Virginia a esa primera colonia, en honor de Isabel I Tudor, la «reina virgen» [2]. En noviembre de 1620, los llamados Padres Peregrinos, a bordo del Mayflower (Flor de Mayo), y después de una accidentada travesía que se había iniciado el 5 de agosto desde el puerto inglés de Southampton, llegaron a una zona situada junto al cabo Cod, al sureste de la actual Boston, en lo que sería territorio de la colonia de Massachusetts. En la primavera de 1630, junto con otros pueblos, se fundó Boston, en la Bahía de Massachusetts. Los 102 integrantes del Mayflower eran calvinistas ingleses que habían tenido que establecerse en Holanda por el hostigamiento de que fueron objeto al negarse a reconocer la supremacía eclesiástica del rey, Jacobo I Estuardo, lo que conllevaba el querer establecer su propia Iglesia. Max Weber afirma que «las discrepancias en la Iglesia anglicana fueron insuperables desde el momento en que la Corona y el puritanismo (en la época de Jacobo I) mantuvieron diferencias dogmáticas justamente en torno» a la doctrina de la predestinación; de modo general, tal doctrina «fue considerada como el elemento antiestatal del calvinismo, por lo que fue combatida oficialmente por las autoridades» [3]. Los puritanos ingleses, es decir, los calvinistas, fueron objeto de una auténtica persecución entre 1628 y 1640; por lo tanto, bajo el reinado de Carlos I Estuardo. La disolución del Parlamento por el rey, que gobernó sin él durante diez años, disminuyendo notablemente las libertades inglesas, impulsó la emigración hacia las colonias de la costa este de lo que después serían los Estados Unidos, marchándose unas veinte mil personas durante el mencionado periodo, la inmensa mayoría de convicciones profundas. Durante el periodo en el que transcurre el relato de Hawthorne, esto es, desde el inicio de la guerra civil inglesa en 1642 hasta la ejecución de Carlos I Estuardo en 1649, menguó, no obstante, la emigración puritana.
Desde muy pronto surgió el autogobierno en las colonias. La primera carta constitucional se redactó en Virginia en 1619, y con ella se pretendía que los colonos gozasen del sistema de libertades por el que durante tanto tiempo se había luchado en Inglaterra. Inmediatamente después llegó el sistema representativo a la Bahía de Massachusetts, y, por lo tanto, a Boston. Pero con una importante y decisiva peculiaridad: que, desde el otoño de 1630, los nuevos miembros admitidos en el cuerpo político de gobierno de la colonia debían necesariamente formar parte de alguna de las Iglesias establecidas dentro de los límites de ese cuerpo político. En la práctica, esto se traducía en el establecimiento de una suerte de teocracia o Iglesia-Estado. La concentración de los poderes judiciales y legislativos en manos del gobernador de la Bahía de Massachusetts, de sus asistentes y de los pastores protestantes, supuso la creación de una pequeña oligarquía en la colonia. Este sistema oligárquico empezó a tambalearse en 1632 por la protesta de los ciudadanos carentes de representación, que se negaron a pagar un nuevo impuesto destinado a garantizar la defensa de la colonia. A partir de ese momento, comenzaron a ponerse los cimientos de una auténtica legislatura unicameral, en cuanto que el Gobernador y sus asistentes empezaron a reunirse periódicamente con los representantes o delegados de las distintas poblaciones. La Cámara inició sus sesiones en 1634, teniendo plena autoridad legislativa, aunque en 1644 escindióse en dos asambleas, una alta, constituida por los asistentes, y otra baja, integrada por los delegados de los pueblos. Durante medio siglo, la colonia de la Bahía de Massachusetts continuó siendo una república puritana, gobernada por sus propios legisladores. La historia narrada por Hawthorne entra de lleno en ese periodo de la colonia entendida como república puritana [4]. | | | | Huyendo de las persecuciones de que eran objeto en Holanda e Inglaterra, los calvinistas ingleses tomaron el barco “Mayflower” y zarparon al nuevo mundo. Allí se establecieron y, aunque algunos murieron, lograron establecer lo que deseaban: «una Iglesia sin papa y un Estado sin rey». Pronto se le unieron otros grupos, como los Puritanos y los Cuáqueros, constituyendo el germen de los Estados Unidos de Norteamérica. | |
