sta es la
imagen de un
tiempo
detenido, de
un caballero
que “parece”
—y ahora se
verá por qué
sólo parece—
tener en su
espada las
claves de la
caballería,
el arte de
la
caballería,
el arte de
la vida…
porque, en
el fondo, es
un personaje
con la
mirada
perdida, que
no sabemos
muy bien por
qué nos
transmite un
sentimiento
de
desasosiego,
una
sensación de
vacío moral,
de crisis
espiritual,
de desatino
místico…
Nos
interrogamos
a propósito
del cuadro
porque la
pintura
también es
poesía,
también es
literatura.
La pintura
es poesía
muda, una
poesía que,
aunque en
silencio,
nos pide a
gritos que
la
escuchemos,
que la
interpretemos,
que le demos
un sentido y
no la
dejemos
morir en las
paredes de
un museo
adonde va
mucha gente
por plena
voluntad
para dejarla
pasar, para
no
entenderla,
para no
interpretarla…
para no
darle vida
ni dotarla
de sentido.
Este
caballero
cobró vida
en el siglo
XVI, cuando
el pintor
Vittore
Carpaccio
(Venecia, c.
1465-1525/26)
quiso
hacernos
partícipes
de la
situación en
que se
encontraba
la
caballería,
ya en
declive en
aquel
tiempo. No
hay más que
recordar que
por esa
época ya
estaban
circulando
el
Quijote
de Cervantes
y su crítica
mordaz y
paródica a
las novelas
de
caballería.
Por tanto,
el caballero
del pintor
Carpaccio
puede
representar
la crisis de
valores de
la
caballería,
el momento
de caos que
estaba
atravesando,
su hastío,
su situación
de
acabamiento,
de
aniquilamiento
como género
literario, y
no sólo como
género
literario,
sino como
fundamento
teórico y
social de la
gente del
Medievo, que
disfrutaba
leyendo esas
novelas de
caballerías
(póngase
como ejemplo
el mismo
Amadís de
Gaula,
que ya nadie
recuerda,
que ya nadie
lee, que ya
nadie
comprende).
La
caballería,
por aquel
entonces, se
incluía
dentro de un
mundo
trasnochado,
absolutamente
anacrónico.
Los ideales
se habían
ido
modelando a
lo largo de
los siglos y
también la
filia por
ciertos
ideales. El
hombre del
siglo XVI ya
no creía en
la
caballería,
en ese mundo
fantasioso y
fabulístico
que,
ambientado
en el ciclo
artúrico,
cobró gran
pujanza a
partir del
siglo XI.
Por tanto,
la mirada
perdida de
este
caballero es
el fiel
reflejo de
los
laberintos
de su alma,
es una
mirada
desolada
ante la
situación de
vacío
sociológico
en que se
encontraba
la sociedad
de la época.
El paisaje
también
colabora a
perfilar esa
situación de
desolación y
acabamiento.
Se trata de
un tiempo de
oro viejo y
detenido, de
un tiempo
que pasó,
abriendo
paso a la
añoranza y
la
nostalgia.
El paisaje
resulta
idílico, una
especie de
Paraíso
Terrenal, el
Jardín del
Edén, en el
que todo
hombre
podría gozar
de los
frutos más
prohibidos,
deleitarse
con la
belleza,
admirarse
del valor de
la
naturaleza,
envuelto en
ese halo de
pura
convención
idílica, de
paraíso
terreno, de
salvación
anticipada.
En ese
Jardín del
Edén —en el
que
encontramos,
al fondo, el
árbol del
Bien y del
Mal—, todo
hombre
podría ser
feliz,
alcanzar esa
dicha que al
caballero
del cuadro
parece
estarle
vedada. ¿Por
qué? Porque
una línea
casi
imperceptible
lo separa de
ese paraíso
terreno,
paraíso al
que nunca
podrá
acceder,
porque ya se
han truncado
sus ideales,
porque ya no
hay lugar
para la
caballería,
porque toda
la orden de
caballería
ha muerto,
el propio
tiempo la ha
devorado,
condenándola
al más
triste
olvido.
El
personaje, a
pesar de que
aparenta ser
un guerrero
por su
armadura, un
miembro
importante
de la
caballería,
se desdice
de este
oficio por
todo lo
demás: su
actitud, ni
fiera ni
firme; las
hechuras
delicadas de
su cuerpo;
la expresión
melancólica
de su
rostro; las
manos nada
curtidas que
desenvainan
la espada...
