n cuanto a
Arthur
Dimmesdale,
que es un
hombre de
profundas
convicciones
religiosas,
temeroso de
Dios y
entregado
por entero a
su
feligresía,
el
sentimiento
de culpa lo
atormenta de
manera
terrible por
su acción
con Hester,
de la que se
arrepiente
sinceramente,
aunque
continuará
amando
apasionadamente
en secreto,
dentro de sí
mismo, a la
valerosa
joven. Desde
el principio
del calvario
por el que
tiene que
pasar Hester,
le insta a
que desvele
su nombre,
aunque, como
hemos dicho
ya, con nulo
resultado,
pues ella
quiere
evitar a
toda costa
que finalice
su actividad
como pastor
y que se
exponga de
manera tan
humillante
al escarnio
público.
Pero no vaya
a pensarse
que Arthur
es un
cobarde o un
despiadado
egoísta.
Hace todo lo
que está en
su mano por
aliviar el
sufrimiento
de Hester.
Por ejemplo,
cuando
intercede
con valentía
e impecable
argumentación,
en presencia
del
Gobernador
de la
colonia,
Richard
Bellingham
[29], y de
su superior,
el
humanitario
reverendo
John Wilson
[30], en
favor de que
Hester
continúe
viviendo con
su hija
Pearl,
haciendo una
encendida y
conmovedora
defensa de
los
«derechos
inalienables»
que asisten
a una madre
que ama con
total
desinterés y
dedicación a
su hija
(cap. 8).
Entre madre
e hija,
alega el
ministro,
«existe una
relación
terriblemente
sagrada»,
que se ve
acentuada
por el hecho
de que la
misión de
Pearl es la
de bendecir,
«de ser la
única
bendición en
la vida de
esta mujer»;
más aún: la
función de
la pequeña
Pearl es de
carácter
expiatorio,
y eso
explica que
el atuendo
de la niña
recuerde el
símbolo que
su madre
lleva sobre
el pecho
(cap. 8).
Arthur no es
un hombre de
ideas
liberales;
para tener
paz
espiritual,
necesita
sentir sobre
él la
presión de
la fe, que
lo confinaba
en una
especie de
armazón de
hierro (cap.
9). Pero,
aunque
sinceramente
arrepentido,
el
sentimiento
de culpa
casi lo
conduce a la
locura. Ello
es así, en
parte, por
la sutil y
demoníaca
actuación de
Roger
Chillingworth,
quien, bajo
la
apariencia
de la
amabilidad y
la amistad,
tratará de
destruir
psicológica
y moralmente
a un
espíritu tan
sensible
como el de
Arthur. Su
sensibilidad
es tan
intensa, su
imaginación
y su
pensamiento
tan activos,
que la
enfermedad
física tenía
así muchas
probabilidades
de
originarse
en el
interior de
este
turbulento
magma
espiritual
(cap. 9). En
Arthur se
daba una
«extraña
compenetración
de su cuerpo
con su
alma»; de
ahí que, en
su caso,
«una
enfermedad
del cuerpo»
pueda ser
«sólo un
síntoma de
una
enfermedad
del
espíritu»
(cap. 10).
Pero un
«hombre que
está
agobiado por
un secreto»,
como era su
concreta
circunstancia,
«debería
evitar toda
intimidad
con su
médico»
(cap. 9),
pues no
olvidemos
que
Chillingworth
ha tenido la
suprema
habilidad de
ganarse la
confianza de
Dimmesdale
sin que este
sospeche
nada,
ofreciéndose
como su
médico, pues
como tal se
ha
presentado
en la
comunidad
después de
su repentina
aparición en
el poblado,
sin que
nadie,
salvo,
naturalmente,
Hester, lo
reconozca.
En una
conversación
con el
sigiloso y
vengativo
falso
médico,
Arthur
manifiesta
juicios y
opiniones
que pudieron
haber
influido en
Miguel de
Unamuno al
escribir
San Manuel
Bueno,
mártir
(novelita
publicada en
marzo de
1931),
especialmente
porque,
además de
esconder un
profundo
secreto que
no quiere
conozca la
comunidad de
feligreses a
la que
atiende
espiritualmente,
sugiere que
si tal
secreto se
conociese,
entonces no
podría
llevar su
bálsamo y
consuelo a
los
pecadores,
que
necesitan
verlo como
un hombre
puro y sin
mácula. Su
tormento,
indecible,
es interior,
está oculto,
y, por eso
mismo, es
aún más
devastador
(cap. 10).
|
|
|
|
|
Hester Prynne (Demi Moore), con la marca que la señala como adúltera.
