ABRIL-JUNIO 2016  

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MUCHO MÁS QUE UNA CRÓNICA:

INTIMISMO Y SUBJETIVIDAD FEMENINA EN «URRACA»,

DE LOURDES ORTIZ

  

  

Por Carmen María López López

  

  

  

«La historia es la novela de los hechos,

y la novela es la historia de los sentimientos.»

CLAUDE ADRIEN HELVÉTIUS

  

VEROSIMILITUD Y EJEMPLARIDAD: DE LA TRADICIÓN A LA RUPTURA

  

CUANDO LA FICCIÓN suplanta a la vida, sucede que el lector se encuentra ante un universo donde la crónica real, entendida en términos históricos, resulta insuficiente para explicar la grandeza de un universo imaginado. Tal modelo de mundo se sigue en Urraca (1982), de Lourdes Ortiz, novela en la que la narración oscila en una tensión entre la tradición del género cronístico (del que Urraca conoce sus preceptos y códigos) y la ruptura del mismo, con la inserción de pasajes en que aflora la sentimentalidad del sujeto: “Podría contarte... pero no voy a hacerlo” (p. 83). Urraca conoce los rasgos que ha de seguir una crónica y, si bien, al principio, decide seguirlos, a medida que avanza la narración irá incumpliendo las normas del género: “Mi crónica debe ser contenida, respetuosa y atenerse tan sólo a sucesos y batallas” (p. 83). Se aprecia esa pugna perpetua entre seguir los preceptos marcados por la crónica y su voluntad para ahondar en las intrigas privadas y sentimentales, temas vedados en la crónica, a la que no le conciernen “los humores o los abrazos, sino los hechos y las batallas” (p. 212). Por ello, en el último capítulo (XIX) de la tercera parte, se inserta un fragmento de la crónica de Ibn Saraf, visir y secretario, que relata la victoria de Uclés, donde murió Sancho, el hijo de Zaida. Este fragmento actúa como ejemplo de lo que debiera ser una crónica, con estilo sobrio, objetivo y verosímil, ajeno a la ampulosidad, subjetividad y sentimentalismo del relato de Urraca.

  
       
 

Portada de “Urraca”, de Lourdes Ortiz (Planeta, 1982).

 
  

Así pues, tras la muerte de su padre, cuando Urraca cuenta a Roberto las diferentes personalidades que le apoyaban (Gelmírez o don Pedro de Lara), ahondando en asuntos personales y sentimentales, decide no relatar esa parte de la historia, pues no se ajusta a los preceptos del género cronístico, es decir, a la verosimilitud y a la ejemplaridad como rasgos ineludibles. Por ejemplo, cuenta la historia de su madre, Constanza, con el fin de detenerse en momentos culminantes, despertando “la expectativa y la tensión” (p. 88). Como sostiene Urraca, “no son temas para una crónica” (Ortiz, 50), lo que apunta a la ruptura con la verosimilitud. Urraca reconoce que sus lamentos y su sentimentalidad son impropios de una crónica. Es decir, este modo de relatar crea un estilo ajeno a la crónica, ahondando en temas personales, de la intimidad sentimental de la reina, y olvidando los hechos históricos.

