l personaje
principal de
la novela,
alrededor
del cual
gira todo,
es Hester
Prynne, una
mujer joven
y bella, de
sólidos
principios
morales,
culta,
indómita y
amante de la
libertad, en
una época en
que
comenzaba a
emanciparse
el intelecto
humano (cap.
13), pues
nos
encontramos
en plena
revolución
científica,
como
consecuencia,
sobre todo,
de los
hallazgos en
el campo de
la
astronomía
del italiano
Galileo
Galilei
(†1642) y
del alemán
Johannes
Kepler
(†1630),
quienes
impulsaron
de manera
decisiva el
establecimiento
del nuevo
método
científico,
delimitando
nítidamente
las parcelas
de la fe y
de la
ciencia,
que, como
argumentó
reiteradamente
Galileo a
partir de
1610, no
tienen por
qué entrar
en
contradicción,
siempre y
cuando una y
otra
permanezcan
en sus
respectivos
campos, sin
invadirse
mutuamente.
Galileo, que
era un
creyente y
católico
convencido,
pretendía
sinceramente,
además,
preservar a
la propia
Iglesia,
evitando que
cayese en el
ridículo
frente a los
protestantes.
Si las
verdades de
la ciencia,
descubiertas
a través de
la
observación
y del método
experimental,
no pueden
ser
alteradas,
pues eso
sería
contravenir
las leyes y
los
fenómenos
evidentes de
la
naturaleza,
lo que deben
hacer los
teólogos es
reinterpretar
la Sagrada
Escritura, a
fin de
acomodarla a
tales
verdades, lo
que en
ningún caso
significa
subordinación
de la fe a
la ciencia,
sino
delimitación
estricta de
sus
respectivos
campos de
actuación
[19]. No
hace falta
insistir que
las otras
dos figuras
fundamentales
en los
cambios que
se están
produciendo
en las
ciencias
matemáticas
y en la
emancipación
del
intelecto
humano
respecto de
los
prejuicios,
de la
ignorancia y
del
fanatismo,
son los
pensadores
franceses
Renato
Descartes
(†1650) y
Blas Pascal
(†1662), si
bien este
último hará
bien en
advertir del
peligro del
ensoberbecimiento
del hombre,
que
cometería un
gravísimo
error, como
de hecho
ocurrirá más
adelante, en
creerse un
dios y no
ser
consciente
de sus
limitaciones.
En cuanto al
carácter
indómito y
al amor por
la libertad
de Hester
Prynne, el
lector evoca
de inmediato
a la
anticonvencional
y apasionada
Catherine
Earnshaw de
Cumbres
borrascosas
(Wuthering
Heights),
la inmortal
novela de
Emily Brontë,
publicada en
diciembre de
1847, tan
solo un año
y medio
antes del
comienzo de
la redacción
de La
letra
escarlata.
Aunque las
circunstancias
sean por
completo
distintas en
ambas
novelas, y
aunque
Catherine se
case con el
joven Edgar
Linton,
quién sabe
si por
atolondramiento
de la
juventud o
deslumbrada
ante el
refinamiento
de la
familia que
la acoge, si
bien su
corazón
pertenece
por entero
íntimamente
a Heathcliff,
el narrador
de la novela
de Hawthorne
hace una
interesante
observación
en relación
a Hester:
«Es curioso
que las
personas que
se atreven a
dejar que su
imaginación
especule
libremente
sean a
menudo las
que se
amoldan con
mayor
tranquilidad
a los
reglamentos
externos de
la sociedad»
(cap. 13).
La razón de
ello se
encuentra,
al menos en
el caso de
Hester,
tanto en la
actividad
del
pensamiento
como en el
hecho de que
su alma se
mantiene
completamente
libre. Otra
razón muy
poderosa es
la
compensación
que halla en
su plena
dedicación
al cuidado y
educación de
su hija, la
pequeña
Pearl. Será
este
conjunto de
razones,
principalmente,
el que la
conduzca a
aceptar el
humillante
castigo
impuesto por
la comunidad
en la que
vive.
¿Cuál ha
sido su
pecado?
Según el
gran lógico
de la
primera
mitad del
siglo XII en
el Occidente
cristiano,
Pedro
Abelardo,
«lo
característico
del pecado
es su
consentimiento
al mal».
Para
Abelardo,
«la causa de
la
transgresión»
es «un
simple
movimiento
de abandono»
[20]. Pero,
como vamos a
ver en
seguida, en
la acción de
Hester
Prynne ni
puede
hablarse
propiamente
de maldad ni
tampoco de
«abandono»,
esto es, de
despreocupación
o perezosa
inconsciencia;
en todo
caso, y
tampoco
podemos
estar
seguros, de
irreflexivo
impulso. Su
pecado, si
puede
llamársele
así, es el
único desliz
que ha
cometido en
su vida:
mantener una
fugaz
relación con
el pastor
protestante
Arthur
Dimmesdale,
fruto de la
cual será su
embarazo y
el
nacimiento
de Pearl.