(Fotograma de la película "La letra escarlata", dirigida por Ronald Joffé en 1955). |
|
|
Cuando
descubra la
identidad de
su compañero
de casa y de
cuáles son
sus
verdaderas
intenciones,
desveladas
por Hester
en lo más
profundo del
bosque,
Arthur
recibirá una
impresión
muy intensa.
Esta escena
del
encuentro en
la umbría de
los que una
vez fueron
fugaces
amantes,
después de
transcurridos
siete años
[31] de
sufrimiento
en silencio,
es de una
belleza
indescriptible.
Es la cita
furtiva
entre dos
seres puros
y buenos que
todavía se
aman con
ternura y
absoluto
desinterés.
«Si fuera un
ateo —le
dice Arthur
a Hester
entre el
rumor de las
hojas—, un
hombre sin
conciencia,
un desalmado
con
instintos
toscos y
brutales,
puede que
hubiese
encontrado
paz hace
mucho
tiempo. Más
aún, no la
habría
perdido
nunca» (cap.
17). La
penitencia
que ha hecho
hasta
entonces la
estima
insuficiente,
una prueba
más de su
severa
autoexigencia
moral: «¡Es
verdad que
ya he hecho
bastante
penitencia!
Pero no he
logrado
verdadero
arrepentimiento»
(cap. 17).
Para Arthur,
el pecado de
Chillingworth
es mayor que
el de Hester
y el suyo
propio, pues
el médico
«violó a
sangre fría
el sagrado
secreto de
un corazón
humano»
(cap. 17).
Sólo ante
los ojos de
Hester,
delante de
ella en la
soledad del
bosque,
podía
Arthur, que
había sido
falso ante
Dios y ante
los hombres,
ser, por
unos
instantes,
él mismo
(cap. 17).
La cruda
verdad, dice
el narrador
en
referencia a
Dimmesdale,
«es que las
huellas que
la culpa
deja en las
almas no se
pueden
reparar en
este mundo»
(cap. 18).
Es al final
del relato
cuando
Arthur nos
ofrece una
actitud
inequívocamente
gallarda y
decidida,
precisamente
al tomar la
irrevocable
decisión de
comunicarle
a toda la
comunidad
—después de
haber
pronunciado
su último
sermón, que
casi lo ha
transfigurado
en un santo
a ojos de
todos— cuál
es la verdad
del hecho
que tan
celosamente
ha guardado,
bien es
cierto que a
instancias
de Hester,
durante
siete
prolongados
años, y la
expresa,
además,
encima del
mismo
patíbulo
vergonzoso
en el que
Hester
Prynne, con
su hijita en
brazos,
sufrió
entonces tan
espantosa
humillación.
Hace algún
tiempo que
siente, que
intuye de un
modo muy
difícil de
explicar
racionalmente
que va a
morir, y no
está
dispuesto a
permitir que
esto ocurra
sin haber
asumido
públicamente
su culpa.
Las graves
palabras que
pronuncia
desde el
oneroso
tablado,
dejan
atónita y
sobrecogida
a la
multitud que
lo escucha
en profundo
y recogido
silencio. Se
arranca
violentamente
la banda de
clérigo, y
la misma
marca, igual
a la de
Hester, que
ha estado
durante todo
ese tiempo
quemando su
corazón,
surge de
pronto, como
un signo del
castigo
divino, ante
las miradas
de una
multitud
paralizada
por el
horror,
sobre su
pecho (cap.
23). Pero
Hawthorne
nos propone
aquí una
metáfora,
pues el
narrador no
deja
definitivamente
aclarado si
la marca era
o no real,
nítidamente
visible o
no, ya que
algunos de
los
presentes
manifestaron
haberla
visto con
sus propios
ojos,
mientras que
otros
afirmaron,
igual de
resolutivos,
que no
habían visto
estigma
alguno
hendido en
la carne
viva del
pecho de
Arthur
Dimmesdale.