En este sentido, se comprueba que Urraca conoce cómo ha de narrar su historia, en qué estilo y con qué componentes propios de la crónica. Sin embargo, le resulta muy difícil mantener el orden lineal de la narración, así como el tono sobrio y el estilo netamente descriptivo de hechos históricos: “Es difícil dejar que mi crónica siga un orden. Los nombres se entrelazan y me arrastran, como se enlazan los recuerdos” (p. 54). Se dan, por tanto, continuos incisos, derivaciones y desvíos de la linealidad, pues no es una crónica al uso: “Me doy cuenta de que las crónicas, Roberto, son siempre incompletas, mentirosas... ¿Qué puedo yo contarte?” (p. 70). Asimismo, la objetividad que se le exige a la crónica, ligada fuertemente a la verosimilitud de los hechos y a la ejemplaridad (exemplum moralizante) que de los mismos se desprende, se entrecruza en Urraca con el relato de episodios sentimentales, para ahondar en la esfera íntima del sujeto y, por tanto, romper con la tradición del género cronístico. Puesto que “el relato convierte a los protagonistas en muñecos de feria” (p. 71), los personajes sobre los que escribe la crónica se desdibujan y, al escribir sobre ellos, adquieren un perfil distinto que los distancia de la crónica, sobre todo porque “es difícil reconstruir los sentimientos” (p. 72). Además, “las personas no se reducen a unos apuntes, a unas pinceladas trazadas con rapidez para redactar una crónica” (p. 72), sobre todo cuando habla de Constanza, momento en que se desdibuja la imagen de su madre, imposible de ser fijada en un único perfil. Se manifiesta entonces la imposibilidad de ser frío e imparcial al redactar una crónica en la que se está hablando de personas humanas, con su vida, su historia y sus sentimientos. En un momento de la narración, Urraca llega a imitar el estilo de los cuentos de hadas, con el inicio clásico “érase una reina” (p. 71). De este modo se confiesa ante Roberto: “Quizá me he equivocado y debiera haberme limitado a contar un apólogo, un cuento, donde las marionetas adquirieran movimiento, gestos” (p. 71).

En el tono confesional —más cercano a las Confesiones de San Agustín que a las crónicas medievales—, se aprecia la diatriba de Urraca entre seguir las normas de la crónica o dejarse llevar por otras modalidades y estilos como la confesión. En esta ruptura reviste gran interés la autoconsciencia de Urraca, quien es capaz de escribir frases tan lúcidas que podrían erigirse como teoría del género: “Una  crónica no debe detenerse en sentimientos y en personajes secundarios. Pretendía hablar de mi matrimonio con Alfonso y de cómo tú, monje, eras la persona adecuada para ayudar a tu reina” (p. 51). Se aprecia que Urraca no quiere distraerse en el contar; sin embargo, la memoria (cruel y caprichosa) al evocar los episodios netamente objetivos propios de la crónica, los entrelazará con recuerdos personales y traiciones amorosas.

Si bien es cierto que quiere relatar una crónica, ajustarse a los preceptos de la verosimilitud, finalmente cuenta a Roberto las intimidades y sentimentales con el conde, lo que supone una ruptura e incumplimiento de los códigos propios del género cronístico, tales como son la verosimilitud y la ejemplaridad. En efecto, la inserción de elementos sentimentales y recuerdos personajes restan verosimilitud a la crónica y, asimismo, actúan en detrimento de la ejemplaridad, por cuanto su relato ya no funcionaría como exemplum moral del que poder extraer una lección provechosa. Urraca confiesa al monje que está encerrada en el monasterio “reinventando mi historia” (p. 53); por tanto, mezclando hechos pasados de la historia con recuerdos sentimentales y episodios de su vida que se han desdibujado con el paso del tiempo, por lo que debe reinventarlos. De este modo, los detalles relevantes para la crónica (por qué Gómez González fue abandonado en el combate y cerrado por las tropas de Alfonso de Aragón) pierden fuerza por la rememoración y la inserción de elementos ajenos a la crónica. De esta idea se desprende que Urraca preferiría asemejarse a un trovador y cantar “poniendo énfasis en los momentos culminantes. Un incesto y un crimen” (p. 56).

  
       
 

Lourdes Ortiz (Madrid, 1943), autora de la obra.

 
  

Además, se produce en Urraca un fenómeno significativo referente a la ruptura con los códigos de la crónica, y que viene a coincidir con las tres partes en que se divide la obra. Si al inicio de la primera parte Urraca manifiesta su voluntad de acogerse a la verosimilitud y ejemplaridad propias del género, ya la segunda se inicia con la confesión al hermano Roberto de la dificultad para “ordenar su pensamiento” (p. 61), intercalando episodios ajenos al relato cronístico, como el pasaje en que habla de Poncia “La Bruja” y el viaje que emprendieron cuando Urraca tenía doce años. Asimismo, incluye elementos personales y sentimentales, que se colmarán en la tercera parte de la novela, en la que el relato adquiere tonalidades bíblicas y proféticas, con continuas referencias a la historia sagrada y la voluptuosidad carnal que Urraca muestra hacia el monje Roberto. En este sentido, se ofrece una reflexión acerca del problema filosófico sobre la existencia del Mal en el mundo (Teodicea), aludiendo a la historia de la salvación imposible, pues permanecerá en el infierno una vez concluida la saciedad de la carne.