Los jueces,
que podrían
muy bien
haberla
condenado a
muerte si se
hubiese
tratado de
un adulterio
normal, es
decir, en el
caso de
haber
mantenido
relaciones
extramaritales
engañando al
esposo, la
obligan a
llevar
permanentemente
una gran
letra A de
adúltera
sobre su
pecho, una
letra que
ella misma
bordará de
manera
exquisita,
pues era una
excelente
bordadora,
con hilo de
oro, sobre
un fondo
rojo. No
obstante la
precisión
sobre el
concepto de
pecado de
Pedro
Abelardo que
me ha
parecido
pertinente
hacer,
Hester
Prynne sí
tendrá,
efectivamente,
conciencia
de haber
cometido un
pecado,
aunque mayor
será ese
sentimiento
de culpa en
Arthur, un
personaje
verdaderamente
atormentado.
La educación
recibida y
el ambiente
religioso
opresivo en
que viven
les
predisponen,
sin duda, a
tener esa
conciencia.
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El argumento de "La letra escarlata" (The Scarlet Letter) tiene como escenario la puritana Nueva Inglaterra de principios del siglo XVII y narra la historia de Hester Prynne, una mujer joven y bella, de sólidos principios morales, culta, indómita y amante de la libertad, que es acusada de adulterio.
(Imagen tomada de la web: Webquest: Puritans and “The Scarlet Letter”.) |
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Pero
conviene
reparar en
una serie de
circunstancias
que
Hawthorne ni
mucho menos
consiente
que sean las
que rodeen
el hecho por
un simple
capricho de
su
imaginación
creadora,
sino
presentándolas,
si puede
decirse así,
en cierto
modo como
atenuantes,
a la vez que
las acompaña
de una
decisión al
menos que
engrandece
desde el
punto de
vista moral
a su
valiente
heroína. La
primera es
que Hester,
cuando se
entrega a
Arthur, está
absolutamente
convencida
de que su
marido,
Roger
Chillingworth,
está muerto,
sumergido
para siempre
en las
profundidades
del
Atlántico,
al creer
todos los
habitantes
del poblado
que había
naufragado
el barco que
lo
transportaba
de
Inglaterra a
Boston, pues
Chillingworth,
al objeto de
resolver una
serie de
asuntos
pendientes,
partió
después que
Hester.
Insisto en
que no es
que lo
creyesen
ella y
Arthur, sino
que lo
pensaba toda
la población
del pequeño
Boston. Lo
que no se le
perdona a
Hester es
que haya
mantenido
una
relación,
aun estando
casi con
absoluta
certeza
viuda, con
un hombre
sin estar
casada.
Una segunda
circunstancia
es que un
pastor
calvinista,
como
cualquier
otro
sacerdote
protestante,
podía
casarse, es
decir que no
estamos ante
una rotunda
obligación
de celibato,
como la
establecida
por la
Iglesia
católica
para los
sacerdotes,
y más aún
después del
Concilio de
Trento,
cuyas
sesiones
finalizaron
en diciembre
de 1563.
Naturalmente,
un pastor
calvinista,
así como
cualquier
otro
protestante,
no podía
mantener
relaciones
sexuales
fuera del
matrimonio,
a pesar de
que los dos
únicos
auténticos
sacramentos
admitidos
finalmente
por Martín
Lutero
serían el
Bautismo y
la
Eucaristía.
Esas
relaciones,
en tales
circunstancias,
sí eran un
grave
pecado,
especialmente
entre los
puritanos y
otras
confesiones
de similar
naturaleza,
y, de ahí,
en buena
medida, la
honda
conciencia
de pecado
que se
apoderará de
ambos
amantes.
Conviene,
además,
resaltar
que, aunque
el celibato
solo regía
para los
sacerdotes
católicos,
sin embargo,
la
intolerancia
en el seno
de las
confesiones
protestantes
en torno a
estas
cuestiones
relacionadas
con el
contacto
carnal
extramarital
era mucho
mayor,
entonces
también, que
la que era
común en la
Iglesia de
Roma. Es muy
probable que
esa
intolerancia
derivase en
parte del
profundo
rechazo
hacia el
engaño y la
mentira
entre las
distintas
Iglesias
protestantes.
Una tercera
circunstancia
que no debe
ser olvidada
es que tanto
Hester como
Arthur han
mantenido su
fugaz
relación
como
consecuencia
de la
atracción,
tanto física
como
espiritual,
que sentían
mutuamente,
afinidad que
puede
deducirse de
la
entrevista
que ambos
mantendrán,
siete años
después de
la condena,
en el
interior del
bosque, con
la intención
de
clarificar
su futuro.