Lo
importante,
viene a
decirnos el
novelista,
es el
estigma que
durante
siete
interminables
años ha
quemado lo
más
escondido
del corazón
y el pecho
de Arthur,
con
independencia
de que los
ojos de los
sentidos
puedan o no
verlo. Lo
que sí pudo
comprobar la
muchedumbre
congregada
es que el
espíritu de
Dimmesdale,
desde el
momento en
que se hubo
desprendido
de su culpa,
se hundió en
un profundo
reposo, como
si un pesado
fardo le
hubiese sido
arrancado.
Para
Nathaniel
Hawthorne,
que nunca
pierde de
vista el
temible
combate
entre las
fuerzas del
bien y las
fuerzas del
mal que
tiene lugar
a todo lo
largo de la
existencia
de la vida
de los
hombres
desde el
momento de
la caída, la
actitud de
Arthur
confirma que
el demonio
no puede
triunfar;
expresado de
otro modo:
que
Chillingworth
ha fracasado
por
completo.
Pero Arthur
lo perdona
lealmente,
sin atisbo
alguno de
rencor.
Pearl, que
un poco
antes se
había
abrazado a
las piernas
de su padre,
lo besa
ahora en los
labios. Las
lágrimas de
la que está
a punto de
dejar de ser
una infanta,
caen sobre
su padre
como una
promesa de
futuro y de
esperanza
para ella.
Arthur, al
fin de esta
conmovedora
escena,
muere en
brazos de
Hester, muy
poco después
de que ella
le haya
dicho:
«¡Estoy
segura de
que hemos
pagado el
precio de la
libertad, el
uno con el
dolor del
otro!» (cap.
23). La
libertad,
parece
decirnos
Hawthorne,
la libertad
individual,
la libertad
de elegir,
lleva
aparejado el
sufrimiento,
en este caso
provocado
por unos
principios
religiosos
impregnados
de
prejuicios,
de
intolerancia
y de
fanatismo.
Hay aquí un
contacto muy
tangencial
con la
cosmovisión
dostoyevskiana
de la
libertad, un
autor, en
cualquier
caso, que no
pudo influir
absolutamente
nada en el
contenido
moral de
La letra
escarlata.
Para el gran
novelista
ruso, sobre
todo a
partir de
1866, año en
que comienza
a publicarse
Crimen y
castigo,
la libertad,
que
constituye
el máximo
distintivo
del ser
humano, es
libertad de
elegir entre
el bien y el
mal; el
problema de
la libertad
no puede
disociarse
del problema
de Dios y
del problema
del mal; la
redención
del mal
cometido
exige
arrepentimiento
y castigo; y
la vida del
hombre es
inconcebible
sin
sufrimiento,
pues este es
consustancial
a la
condición
humana.
En la novela
de
Hawthorne,
el precio de
haber
elegido
libremente
los amantes,
en el seno
de una
comunidad
intransigente,
conlleva
ineluctablemente
el recíproco
sufrimiento
de ambos, la
separación
definitiva y
la
marginación
social de
uno de los
amantes, que
se sacrifica
voluntariamente
y a un
precio
terrible por
el otro, una
muestra
indubitable
de la
misteriosa
fuerza del
amor. Las
últimas
palabras de
Arthur,
antes de
expirar, son
memorables.
Dice que lo
que ambos
hicieron fue
una cosa en
la que
mostraron
olvidarse de
Dios, algo
que supuso
una
violación
del respeto
que
mutuamente
se debían el
uno para con
el otro,
algo que
parecía
hacer para
siempre
imposible
que se
encontrasen
en la otra
vida, en la
vida
verdadera,
en la vida
eterna, pero
la infinita
misericordia
de Dios hará
posible ese
anhelado
encuentro,
de igual
modo que esa
misma
misericordia
se ha
manifestado
en las
terribles
aflicciones
de Arthur:
en el
estigma que
abrasaba su
pecho (por
eso se ponía
tanto la
mano en él,
para asombro
constante de
la pequeña
Pearl), en
la aparición
y fatal
presencia
obsesiva de
su enemigo
declarado
Chillingworth,
en su
confesión
pública
delante de
todos.
|
|
|
|
|
Arthur Dimmesdale (Gary Oldman), clérigo de profundas convicciones religiosas, pero atormentado por un sentimiento de culpa.