La inexistencia de un Gobierno tiránico en las colonias no impide reconocer el establecimiento de una teocracia en Nueva Inglaterra hasta el último decenio del siglo XVII. Esta teocracia debe ser matizada. Mientras que en Virginia y en otras colonias del sur, «la Iglesia anglicana aceptó el auxilio del Gobierno», aunque sin ejercer «el menor control sobre el Estado»; en cambio, «en Massachusetts y Connecticut, la Iglesia puritana se identificó en gran medida durante décadas con el Estado, ejerció un fuerte control sobre el Gobierno, y, de hecho, mantuvo mucho tiempo una suerte de despotismo eclesiástico» [5]. Allan Nevins y Henry Steele Commager afirman que «la razón fundamental por la que los puritanos emigraron a Massachusetts fue la de establecer una Iglesia-Estado y no la de encontrar libertad religiosa. Los puritanos no eran religiosos radicales; eran religiosos conservadores» [6]. Debe aclararse que el propósito de hallar libertad religiosa no puede ser desdeñado, pues resulta demostrado que sufrieron persecución en Inglaterra desde 1628 aproximadamente. En Inglaterra no les había satisfecho la preeminencia del rey sobre la Iglesia, el residuo de formas católicas en el culto y el relajamiento moral, parcela decisiva en la que eran mucho más estrictos.
El caso es que la Iglesia-Estado calvinista triunfó en la Bahía de Massachusetts, con lo que eso significaba tanto de establecimiento de una dura disciplina, como de disolución del ideal de los peregrinos de que cada congregación se autogobernase. Nos interesa particularmente recordar aquí los pasos que los dos mencionados historiadores admiten en la creación de la Iglesia-Estado en Massachusetts, una realidad notablemente articulada ya en 1646. El primero de esos pasos fue que para que un hombre pudiese votar o desempeñar un cargo en la administración de la colonia, debía necesariamente ser miembro de la Iglesia puritana. El segundo paso consistió en que resultaba obligatorio asistir a los oficios religiosos, medida que pretendía proteger a la Iglesia puritana de los descreídos. El tercer paso suponía que tanto la Iglesia calvinista como el Estado de la colonia debían aprobar conjunta e inseparablemente el establecimiento de una nueva Iglesia en el territorio de la Bahía de Massachusetts. Ningún espíritu religioso discrepante, pues, podía establecerse en todo el territorio de Massachusetts. En cuarto y último lugar, que el Estado debía subvenir al mantenimiento económico de la Iglesia puritana, de tal modo que tanto el Estado como los jefes de la Iglesia puritana actuaban juntos cuando se trataba de castigar una infracción de la disciplina moral y eclesiástica [7]. Como descripción complementaria a lo anteriormente expuesto, reproduzco las palabras empleadas por el narrador de la novela para pergeñar los rasgos de la comunidad en la que se desenvuelven las peripecias de nuestros protagonistas: «…una comunidad que debía tanto sus orígenes como su progreso, y su actual estado de desarrollo, no a los impulsos de la juventud, sino a las austeras y controladas energías de la madurez, a la sombría sagacidad de la experiencia, habiendo logrado tantas cosas justamente porque habían imaginado y esperado tan poco» (cap. 3).
En los últimos años de ese turbulento periodo que comprende cronológicamente la novela, surge en Inglaterra la poderosa figura de Oliverio Cromwell, el único dirigente político inglés cuyo poder se ha sustentado en el Ejército [8]. Cromwell era, en materia religiosa, un puritano, esto es, un calvinista, aunque su tolerancia fue mucho mayor que la que practicaban los habitantes de las colonias inglesas a mediados del siglo XVII. De hecho, la novela tiene como uno de sus principales propósitos denunciar el fanatismo religioso de la sociedad puritana de las colonias de la costa Este norteamericana; en concreto, en Massachusetts. Sobre los habitantes de Nueva Inglaterra en la época en que transcurren los hechos, afirma el narrador, pues la novela está contada en tercera persona, que «estos pequeños puritanos [pertenecían] a la generación más intolerante que jamás haya pisado la tierra» (cap. 6).