Aunque el
novelista no
nos
proporciona
ningún
detalle
relacionado
con el
contacto
carnal entre
ambos, pues
sumerge al
lector,
desde el
principio
mismo de la
narración,
en medio del
humillante
espectáculo
de la
condena
pública de
Hester, es
decir, lo
sitúa in
media res,
en mitad
mismo de la
historia
[21], sin
preámbulos
preliminares
de ningún
tipo, lo
cierto es
que la
narración
misma se
encarga de
dejar claro
en la
apreciación
del lector
que Hester
no es
precisamente
una
«cualquiera»,
una
mujerzuela
de moral
laxa, sino
todo lo
contrario,
una mujer de
sólidos
principios
morales, de
conducta
intachable,
que ha sido
una buena y
paciente
esposa
durante el
tiempo que
ha durado su
matrimonio,
a pesar del
carácter del
marido, y
que por nada
del mundo se
entregaría a
un hombre
por capricho
de la
voluntad o
para
satisfacer
meramente un
apetito
carnal. Si
Hester se ha
entregado a
Arthur es
porque lo
ama, porque
se ha dado
cuenta
inmediatamente
de que
también él
le
corresponde
y que pueden
construir
juntos un
porvenir. No
cabe pensar
que Hester
Prynne se
haya
entregado a
un hombre
voluble,
disoluto, a
un hombre
que solo
pretendiese
aprovecharse
de ella. Ni
Arthur es
ese tipo de
hombre, pues
sus
escrúpulos
morales son
muy firmes,
ni ella
tampoco lo
hubiese
consentido.
Pero la
conciencia
de haber
hecho algo
prohibido
—pues
resulta
indiscutible
que estaba
prohibido
por las
leyes
religiosas
de la
comunidad en
la que
voluntariamente
viven— es
tan fuerte
en ambos,
que los
atenaza, les
impide
reconducir
satisfactoriamente
la delicada
situación a
que los ha
llevado su
actitud
impulsiva.
Más aún; muy
cerca del
poblado hay
tribus
indias, y
ella podría
perfectamente
haberse
puesto en
contacto con
alguna de
ellas a fin
de obtener
un brebaje
que le
interrumpiese
el embarazo.
No lo ha
hecho; ni
siquiera se
le ha pasado
por la
imaginación,
y ello tiene
tanto que
ver con sus
firmes
principios
morales y
religiosos
como con la
percepción
de que, si
bien ha
hecho algo
prohibido,
un pecado a
los ojos de
los hombres,
en el fondo
no es algo
que pueda
ser
considerado
absolutamente
malo a los
ojos de
Dios. La
condena que
se cierne
sobre ella
es una
condena
ejercida por
los hombres,
por los
censores y
jueces
humanos, no
una condena
explícita
del propio
Dios. Pero,
al ser
plenamente
consciente
de la falta
cometida,
acepta con
todas sus
consecuencias
el castigo
impuesto,
sin oponer
la más
mínima
resistencia,
de igual
modo que
tampoco ha
ocultado ni
el embarazo
ni el
nacimiento
de su
hijita.
Ahora bien,
eso sí —y
esta sería
una nueva
circunstancia
que debe
tenerse en
consideración,
o mejor
dicho, un
factor
decisivo que
pone de
relieve con
prístina
clarividencia
la dignidad
e integridad
moral de la
heroína—,
Hester se
niega
reiteradamente,
y así se
mantendrá
hasta el
final de la
historia, a
revelar el
nombre de su
amante, a
pesar de que
este,
devorado por
los
remordimientos
y por lo que
ella lleva
padeciendo
desde que la
ingresaron
en prisión,
la exhorta,
delante del
patíbulo
donde
transcurre
su
humillación
pública, a
que diga el
nombre de su
amante, a
que lo
pronuncie en
voz alta,
sin tapujos
ni medias
palabras.
Esta
exhortación
de Arthur es
indudablemente
sincera.
Constituye
un deseo de
expiación de
su culpa.
Pero Hester
no lo hace,
precisamente
porque ama a
Arthur,
porque sabe
que este se
ha conducido
honestamente
con ella, no
quiere
perjudicarlo,
arruinándole
su carrera,
pues ello
conllevaría
a hacer con
él lo que
están
haciendo con
ella,
delante de
todos sus
feligreses,
que lo
tienen por
un hombre
recto,
honrado y
virtuoso. De
hecho lo es,
e incluso,
en cuanto
tenga
oportunidad,
intercederá
valiente y
noblemente
por Hester
para que no
le arrebaten
a la pequeña
Pearl.