("La letra escarlata", de Roland Joffé, 1995). |
|
|
Después del
penúltimo
capítulo, el
autor coloca
una
Conclusión
del
relato, el
capítulo 24,
que debe ser
leída con
atención,
pues está
impregnada
de un hondo
significado
moral. Dos
cuestiones
deben ser
subrayadas.
La primera,
que al
exhalar su
último
suspiro en
los brazos
de Hester
Prynne,
Arthur
Dimmesdale
está
expresándole
a toda la
humanidad
cuán débil
es el
derecho de
los hombres
a la
autosatisfacción.
En presencia
de todos
estaba
dejando
entrever una
gran verdad:
que todos
somos
pecadores
frente a la
Pureza
Infinita,
esto es,
Cristo. La
segunda, y
este sí
puede ser
considerado
un
planteamiento
ético
kantiano,
que hay que
decir la
verdad, la
verdad más
recóndita
que anida en
nuestro ser,
y si no
somos
capaces o no
tenemos el
valor de
decirla
completa, al
menos
debemos
manifestarla
de tal
manera que
permita a
los demás
atisbar cómo
somos
verdaderamente
por dentro y
qué
escondemos.
Quizá sea
este el
momento de
discrepar
con algunas
de las
rotundas
afirmaciones
del
eruditísimo
e inimitable
escritor
argentino
Jorge Luis
Borges,
contenidas
en el texto
de una
conferencia
sobre
Nathaniel
Hawthorne
que
pronunció,
en marzo de
1949, en el
Colegio
Libre de
Estudios
Superiores
de la ciudad
de Buenos
Aires.
Apoyándose
en la
opinión de
Edgar Allan
Poe de que
Hawthorne
tendía a la
alegoría,
algo
indefendible
para el gran
escritor
bostoniano,
así como en
la creencia
de que un
«error
estético»
dañó al
autor de
La letra
escarlata,
«el deseo
puritano de
hacer de
cada
imaginación
una fábula
lo inducía a
agregarles
moralidades
y a veces a
falsearlas y
a
deformarlas»
[32], Borges
concluye
diciendo que
los cuentos
de Hawthorne
son mucho
mejores que
sus novelas.
En su
excesiva
propensión a
la metáfora,
lo compara
con Ortega y
Gasset, y,
además,
opina que, a
pesar de su
«curiosa
imaginación»,
Hawthorne es
un escritor
«refractario,
digámoslo
así, al
pensamiento»
[33]. Las
preferencias
de Borges se
decantan por
Twice-Told
Tales (Cuentos
dos veces
contados,
de la
primavera de
1837), en
donde se
prefiguran,
sobre todo
en Wakefield,
el mundo de
Herman
Melville y
de Franz
Kafka [34].
No sólo no
creo que
haya
fundamento
para afirmar
que un
escritor
como
Hawthorne es
«refractario
al
pensamiento»,
siempre y
cuando ese
concepto de
pensamiento
se amplíe,
como debe
hacerse, a
la esfera de
lo religioso
y lo moral,
sino que,
antes de
leer el
deslumbrante
ensayo de
Borges, he
entrevisto
relaciones,
desde el
punto de
vista de las
consecuencias
morales y
del trágico
fin que
puede
derivarse de
una acción,
con uno de
los más
excelsos
relatos de
Herman
Melville,
Billy Budd,
marinero,
aunque el
escritor
bonaerense
no acierte a
ver ninguna.
Tampoco me
parece un
descrédito,
sino todo lo
contrario,
procurar
«hacer del
arte una
función de
la
conciencia»
[35], como
con acertado
juicio
crítico
deduce el
rioplatense
de las
novelas del
estadounidense.
A diferencia
de lo que
opinaba
Henry James,
Jorge Luis
Borges no ve
«objetividad»
alguna en
La letra
escarlata.
Objetividad
que, tanto
para Henry
James como
para Ludwig
Lewisohn
(1882-1955),
se
fundamentaba
básicamente
en la
autonomía e
independencia
del
personaje de
Hester
Prynne. Esa
objetividad,
sin embargo,
la ve Borges
en Joseph
Conrad o en
León
Tolstoi,
pero no en
Hawthorne
[36].