La intolerancia que hemos descrito en Nueva Inglaterra fue documentada y analizada en el célebre estudio del jurista alemán Georg Jellinek (1851 – 1911), titulado La declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, publicado, por vez primera, en 1895. En él se nos dice que, cuando en el año 1629, los puritanos fundaron Salem, la segunda ciudad de Massachusetts después de New Plymouth, olvidaron las persecuciones de que habían sido objeto en su patria y «se manifestaron intolerantes respecto de cuantos profesaban principios religiosos distintos de los suyos» [9]. Al desembarcar, en 1631, Roger Williams en Massachusetts, la comunidad de Salem lo eligió pronto como su pastor, pero las ideas tolerantes en cuestiones religiosas de Williams terminarían convirtiéndolo en un proscrito y un perseguido. Tuvo que abandonar Salem, y, en 1636, junto con otros seguidores, fundó la ciudad de Providence, que se convertiría en un refugio para aquellos que sufrieran persecución religiosa en los territorios colindantes. Roger Williams era partidario de «la separación de la Iglesia y del Estado, y reclamó, además, una absoluta libertad religiosa, no sólo para todos los cristianos, sino también para los judíos, turcos y paganos, los cuales debían tener en el Estado iguales derechos civiles y políticos que los creyentes. La conciencia del hombre pertenece a él mismo, no al Estado» [10].
Las libertades democráticas y la tolerancia religiosa no se afianzaron en las colonias inglesas en América precisamente de la mano de las comunidades puritanas «calvinistas» establecidas en Nueva Inglaterra, sino por influencia del Independentismo puritano, cuya forma más primitiva es el «Congregacionismo» que se articula en Holanda en torno a la figura de John Robinson, cuya actividad transformó las ideas de Robert Brown, quien, a fines del siglo XVI, estaba promoviendo en Inglaterra una Iglesia reformada, o, lo que es lo mismo, calvinista. Pero esta Iglesia reformada de Robert Brown debía identificarse con la comunidad de los creyentes en una forma superior de Comunidad mediante un pacto con Dios, comunidad de creyentes que debía regirse por las decisiones de la mayoría. Será John Robinson, pues, el que quiebre esta idea originaria, ya que el Congregacionismo propugnaba la separación de la Iglesia y del Estado [11]. Precisamente, tales principios del Congregacionismo, convertido ahora en «Independentismo», a pesar de sus orígenes puritanos, no cuajaron en el territorio de Nueva Inglaterra, que, como hemos explicado, orientóse en una dirección teocrática.
Basándose en Jellinek, el historiador y sociólogo alemán de las religiones Ernst Troeltsch (1865 – 1923) va a proporcionarnos una explicación convincente del origen de la idea de los derechos del hombre en las colonias inglesas de América, idea que Jellinek deriva de las Constituciones de los Estados norteamericanos, aunque tales Declaraciones de Derechos deriven a su vez de principios religiosos puritanos. Ahora bien, ¿de qué tipo de puritanismo están hablando Jellinek y Troeltsch? Éste último subraya cómo Jellinek establece una relación directa entre los principios religiosos puritanos y las exigencias político-democráticas que se contienen en las Declaraciones de Derechos como formulaciones jurídicas. La relación establecida por Jellinek, la resume así Troeltsch: «Estaríamos, pues, en presencia de una acción muy importante del protestantismo, que habría introducido en la realidad estatal y en la vigencia jurídica general una ley y un ideal fundamentales de índole moderna» [12]. Pero, a continuación, también admite Troeltsch una cierta falta de precisión en Jellinek, pues ese protestantismo puritano del que derivan para ambos las Declaraciones de Derechos no es precisamente «calvinista», «sino un entretejido de ideas baptistas, independientes y espiritualistas subjetivas fundido con la vieja idea calvinista de la invulnerabilidad de los derechos mayestáticos divinos, combinación que desde un principio se halla muy cerca del tránsito a una fundación racionalista. Los Estados puritanos calvinistas norteamericanos han sido democráticos, pero no sólo ignoraban por completo la libertad de conciencia, sino que la rechazaron en calidad de escepticismo ateo. Libertad de conciencia la hubo sólo en Rhode Island, pero este Estado era baptista y odiado, por esta su condición, por los Estados vecinos como sede de la anarquía [13]; su gran organizador, Roger Williams, se pasó primero al baptismo y luego se convirtió en un espiritualista sin confesión. E, igualmente, el segundo hogar de la libertad de conciencia en Norteamérica, el Estado cuáquero de Pensilvania, es de origen baptista y espiritualista» [14]. Repárese en que esa «invulnerabilidad de los derechos mayestáticos divinos» pasaría luego a los derechos de la persona, en cuanto que inalienables.