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En un contexto tan cerrado y represivo como el suyo, la comisión de adulterio implicaba ser estigmatizada con la condena a llevar en su pecho una letra «A», de adúltera, para ser reconocida como tal ante todos los vecinos.
(Imagen tomada de la web: Webquest: Puritans and “The Scarlet Letter”.) |
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Hawthorne
dibuja en
Hester el
personaje de
una mujer
fuerte, que
consigue
sobreponerse
a la
adversidad,
concentrando
toda su vida
en el
cuidado y
educación de
su hija. Ya
en el camino
de la cárcel
al patíbulo
para ser
exhibida
públicamente,
Hester
Prynne
mantuvo una
actitud
serena que
solo se
explica por
esa
condición de
la
naturaleza
humana según
la cual «el
que sufre no
conoce la
intensidad
de lo que
padece sino
por el dolor
que sigue a
ese momento»
(cap. 2).
Sobrellevará
con ejemplar
dignidad la
humillación
a la que es
permanentemente
sometida,
pero acabará
ganándose la
admiración
de sus
congéneres,
no solo por
su vida de
recogimiento,
de trabajo
(ya he dicho
que es una
estupenda
bordadora) y
de
abnegación,
sino porque
con total
altruismo se
dedicará a
hacer el
bien a sus
semejantes,
ayudándoles
de verdad en
momentos de
tribulación,
de
enfermedad o
de
desgracia.
El credo de
Hawthorne se
expresa en
las palabras
del
narrador,
cuando dice
que la
naturaleza
humana, a no
ser por la
presencia
del egoísmo,
está más
predispuesta
al amor que
al odio
(cap. 13), a
pesar de la
delgada
frontera que
separa a
ambos.
Hester
Prynne es un
vivo ejemplo
de ello. A
continuación
de esas
palabras, se
nos resume
la evolución
espiritual
de Hester
después de
su condena,
cómo no ha
esperado que
sus
semejantes
se
compadezcan
de su
sufrimiento,
cómo se ha
deslizado
sinceramente
por la senda
de la
virtud, sin
odio alguno
hacia
quienes la
han
humillado
tan
espantosamente,
sino
aceptando el
castigo
debido por
su pecado y
encauzando
su vida por
el camino
del bien
(cap. 13).
Para
Hawthorne,
uno de los
mayores
enigmas del
mundo es
«ese
misterio que
es el alma
femenina,
sagrado
incluso en
su
corrupción»
(cap. 3),
misterio al
que tendrá
que
dirigirse
Arthur,
impelido por
sus
superiores,
para que
convenza a
Hester a
revelar el
nombre de su
amante. Ante
la negativa
de la joven,
Dimmesdale
murmura para
sí:
«¡Portentosa
fortaleza y
generosidad
del corazón
femenino!»
(cap. 3).
A pesar de
la afrenta,
la
humillación
y la
ignominia,
Hester se
niega a
abandonar el
poblado.
Esta
gallarda y
noble
determinación,
también
merece una
reflexión
por parte
del
narrador:
«Pero hay
una
fatalidad,
una
sensación
que casi
invariablemente
impulsa a
los seres
humanos a
deambular y
penar como
fantasmas
alrededor
del sitio
donde algún
suceso
grande e
importante
ha marcado
sus vidas, y
tanto más
irresistiblemente
cuanto más
oscura sea
la marca que
les haya
dejado»
(cap. 5). La
letra
escarlata
parecía
haberle
otorgado un
como sexto
sentido, la
extraña
adquisición
de «una
percepción
muy
especial,
llena de
comprensión
por los
pecados
escondidos
en otros
corazones»
(cap. 5). A
veces
producíanse
en ella
momentáneas
e
intermitentes
pérdidas de
la fe, que
solo cabía
interpretar
como «una de
las más
tristes
consecuencias
del pecado»
(cap. 5).
Pero estas
tentaciones
del Maligno
eran
pasajeras,
pues su fe
era honda y
se
robustecía
cada vez
más.
Tampoco
había
desaparecido
en ella la
femineidad
que le era
consustancial;
a pesar de
la sobriedad
de su
arreglo y de
su esforzada
labor
cotidiana,
de sus
privaciones
y
abnegaciones,
la
femineidad
permanecía
con ella:
«La que una
vez fue
mujer y dejó
de serlo
puede en
cualquier
momento
convertirse
nuevamente
en mujer;
depende solo
del toque
mágico que
logre
efectuar la
transfiguración»
(cap. 13).
Más
adelante,
cuando se
entreviste
con Arthur
en el
interior del
bosque,
lejos de
toda mirada
malsanamente
curiosa,
aunque sin
ningún
atisbo por
parte de
ambos de
entregarse a
su escondida
pasión,
despertará
de nuevo en
ella, bien
es verdad
que como una
pura y
efímera
llama,
aquella
femineidad.
|
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|
Fruto de sus ocultas relaciones, Herter será madre de una niña, y, aunque es reprendida severamente, no revelará la identidad del padre de su hija, y, tratará de vivir con dignidad en una sociedad injusta e hipócrita.