Nosotros, no
obstante, sí
compartimos
la opinión
de ese gran
representante
de la novela
psicológica
que fue
Henry James.
* *
* *
*
Sólo resta
completar el
dibujo de la
personalidad
del complejo
personaje de
Roger
Chillingworth,
el marido de
Hester
Prynne al
que todos
creían
muerto en un
naufragio,
durante el
viaje desde
Inglaterra
hasta la
Bahía de
Massachusetts,
pero que
aparece de
improviso en
el poblado,
bajo un
nombre
supuesto y
ocultando su
identidad,
salvo a su
propia
esposa,
después de
haber sido
retenido
durante un
periodo
prolongado
por los
indios, de
los que ha
aprendido
mucho, en
especial el
elevado
poder
curativo de
las hierbas
y plantas
silvestres.
Él mismo
admite que
ha empleado
«sus mejores
años en
alimentar el
sueño
hambriento
de la
sabiduría»
(cap. 4).
Chillingworth
es un
hombre,
desde mucho
antes de
conocer a
Hester,
volcado casi
exclusivamente
en el
estudio y en
el mundo
frío,
marmóreo y
rígido de
los libros.
La aventura
imprevisible
de la
experiencia
de la vida,
con sus
caídas y
contradicciones,
con sus
aciertos y
desatinos,
con sus
misterios y
transparencias,
es algo
completamente
desconocido
para él.
Sólo vive
encerrado en
el limitado
universo de
los libros
que estudia,
sin pasión,
sin ardor,
sin fuego
que abrase
el alma. En
la única
entrevista
que mantiene
con Hester
cuando ésta
se halla en
la cárcel,
le dice a la
que una vez
fue su
esposa: «Mi
mundo era un
mundo sin
alegría. Mi
corazón era
una
habitación
suficientemente
grande para
albergar a
muchos
huéspedes,
pero
solitaria y
fría, y sin
un fuego que
la
calentara»
(cap. 4). En
esa misma
conversación
carcelaria,
le confiesa
a Hester que
está
decidido a
descubrir la
identidad
del hombre
que ha
yacido con
su mujer:
«Créeme
Hester, hay
pocas cosas
(ya sea en
el mundo
exterior, o,
hasta cierto
punto, en la
esfera
invisible
del
pensamiento),
pocas cosas
que
permanezcan
ocultas al
hombre que
se dedica
intensa y
exclusivamente
a resolver
un misterio»
(cap. 4).
Chillingworth
se nos
presenta,
pues, como
un ejemplo
de
perseverancia,
aunque el
objeto de
sus
indagaciones
sea la
venganza.
Sin haber
estudiado
Medicina en
ninguna
Universidad,
sus amplias
lecturas y
sesudos
conocimientos
le
facultarán,
mediante el
engaño y la
simulación,
ejercerla en
Boston, en
donde se
presenta
como médico,
manteniendo
desde muy
pronto unas
excelentes
relaciones
con las
autoridades
locales.
Enterado
desde el
principio de
lo que su
mujer ha
hecho, es
decir,
simultáneamente
al resto de
los miembros
de la
comunidad,
el principal
y casi único
objetivo de
la
existencia
de
Chillingworth
es la
venganza,
especialmente
dirigida
contra ese
hombre,
todavía
desconocido,
que es el
padre de
Pearl,
hombre cuya
vida se
propone
destruir
lenta y
cruelmente,
pero con la
astucia de
un zorro y
la prudencia
de una
serpiente
como
valiosas
auxiliares.
Todo el
motor de su
vida, desde
que conoce
los hechos,
nos dice el
narrador en
la
Conclusión
del
libro, había
sido
entregarse a
la
organización
y ejecución
de esa
despiadada
venganza.
|
|
|
|
|
Roger Chillingworth (Robert Duvall), en realidad, el marido de Hester, dado por muerto. Cegado por el odio, sólo vive para vengarse de su mujer.