Lo que me interesa destacar aquí es el alejamiento de la teocracia que se instala en la Bahía de Massachusetts del espíritu de tolerancia religiosa y de su escasa participación en la génesis de las Declaraciones de Derechos en el marco de una sociedad democrática, aunque, como ya se ha dicho, las cosas cambian drásticamente allí desde finales del siglo XVII. Sólo hay un problema, acerca del cual nada dicen ni Jellinek ni Troeltsch. El problema es que, a pesar del grado de intolerancia religiosa de Massachusetts, en el seno de los que pertenecían a la «asamblea alta» de esta república puritana, sí regía un funcionamiento democrático. Salvando las distancias, y sin ánimo de establecer comparaciones forzadas, también en la Atenas de Pericles la democracia estaba bastante desarrollada entre los ciudadanos varones libres, a pesar de la exclusión de los esclavos, las mujeres y otros grupos sociales. La democracia esclavista de la Atenas clásica ofrece, por tanto, serias limitaciones, como también estaba limitada la democracia en la colonia de Massachusetts durante el siglo XVII, por mucho que funcionase en el seno de una oligarquía de notables.
Por lo que se refiere a la opinión del propio Nathaniel Hawthorne acerca de las convulsiones revolucionarias en cuanto acontecimientos históricos, la desliza parcialmente a través de la figura del narrador de la novela, cuando este compara irónicamente el carácter del patíbulo en el que fue expuesta Hester Prynne, «un factor tan importante en la formación de buenos ciudadanos», con el papel de «la guillotina entre los terroristas de Francia» (cap. 2). Aunque con infinita mayor torpeza, me permito, del mismo modo que Herman Melville en el capítulo cuatro de su genial relato Billy Budd, marinero (escrito en 1889), hacer aquí una digresión en relación con las palabras que acabo de reproducir, en la que repito las observaciones que ya hice, a propósito de un penetrante juicio político-moral del personaje de Andréi Petróvich Versílov sobre Jean-Jacques Rousseau, en mi ensayo de septiembre de 2013 sobre la novela El adolescente (1876) de Dostoievski. Naturalmente, Hawthorne se está refiriendo al sanguinario periodo del «Terror» en Francia, esto es, desde que Maximilian Robespierre asumió la dirección del Comité de Salud Pública en agosto de 1793, omnipotente órgano de Poder en el que se había integrado el 27 de julio, hasta el golpe de Estado de 9 de Termidor (27 de julio de 1794), que es cuando caen Robespierre, Saint-Just y sus secuaces, si bien el Terror continuó, pues sólo por la «ley del Gran Terror» de 9 de Termidor fueron enviadas a la guillotina 1376 personas. Ya hubo un «Primer Terror» entre el 2 y el 6 de septiembre de 1792, pocas semanas antes de la apertura de la Convención republicana. También habría, junto a otros execrables desmanes, una «forma larvada de Terror blanco» en el invierno de 1794-1795 y en la primavera-verano de 1795, bajo la Convención Termidoriana. Por no hablar de las renovadas matanzas de sacerdotes (entre 1700 y 1800 individuos) durante el Segundo Directorio, como consecuencia de las disposiciones adoptadas el 19 de Fructidor de 1797 (5 de septiembre) [15]. | | | | La mañana del 21 de enero de 1793, pasados unos minutos de las diez y veinte de la mañana, Luis Augusto de Borbón, Luis XVI de Francia, llamado Luis Capeto por los revolucionarios, era guillotinado en la plaza de la Revolución de París. Decapitado ya, un joven miembro de la Guardia Nacional recogió la ensangrentada cabeza y la mostró al pueblo paseándose por el cadalso. Se oyó entonces un rugido que clamaba «¡Viva la República!», al tiempo que la mayoría de los presentes comenzó a entonar “La Marsellesa” y muchos otros empezaron a bailar en círculos alrededor del cadalso. | |