(Imagen tomada de la web: AfterWords. “The Scarlet Letter”.) |
|
|
Como la
inmensa
mayoría de
hombres que
creen en la
supremacía
del reino
del
Espíritu,
Nathaniel
Hawthorne no
solo nos
muestra un
sacrosanto
respeto
hacia la
condición
femenina,
sino que la
considera
igual, en lo
que a sus
potencialidades
intelectuales
se refiere,
al hombre.
Pero también
sabe que en
una
sociedad,
como en la
que le tocó
vivir a
Hester
Prynne, que
no permite
que la mujer
desarrolle
esas
potencialidades
espirituales
e
intelectuales,
si la mujer
se entrega a
meditaciones
especulativas,
como era el
caso de
Hester,
podía
entristecerla
más aún,
pues, al fin
y al cabo,
está
abandonándose
a una tarea
desesperanzadora.
El primer
paso para
que la
realización
plena de la
mujer sea
posible,
debe ser
destruir la
sociedad
constituida
y volverla a
edificar.
Naturalmente,
Hawthorne no
está
manifestando
aquí esas
tendencias
anarquistas
destructivas
que se
exponen en
los textos
de Mijaíl
Bakunin
(1815-1876),
para quien
el nuevo
mundo de su
personal
utopía
ácrata debía
levantarse
sobre las
ruinas
completas
del antiguo.
Hawthorne
está
aludiendo
solo a la
desigualdad
existente
entre
hombres y
mujeres, que
debe ser
corregida
sobre la
base de
destruir,
mediante la
educación,
los viejos e
infundados
prejuicios
sobre la
mujer. En
ningún
momento
manifiesta
Hawthorne
esa ridícula
idea de que
hombres y
mujeres
deben ser
completamente
iguales en
todo: por
supuesto que
deben
continuar
siendo
diferentes
en lo que a
su
naturaleza
orgánica y a
su vida
anímica se
refiere. La
igualdad,
como es
lógico, la
entiende
Hawthorne
como una
igualdad
jurídica y
una igualdad
de
oportunidades.
Ambos,
hombres y
mujeres, son
sujetos de
plenos
derechos
individuales,
y, en este
sentido, no
puede haber
restricción
de ningún
tipo en los
derechos
individuales
de la mujer
como miembro
de la
sociedad y
de un cuerpo
político.
No obstante,
sí es cierto
que en
Hawthorne, y
especialmente
en esta
novela, se
manifiestan
ciertas
tendencias
vagamente
anarquizantes,
seguramente
por
influencia
de dos
pensadores
estadounidenses
a los que
conoció
personalmente
y estimó:
Ralph Waldo
Emerson
(1803-1882)
y Henry
David
Thoreau
(1817-1862),
ambos de
Massachusetts,
el primero
precisamente
de Boston y
el segundo
de Concord.
De igual
modo que
Thomas
Jefferson
(1743-1826),
también
Nathaniel
Hawthorne
estaba
persuadido
de que los
derechos
naturales
del hombre
de que habla
el pensador
inglés John
Locke
(1632-1704),
tales como
el derecho a
la libertad,
a la vida y
a la
propiedad,
son verdades
evidentes
por sí
mismas, no
sujetas a
demostración
empírica,
verdades,
como si
dijéramos,
axiomáticas,
tales como
lo son las
verdades
geométricas
[22]. Muchas
de las
principales
ideas del
liberalismo
político de
John Locke,
tal como se
manifiestan
en su
Segundo
Tratado
sobre el
Gobierno
Civil,
cuya tercera
y última
edición en
vida del
autor es de
1698,
pasaron a
los Padres
Fundadores,
como el
propio
Jefferson, y
a los
mencionados
Emerson y
Thoreau.
Para ningún
historiador
del
pensamiento
político es
un secreto
que las
ideas
antiestatalistas
de William
Godwin
(1756-1836)
proceden del
liberalismo
político de
Locke,
llevado en
el caso de
Godwin a sus
últimas
consecuencias,
lo que no
significa
que el gran
pensador
político
inglés no
creyese
firmemente
en el poder
político y
en el
Estado. En
el capítulo
primero de
su
Segundo
Tratado,
puede
leerse:
«Considero,
pues, que el
poder
político es
el derecho
de dictar
leyes bajo
pena de
muerte y, en
consecuencia,
de dictar
también
otras bajo
penas menos
graves, a
fin de
regular y
preservar la
propiedad y
emplear la
fuerza de la
comunidad en
la ejecución
de dichas
leyes y en
la defensa
del Estado
frente a
injurias
extranjeras.