Toda su
figura
carece de
credibilidad
cuando
escrutamos
el gesto que
se dibuja en
su rostro.
Aunque el
caballero
parece
insertado en
el propio
paisaje,
Carpaccio
deja muy
claro que
pertenece a
un mundo muy
distinto, a
un ambiente
completamente
ajeno a ese
Jardín del
Edén. De
hecho, el
personaje,
ese
caballero de
mirada
perdida,
parece
incluido en
esa escena
de forma
antinatural,
como por
capricho del
pintor, pero
no por
voluntad
propia. Este
caballero
nunca podrá
disfrutar de
las delicias
de este
paraíso,
estará
condenado a
quedar
congelado en
un momento
eterno: el
de la visión
del propio
cuadro. Así,
por nuestros
actos,
dentro de
ese Jardín
del Edén
podemos
condenarnos
o salvarnos.
Esto
entronca de
forma
fabulosa con
las
creencias de
la época de
la sociedad
medieval y
el mundo
románico, de
su creencia
en la
divinidad y
del sentido
de la vida
como
purgatorio
para
alcanzar
otra vida
mejor tras
la muerte.
El sentido
de la vida
lo otorga
Dios, y la
muerte es
una
maravilla
porque
supone ese
encuentro
místico con
Dios.
Se trata,
pues, de un
ser
material, de
un ente
desubicado,
un caballero
en un mundo
donde ya no
apenas
existe la
caballería,
lo que
provoca un
vacío
sociológico
y el parón
definitivo
de su tiempo
corto y
frágil de
existencia
humana.
No sabemos
el devenir
de este
personaje,
de este
caballero,
pero sí
podemos
acercarnos a
la intención
del autor al
realizar
esta obra.
Se trata de
una crítica
de valores
vinculada a
un hecho
crucial: la
muerte de la
novela de
caballerías
como género
pujante en
siglos
anteriores.
Nos
encontramos
en un siglo
XVI donde
priman otras
formas de
ficción, en
un
Renacimiento
en que hay
pastores que
abogan por
el bucolismo
y por la
recuperación
del mundo
clásico.
Pareciera
que el
Medievo y la
sociedad
románica
hubieran
quedado
apartadas,
aparcadas y
fosilizadas
como periodo
histórico,
social y
cultural de
nuestra
historia.
Este
caballero
pintado por
Carpaccio es
un símbolo,
un prototipo
de caballero
medieval que
lucha por la
orden de
caballería,
que vive en
un mundo
legendario
que hunde
sus raíces
en el
ambiente
bretón de la
corte del
rey Arturo.
Pero ya todo
eso ha
muerto, se
despeña por
un
precipicio,
por un
promontorio
que conduce
al más
triste
olvido.
Carpaccio,
al realizar
esta obra,
sueña mundos
posibles
que, a
través de la
espada,
pretende que
sean reales.
Esta
literatura
es del
honor, de la
valentía,
del amor
cortés. Una
literatura
que —quizá—
recuerda con
nostalgia, y
puede que,
sin darse
apenas
cuenta, una
lágrima de
nostalgia le
sale el
paladar.
Porque este
tipo de
literatura
incendió el
corazón de
mucha gente,
les infundió
en su hálito
una llama de
vida
incontestable,
un anhelo de
sueños
indecible.
Con esta
apología de
los
caballeros
andantes,
con esta
fugaz
ensoñación
nostálgica
de lo que
fue y ya no
está,
Carpaccio
también hace
que nos
preguntemos
algo
crucial:
¿Qué habrá
de pasar
para que
volvamos a
creer en la
figura del
caballero?
Probablemente
nada. Quizá
nuestra
propia
crítica de
valores ya
no tiene en
estima esta
figura tan
de antaño
anhelada.
Quizá todo
se reduzca a
eso, a un
puro devenir
evolutivo de
ensoñaciones
que nos
parecen
reales. En
cualquier
caso,
siempre
podremos
mirar su
obra, esta
obra del
pintor
Carpaccio y
crear un
imaginario
antropológico,
nuestro
imaginario
antropológico
para advocar
un poco lo
pasado, para
rendir
homenaje a
aquellos
ideales que
nos miran
con descaro
y nos piden
clemencia
desde
tiempos
inmemoriales. |