Es importante destacar la observación del narrador, pues la Revolución norteamericana estuvo exenta de tales prácticas terroristas, que, en el caso de Francia, ya fueron proféticamente entrevistas, como consecuencia de un riguroso análisis de los hechos, y no por ningún don especial para la profecía, por el dublinés Edmund Burke en su famoso libro Reflexiones sobre la Revolución en Francia, publicado a finales de 1790 y probablemente el texto fundacional del pensamiento político conservador en Europa, empleando aquí el término «conservador» en su acepción más noble, un libro cuyas premoniciones, a pesar de la rápida respuesta en contra de Thomas Paine con su Derechos del hombre (1791), se verían desgraciadamente verificadas por los hechos, como el propio Burke pudo constatar personalmente, pues murió en julio de 1797 (aunque no pudo conocer los masivos asesinatos de sacerdotes de finales del verano de ese año). Y es que, como de modo magistral e insuperable analizó y escribió la pensadora judía de origen alemán Hannah Arendt en Sobre la revolución (1963), la «voluntad general» de Rousseau, que es la única que admite Robespierre, es todavía esa «voluntad divina» de la monarquía absoluta «cuyo solo querer basta para producir la ley». Esta argucia jurídica tiene su fundamento y su explicación en la deificación del pueblo que se llevó a cabo en la Revolución francesa, y que, para Hannah Arendt, «fue consecuencia inevitable del intento de hacer derivar, a la vez, ley y poder de la misma fuente. La pretensión de la monarquía absoluta de fundamentarse en un “derecho divino” había modelado el poder secular a imagen de un dios que era a la vez omnipotente y legislador del universo, es decir, a imagen del Dios cuya Voluntad es la Ley» [16].
Los Padres Fundadores no cometieron la desastrosa equivocación posterior de los revolucionarios franceses de confundir el origen del poder con la fuente de la ley. Para los Padres Fundadores, el origen del poder brota desde abajo, del «arraigo espontáneo» del pueblo, pero la fuente de la ley tiene su puesto «arriba», en alguna región más elevada y trascendente. Es en el curso de los acontecimientos revolucionarios franceses, y, sobre todo, después de que los jacobinos se hiciesen con el poder tras el fracaso e incapacidad de los girondinos, cuando la volonté générale de Rousseau sustituirá definitivamente a la volonté de tous del pensador ginebrino. La «voluntad de todos» suponía el consentimiento individual de cada uno, y ello no se ajustaba a la dinámica propia del proceso revolucionario. De ahí que fuese reemplazada por esa otra abstracta «voluntad» que excluye la confrontación de opiniones y es una e indivisible. La república es, así, sustituida por le peuple, lo que, en palabras de Arendt, «significaba que la unidad perdurable del futuro cuerpo político iba a ser garantizada no por las instituciones seculares que dicho pueblo tuviera en común, sino por la misma voluntad del pueblo. La cualidad más llamativa de esta voluntad popular como volonté générale era su unanimidad, y, así, cuando Robespierre aludía constantemente a la “opinión pública”, se refería a la unanimidad de la voluntad general; no pensaba, al hablar de ella, en una opinión sobre la que estuviese públicamente de acuerdo la mayoría» [17].
La ventaja inmensa de la Revolución que dio lugar a Estados Unidos fue el haber tenido como modelo a Charles Louis de Secondat, barón de la Brède y de Montesquieu, es decir, el principio de la división de poderes, mientras que la desgracia de la Revolución francesa fue el haber tenido como modelo a Jean-Jacques Rousseau, es decir, la dictadura de la volonté générale, una pura abstracción racional que asfixia la libertad. De ahí el carácter mucho más violento y sangriento de la Revolución francesa y el embrión totalitario que se incubó en su seno. Quien sí que supo apreciar la impagable actuación de los Padres Fundadores y de los revolucionarios norteamericanos fue el marqués de Condorcet en su breve pero extraordinario ensayo Influencia de la Revolución de América sobre Europa (1788), al que poco caso se hizo en Francia. El propio Condorcet, que no votó a favor de la ejecución de Luis XVI, pues era contrario a la pena de muerte, tuvo que quitarse la vida, envenenándose, el 8 de abril de 1794, pues, a pesar de su labor en la Convención, a pesar de su espíritu de tolerancia y de sus ensayos, folletos y opúsculos en pro de una libertad real, no abstracta, fue detenido con el propósito prácticamente seguro de enviarlo a la guillotina [18].