Y todo ello
con la única
intención de
lograr el
bien
público»
[23].
También, en
Emerson y en
Thoreau,
aunque en
menor grado
que en
Godwin, hay
una
desconfianza
hacia el
Estado, como
de hecho la
hubo en el
tercer
presidente
de los
Estados
Unidos y
principal
redactor de
la
Declaración
de
Independencia.
Pero
desconfianza
hacia el
Estado no
significa
hostilidad
hacia el
Estado. Esa
hostilidad
la veremos
muy clara,
después de
Godwin, en
Pierre-Joseph
Proudhon
(1809-1865),
y después en
el
anarquismo
ruso de
Bakunin y de
Piotr
Kropotkin
(1842-1921).
Pero no es
esta la
tradición,
ni mucho
menos, que
alimenta a
los dos
pensadores
estadounidenses
citados que
influyeron
en
Hawthorne.
En el caso
de Emerson,
sus ideas
pueden
adscribirse
a lo que se
ha
denominado
«Trascendentalismo»,
y parece
evidente que
profesaba un
difuso
panteísmo.
En el
tercero de
un conjunto
de cinco
ensayos
reunidos en
castellano
bajo el
título de
Los
fundamentos
de la
sociedad
contemporánea,
dedicado a
la
«Política»
(«Politics»,
1844), puede
leerse lo
siguiente:
«Todos los
fines
públicos
presentan un
aspecto vago
y novelesco
al lado de
los fines
privados. En
efecto, a
excepción de
aquellos que
los hombres
se imponen a
sí mismos,
todas las
leyes tienen
algo que
mueve a risa
[…] Dedúcese
de todo esto
que a menos
gobierno, a
menos leyes
y a menor
delegación
de poder,
corresponde
mayor
bienestar.
El antídoto
de ese abuso
del gobierno
formal, es
la
influencia
del carácter
personal, el
desenvolvimiento
del
individuo,
la acción
del maestro
para
sustituir la
revuelta del
poder, el
influjo del
sabio con
quien,
precisa
reconocerlo,
los
gobiernos
existentes
apenas
guardan una
ligerísima
semejanza
[…] El
Estado
existe para
educar al
sabio;
cuando este
aparece,
desaparece
aquel. La
presencia
del carácter
hace inútil
al Estado.
El sabio es
el Estado»
[24].
La idea de
la
«desobediencia
civil» es
más nítida
aún en
Thoreau, al
que le costó
trabajo
independizarse
de las
concepciones
de Emerson,
del que sin
duda fue su
principal
discípulo.
Thoreau, aún
con más
ahínco que
Emerson,
abogaba por
una vuelta
del hombre
al medio
natural, a
un mayor
contacto con
la inocencia
de la
naturaleza,
ajena como
es a la
artificialidad
de la
civilización.
Intentó
explicarlo
en el más
célebre de
sus textos,
Walden,
que comenzó
a escribir
en 1846,
fruto de la
experiencia
que vivió en
la cabaña
que él mismo
comenzó a
construir,
en una
parcela de
su amigo
Emerson, en
la primavera
de 1845,
junto a la
laguna de
Walden, en
Concord,
adonde se
trasladó el
4 de julio
de ese año
[25]. En
1848
pronunció su
famosa
conferencia
acerca de la
relación del
individuo
con el
Estado, que
terminaría
adoptando el
título de
Desobediencia
civil,
aunque
primero se
publicó bajo
el de
Resistencia
al gobierno
civil,
en 1849
[26]. En
relación con
la
conciencia
de pecado de
ambos
amantes en
La letra
escarlata,
así como de
la posible
vinculación
de esa
convicción
de haber
pecado con
el hecho de
haber
mantenido
contacto
carnal, debe
prestarse
atención a
unas cuantas
líneas de
Thoreau
escritas en
el capítulo
titulado
«Leyes
superiores»
de Walden.
En ellas se
lee lo
siguiente:
«Tal vez no
haya nadie
que no se
avergüence a
causa de la
naturaleza
inferior y
animal a la
que está
unido […] La
sabiduría y
la prudencia
provienen
del
ejercicio;
la
ignorancia y
la
sensualidad
de la pereza
[…] Una
persona
impura es
universalmente
perezosa […]
Si queréis
evitar la
impureza y
todos los
pecados,
trabajad
seriamente,
aunque sea
limpiando un
establo»
[27]. Estas
palabras
están muy
próximas a
la moral
puritana
(recordemos
la abnegada
entrega de
Hester al
duro trabajo
de bordadora
después de
su condena),
y, de otro
lado, sería
demasiado
aventurado
pensar que
Hester
Prynne —en
cuanto a
Arthur
Dimmesdale
no tendría
fundamento
alguno
dudarlo—,
incluso
después de
su castigo
público,
haya
abandonado
en su fuero
interno por
completo
algunos de
los
principios
esenciales
de la moral
calvinista,
tales como
el rechazo a
la mentira y
la ética del
esfuerzo y
del trabajo
como un bien
en sí mismo
para el
hombre. Lo
que Hester
rechaza con
todas sus
fuerzas,
además de la
hipocresía
social, es,
sobre todo,
el
fanatismo,
el
extremismo a
que puede
conducir una
confesión
religiosa
intransigente
e
intolerante,
y, por
supuesto,
que se
invada de
una manera
tan impúdica
y tan
agresiva su
vida
privada,
habida
cuenta que
de su acción
no se ha
derivado
ningún mal
concreto
para la
comunidad en
la que vive.