("La letra escarlata", de Roland Joffé, 1995). |
|
|
Entrado en
años,
deforme,
inteligente
y astuto,
Chillingworth
es, sobre
todo, un
malvado. En
cierto modo,
al igual que
el Claggart
de Billy
Budd,
marinero,
el mal que
anida en el
corazón de
Chillingworth
es una
maldad más
allá del
vicio, que
«no
participa en
nada de lo
sórdido ni
de lo
sensual»,
aunque, a
diferencia
de Claggart,
no se trata
de una
«depravación
natural»
[37], sino
de una
malignidad
alimentada
por el odio
e incluso
por una
incapacidad
para
asimilar
correctamente
los
parabienes
de la
civilización,
representados
por los
libros de la
más alta
cultura. La
única
persona que
conoce la
verdadera
identidad de
Chillingworth
es,
naturalmente,
Hester,
aunque, bajo
siniestras
amenazas,
tendrá que
mantenerla
oculta,
decidiéndose,
al fin,
pasados
siete años,
a revelarle
a Arthur, en
la
entrevista
del bosque,
la identidad
de Roger y
que comparte
casa nada
menos que
con su más
declarado
enemigo.
* *
* *
*
Pearl, por
último, es
el fruto, la
encantadora
hija nacida
de la
relación
adúltera
entre Hester
y Arthur.
Representa
la
inocencia,
lo indómito,
lo
incontaminado
y natural,
y, en este
sentido,
podríamos
encontrarle
un cierto
paralelismo
con la niña
Catherine
Earnshaw que
se cría
medio
salvaje en
las landas
del
Yorkshire,
del mismo
modo que hay
en ella
destellos
luminosos
que proceden
de ese culto
«trascendentalista»
a la
Naturaleza
de Ralph
Waldo
Emerson y de
Henry David
Thoreau, y
quién sabe
si no la
tuvo algo en
cuenta
Melville
para
pergeñar la
más pura
inocencia y
bondad que
aflora de
todas sus
creaciones,
«la bondad
más allá de
la virtud»
[38], tal
como se
revela en la
enigmática e
inmarcesible
encarnación
del bello
marinero
Billy Budd.
Pero Pearl
también
parece estar
inconscientemente
rodeada de
un extraño
halo de
misterio,
pues de su
comportamiento
se desprende
una innata
capacidad
para saber
qué ocurre a
su
alrededor,
cómo es el
interior de
las
personas,
qué energía
desprenden,
si
salutífera y
buena, o
perversa y
demoníaca
[39]. Pearl
[40] es
traviesa,
indomable,
caprichosa,
inquieta,
algo así
como un
duendecillo
de los
bosques,
pero ama con
locura a su
madre.
Representa
lo contrario
de las
convenciones
sociales, de
las normas
trasnochadas,
de la
hipocresía,
del
fanatismo
religioso y
la falsedad
moral. Como
muy bien
acierta a
decir Arthur
—ya lo hemos
recordado—,
la misión de
Pearl «es la
de bendecir;
de ser la
única
bendición en
la vida de
esta mujer [Hester].
Su función
es también,
como la
misma madre
ha dicho,
expiatoria»
(cap. 8). En
la educación
de Pearl
encontrará
un campo
propicio
para
desahogarse
la fantasía
del
pensamiento
de Hester
Prynne.
A la muerte
de
Chillingworth,
Pearl
recibió una
sustanciosa
herencia.
Después de
esa muerte,
madre e hija
desaparecieron
durante
largos años.
Pero, al
fin, Hester
Prynne
regresó al
que
consideraba
su verdadero
hogar. Madre
e hija
terminaron
separándose,
y es
comprensible
pensar que
Pearl vivió
con
comodidad y
entre los
encantos de
su juventud,
posiblemente
en
Inglaterra,
o en lejanas
y extrañas
tierras,
aunque con
certeza
nunca más se
supo de sus
pasos.
Hester
Prynne, por
su parte, y
sin que
nadie se
atreviese
ahora a
obligarla a
ello,
colocóse
voluntariamente
de nuevo la
letra
escarlata
sobre su
pecho, pero,
en esta
ocasión, el
estigma sólo
provocaba
admiración y
respeto
entre
quienes la
rodeaban.
Deseaba en
lo más
íntimo
continuar
haciendo
penitencia.
Hester
Prynne
dedicó lo
que le
quedaba de
vida al
trabajo y a
la altruista
dedicación a
sus
semejantes,
y, como
había tenido
una gran
experiencia
en el dolor
y en el
sufrimiento,
sus consejos
eran muy
estimados
por los
habitantes
de la
colonia. Al
morir, su
tumba fue
cavada junto
a la de
quien una
vez había
sido el
hombre de
sus sueños.