* * * * * Continúa en el próximo número.
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NOTAS
1 Hemos empleado la traducción de Pilar Serrano y José Donoso (Barcelona, Debolsillo, 2009).
2 Hans Plischke, «El movimiento de la expansión inglesa y francesa del siglo XVI al XVIII», en Walter Goetz (dir.), La época del absolutismo (1660 – 1789), Madrid, Espasa-Calpe, 1978, pág. 422. La traducción es de Manuel García Morente. La primera edición española es de 1934 y la edición original alemana del periodo final de la República de Weimar, siendo uno de los volúmenes, el VI, de la célebre Propyläen Weltgeschichte.
3 Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Barcelona, Península, 1998, págs. 118-119. La traducción es de Luis Legaz Lacambra. El clásico texto se editó por vez primera en 1901. Un esbozo muy temprano de la doctrina de la predestinación puede encontrarse en el monje Gotescalco, que vivió en el siglo IX. Su doctrina, que puede considerarse como un agustinismo extremo, establecía que «los malos se hallan predestinados a la muerte, y los buenos a la vida […] Dios no ha querido salvar a todos los hombres, sino sólo a los elegidos, que es para los únicos para los que murió Cristo». Jean Jolivet, La filosofía medieval en Occidente, Madrid, Siglo XXI, 1974, pág. 53. La traducción es de Lourdes Ortiz.
4 Allan Nevins, Henry Steele Commager y Jeffrey Morris, Breve historia de los Estados Unidos, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1994, págs. 15-23. La traducción es de Francisco González Aramburu. La primera edición en inglés se publicó en 1942.
5
Ibídem, pág. 29.
6 Ibídem.
7 Ibídem, pág. 30.
8 Una sucinta pero rigurosa semblanza de Oliverio Cromwell es la que dibuja del personaje el gran representante de la escuela histórica alemana, Leopold von Ranke, Grandes figuras de la Historia, Barcelona, Grijalbo, 1966, págs. 231-237. La traducción y selección corresponden a Wenceslao Roces. En la pág. 235, afirma Ranke sobre el gran estadista inglés: «Este hombre logró realizar la inmensa hazaña de romper las envolturas que en las naciones europeas tenían preso al individuo sumido en su vida privada». Uno de los estudios fundamentales sobre los agitados acontecimientos ingleses es el de François Guizot, Historia de la revolución de Inglaterra, Madrid, Sarpe, 1985. La traducción es de Diego Fernández Mardón. La redacción del libro de Guizot es de 1826-1827. Otro estudio historiográfico relevante es el de Alfredo Stern, La revolución inglesa, Barcelona, Montaner y Simón, s.f. Hay una edición anterior de este estudio, en esa misma editorial barcelonesa, de 1894. El historiador alemán Alfred Stern (1846-1936), fue Profesor en Berna desde 1873.
9 Georg Jellinek, La declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, Granada, Comares, 2009, pág. 80. La traducción, de 1907, es de Adolfo Posada.
10 Ibídem.
11 Ibídem, pág. 77.
12 Ernst Troeltsch, El protestantismo y el mundo moderno, México, D. F., Fondo de Cultura Económica, 1967, pág. 67. La traducción es de Eugenio Ímaz.
13 Recuérdese que Providence está en Rhode Island.
14 Troeltsch, pág. 67.
15 Para todo lo anterior, así como para las cifras totales de guillotinados durante la Revolución y su distribución por grupos sociales, debe consultarse el libro de George Soboul, La Revolución francesa, Madrid, Tecnos, 1994. La traducción es de Enrique Tierno Galván. La edición original francesa es de 1966.
16 Hannah Arendt, Sobre la revolución, Madrid, Alianza, 2009, pág. 251. La traducción es de Pedro Bravo.
17
Ibídem, pág. 101.
18 Tomo los datos de las palabras preliminares y del prólogo de Alberto Palcos (1894 – 1965) al cuidado volumen con diversos escritos de Condorcet, Influencia de la Revolución de América sobre Europa, Buenos Aires, Elevación, 1945. La traducción es de Tomás Ruiz Ibarlucea. El ensayo que nos ocupa se encuentra entre las págs. 21-62. |