Naturalmente,
sus jueces
no lo vieron
así, y por
eso la
condenaron,
porque
apreciaban
en su
comportamiento
un mal
ejemplo, un
ejemplo
disolvente
de la
estructura
social. Es
evidente que
la ética
protestante
en general y
la
calvinista
en
particular,
al menos en
lo que atañe
al contacto
carnal,
aunque esté
fundamentado
en un amor
limpio y
auténtico,
se inspira
más en
determinados
pasajes del
Antiguo
Testamento,
que toma al
pie de la
letra, que
en la ética
que se
desprende de
los
Evangelios.
Bastaría con
traer aquí a
colación el
modo de
proceder de
Jesús con la
mujer
adúltera.
Solo si
hubiesen
tenido en
cuenta
aquellos
miembros del
tribunal que
juzgó a
Hester la
infinita
humanidad y
la infinita
capacidad de
perdón que
se desprende
de la manera
de actuar de
Jesús hacia
esa mujer
pecadora,
hubiesen
resuelto el
caso de un
modo
completamente
distinto,
esto es,
evangélico.
Pero eso era
algo
completamente
utópico, en
aquellos
tiempos, en
el seno de
las
comunidades
puritanas de
la costa
Este
norteamericana.
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Nathaniel Hawthorne (1804-1864), novelista y cuentista estadounidense, autor de la novela “La letra escarlata” (The Scarlet Letter) (1850), es considerado una figura clave en el desarrollo de la literatura norteamericana en sus orígenes. |
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Continuando
con las
ideas que
vierte
Hawthorne en
su novela
sobre la
liberación
de la mujer,
estima que
la
naturaleza
del hombre,
del varón,
debe «ser
modificada
en su
esencia
antes de que
la mujer
pueda asumir
la que tiene
que ser su
posición
justa y
verdadera»
(cap. 13).
Cuando todas
estas
dificultades
hayan sido
vencidas, la
propia mujer
deberá, a su
vez, cambiar
completamente.
Pero la
mujer nunca
podrá
superar
estos
problemas
por medio
del
pensamiento.
Son
problemas
sin
solución, a
no ser que
el corazón
adquiera la
preeminencia
en la
naturaleza
de la mujer
(cap. 13).
Apreciamos
aquí la
desconfianza
de
Hawthorne,
como en
cierto modo
veíamos en
Emerson y en
Thoreau,
hacia la
civilización,
hacia la
cultura
libresca,
incluso
hacia la
razón. Aquí
se nos
muestra,
quizás, el
Hawthorne
más
romántico y
menos
ilustrado.
Aunque
Hawthorne
esté
refiriéndose
a la
condición
femenina, su
principio
podría
aplicarse
igualmente a
la condición
masculina, a
saber, que
el corazón
adquiera
primacía
sobre el
intelecto.
Semejante
alegato
antiilustrado,
sin embargo,
es de dudosa
aplicación
práctica en
la vida
social, a no
ser que se
renuncie al
progreso
material, o,
al menos, se
reduzca
considerablemente
la
confortabilidad
artificial
de la
civilización
por el
bienestar
espiritual
que produce
el contacto
íntimo con
la
naturaleza.
Hawthorne, y
no conviene
endulzar o
tergiversar
sus palabras
en esta
delicada
cuestión,
está
demandando
un puesto
clave en la
sociedad al
misterioso y
problemático
territorio
del
sentimiento,
en cuanto
que debe ser
el corazón
de cada ser
humano el
que guíe
preferentemente
sus actos.
¿Qué
ocurriría
entonces con
la
competitividad
salvaje? ¿Y
con el ánimo
de lucro?
En cuanto a
la mentira,
la única vez
que Hester
ha mentido
es ocultando
al mundo, y
sobre todo a
Chillingworth,
la identidad
de su
amante. Lo
hizo, sin
duda, para
garantizar
el bienestar
de Arthur,
«pero la
mentira —le
dice a
Arthur al
desvelarle
la identidad
de
Chillingworth—
nunca está
bien, aunque
sea con
amenaza de
muerte»
(cap. 17).