Málaga, 1 de
mayo de
2014,
festividad
de Santa
Columba de
Cornualles,
princesa
virgen del
siglo VI que
fue
decapitada
por no
querer
casarse con
un esposo
pagano.
__________
NOTAS
29
Personaje
histórico,
nacido en
Inglaterra
en 1597,
emigrante a
Nueva
Inglaterra
en 1634, fue
durante
varios
periodos
teniente-gobernador,
y,
finalmente,
en 1641,
1654 y desde
1665 hasta
su muerte,
ocurrida en
1672,
Gobernador
de
Massachusetts.
Los datos
los
proporcionan
los
traductores
en la nota
número 12 de
la citada
edición de
la novela de
Hawthorne.
30
Pastor
protestante,
superior en
jerarquía a
Arthur
Dimmesdale,
se trata
también de
un personaje
rigurosamente
histórico,
nacido en
Inglaterra
en 1591,
donde
obtuvo, en
el King’s
College de
Cambridge,
los grados
de bachiller
y licenciado
en Artes,
trasladándose
posteriormente
a Nueva
Inglaterra,
en 1630,
donde
trabajó como
profesor en
la Primera
Iglesia de
Boston,
lugar en el
que
permaneció
hasta su
muerte,
acaecida en
1667.
Asimismo,
estos datos
biográficos
los
proporcionan
los
traductores
en la nota
número 13 de
la
mencionada
edición de
la novela.
31
El
simbolismo
bíblico del
número siete
no debe ser
desdeñado.
32
Jorge Luis
Borges,
«Nathaniel
Hawthorne»,
en Prosa
Completa,
Barcelona,
Bruguera,
1980,
volumen 2,
pág. 180.
33
Ibídem.
34
Ibídem, pág.
185.
35
Ibídem, pág.
189.
36
Ibídem, pág.
190.
37
Herman
Melville,
Benito
Cereno.
Billy Budd,
marinero,
Madrid,
Alianza,
2007, pág.
240. Las
expresiones
de la novela
corta de
Melville
corresponden
al capítulo
11. La
traducción
del segundo
de los
relatos de
Melville
recogido en
la edición
de Alianza,
que es el
que ahora
nos ocupa,
es de José
María
Valverde.
38
Hannah
Arendt,
Sobre la
revolución,
pág. 111. En
el apartado
3 del
capítulo 2
de su
profundo
ensayo,
quizás lleve
a cabo la
gran
pensadora
judía la que
puede ser
considerada
como la más
aguda —a
pesar de su
concisión—
interpretación
jamás
realizada
del
magistral
relato de
Herman
Melville.
39
Similar
intuición
profunda
para
distinguir
la
malignidad
de la
inocencia,
también
pareció
adornar al
intachable
capitán Vere
en Billy
Budd,
marinero,
sublime
encarnación
de «la
virtud más
allá de la
bondad», y
que, a pesar
suyo, puesto
que las
leyes no
están hechas
ni para los
ángeles ni
para los
demonios,
sino sólo
para los
hombres, no
tendrá más
remedio que
persuadir al
Consejo de
guerra
sumarísimo
de que Billy
Budd, un
«ángel de
Dios», debe
ser
ahorcado,
después de
haber
matado, casi
con completa
seguridad
involuntariamente,
a su
superior
Claggart de
un manotazo.
La inocencia
pura castiga
implacablemente,
del único
modo que
sabe
hacerlo, al
mal
absoluto, a
la
«depravación
natural»,
pero, por
eso mismo,
en tiempo de
guerra y en
un mundo en
el que sólo
pueden regir
las leyes
humanas, a
Billy Budd
no le queda
otra salida
que la
ejecución,
promovida
por quien
menos desea
su muerte;
de ahí la
inmensa
tragedia que
contiene en
sus entrañas
este relato
único.
Véanse para
toda esta
cuestión los
mismos
capítulos
señalados en
las notas
precedentes
de los
libros de
Herman
Melville y
de Hannah
Arendt.
40
En 1649
tiene siete
años
cumplidos.
|