En la
biografía de
Kant escrita
por uno de
sus más
tempranos
discípulos,
Borowski,
terminada en
octubre de
1792, pero
que el
filósofo de
Königsberg
—a pesar de
autorizarla
después de
hechas
algunas
correcciones—
prohibió
terminantemente
que se
publicase
mientras él
viviera, se
nos informa
cómo el
padre de
Kant, que
era un
humilde
guarnicionero,
inculcó a su
hijo el más
firme
rechazo a la
mentira, de
igual modo
que fue su
madre, una
ferviente
creyente de
religión
pietista, la
que le
enseñó que
debía rezar
todos los
días [28].
* *
* *
*
Concluye en el próximo número.
__________
NOTAS
19
Lo explica
muy bien,
con
argumentos
rigurosos y
llenos de
buen
sentido,
alejados de
cualquier
espíritu
intolerante
y sectario,
en la carta
que le
escribe, el
21 de
diciembre de
1613, a su
principal
discípulo y
colaborador,
el sacerdote
y matemático
Benedetto
Castelli,
uno de los
padres de la
hidráulica
moderna.
Véase,
Galileo
Galilei,
Carta a
Cristina de
Lorena y
otros textos
sobre
ciencia y
religión,
Madrid,
Alianza,
2006, págs.
45-57. La
traducción
es de Moisés
González
García.
20
Jean Jolivet,
pág. 108.
21
La expresión
in media
res
procede de
lo que dice
el poeta
latino del
siglo I a.
C. Quinto
Horacio
Flaco sobre
Homero en el
apartado XI
de su
Epístola a
los Pisones
o Arte
Poética,
a saber, que
«lleva a los
lectores a
lo vivo de
la acción».
Horacio,
Odas y
Épodos.
Sátiras.
Epístolas.
Arte Poética,
México, D.
F., Porrúa,
1980, pág.
173. La
traducción
es de Tomás
Meabe.
22
La
afirmación
de Locke
puede
sorprender
en un
pensador que
no creía en
las ideas
innatas,
como trató
de demostrar
en el primer
libro de su
Ensayo
sobre el
entendimiento
humano.
Sobre la
difícil
conciliación
entre la
posición
filosófica
empirista de
Locke, es
decir, que
el
conocimiento
se adquiere
a través de
los sentidos
y de la
experiencia,
y su
posición
política a
favor de las
verdades
evidentes
por sí
mismas,
tales como
los llamados
derechos
naturales,
puede
consultarse
George
Holland
Sabine,
Historia de
la teoría
política,
México D.
F., Fondo de
Cultura
Económica,
2006, pág.
407. La
traducción
es de
Vicente
Herrero.
23
John Locke,
Segundo
Tratado
sobre el
Gobierno
Civil,
Madrid,
Tecnos,
2006, pág.
9. La
traducción
es de Carlos
Mellizo.
24
Rodolfo W.
Emerson,
Los
fundamentos
de la
sociedad
contemporánea,
Madrid,
Imprenta de
Juan Pueyo,
1923, págs.
105-106. Más
adelante, en
la pág. 109,
dirá que
«las
tendencias
de nuestra
época
favorecen la
idea del
self-government
[autogobierno]».
La
traducción
es de
Francisco
Lombardía.
25
Extraigo los
datos de la
«Introducción»
de Javier
Alcoriza y
Antonio
Lastra al
mencionado
texto, del
que también
son los
traductores.
Henry David
Thoreau,
Walden,
Madrid,
Cátedra,
2009, págs.
9-50.
26
Ibídem,
pág. 16.
27
Ibídem,
págs.
255-256.
28
Ludwig Ernst
Borowski,
Relato de la
vida y el
carácter de
Immanuel
Kant,
Madrid,
Tecnos,
1993, pág.
18. La
traducción
es de
Agustín
González
Ruiz.
Aunque, con
un espíritu
muy poco
kantiano,
Borowski
publicó todo
lo que Kant
había
tachado de
la
biografía,
dejando
además tal
como él los
había
redactado
aquellos
breves
pasajes
modificados
por Kant,
mostrando de
este modo al
público
lector su
propia
redacción
original y
las
anotaciones
marginales
del eminente
pensador. En
el pasaje en
el que habla
de la
actitud y la
influencia
de los
padres de
Kant en la
formación de
su carácter,
indica
Borowski
expresamente
en nota al
pie que no
se vio
alterado lo
más mínimo
después de
la lectura
efectuada
por el
filósofo.
Borowski
interpretó
ese respeto
en este
punto en
concreto
como una
muestra
significativa
acerca del
rigorismo
moral que
caracterizaba
al
biografiado. |