  

OBJETIVOS Y MOTIVACIONES DE URRACA: LA CRÓNICA DE SU VIDA

  

«Una salus victis nullam sperare salutem.»

(VIRGILIO, Eneida.)

  

LA RIQUEZA EN matices sobre las motivaciones que llevaron a Urraca a escribir la crónica de su vida ofrece un amplio espectro de objetivos y razones, que la propia reina, en tanto que cronista, va explicando a lo largo de la obra. Glosando el título de la obra de García Márquez, podemos decir que Urraca “no tiene quien le escriba”. Esto es así porque las crónicas dedicadas a personajes de la realeza eran escritas por hombres y se centraban en el relato de los hechos reales desde el prisma masculino. Ya desde el inicio, Urraca apunta su deseo de tener a un cronista: “Una reina necesita un  cronista, un escriba capaz de transmitir sus hazañas, sus amores y sus desventuras, y yo, aquí, encerrada en este monasterio, en este año de 1123, voy a convertirme en ese cronista para exponer las razones de cada uno de mis pasos” (p. 10). El yo narrador de Urraca expone el primer objetivo de la crónica: narrar su historia para que perviva a lo largo de los siglos. “Eso es, Roberto, lo que yo quisiera transmitir a mi pueblo: una buena madre dolorida que salva a su hijo... es así como debería escribir mi crónica” (p. 81). Urraca quiere rescatar hechos para que pervivan en la memoria colectiva y, así, asemejarse a Rodrigo al cantar sus hazañas.

Uno de los motivos que explicita al monje es que no espera recompensa alguna, puesto que la única recompensa posible para ella sería que su historia fuera escuchada y leída. Además, en ella subyacen diversas contradicciones, el odio y el amor, intrigas y falsedades, así como la imposibilidad de hallar paz y armonía en la España del siglo XII, con las continuas rencillas y luchas para alzarse con el poder: “Cuando sé que de esta confesión no puede ya derivar recompensa alguna, ni perdón, me digo a mí misma y dejo escrito que quiero y quise a ese hijo contra el que combatí” (p. 86).

En este sentido, resulta significativo que su hijo, más que vástago o descendencia personal, sea considerado por Urraca como un “emperador”, es decir, alguien dotado de legitimidad y poder: “Yo no he dado al mundo un hijo castrado, sino un emperador y estoy satisfecha” (p. 87). Esta imagen del poder se refleja en la metáfora del tablero de ajedrez que le enseñó su padre y que Urraca expresa a Roberto: “El reino es como un tablero” (p. 107); por eso, Urraca quiere enseñar a Roberto a jugar al ajedrez, imagen de lo que fue la vida de Urraca cuando su marido debía morir para que ella y su hijo conservaran todas las tierras. Urraca se siente traicionada: ama a quien deseó la muerte. La reina recurre a la historia de Al-Mutamid, quien cortó la cabeza de Aben Ammar (y lo había amado mucho) para explicar el eje de la contradicción que está en la raíz misma de su historia. También Urraca deseaba la muerte de su marido Alfonso, al tiempo que brotaba el deseo (p. 111). En esta línea de la traición, Urraca traicionó a su hijo, a don Pedro Fróilaz, a Gelmírez y a su marido, que quería arrebatarle el reino, hecho del que se desprende el sentimiento de culpa, pues se siente como Judas, el Traidor y Datán y Abirón. Puesto que tiene el pensamiento de que irá al infierno, la escritura es un modo de expiar su culpa. Según el yo del relato, la verdadera causa del encierro de Urraca se alberga en la noche de luna: “sangre menstrual que provocaba la virilidad de un rey” (p. 118). La luna y la sangre se alzan como presagio de muerte en la obra. Así pues, gracias a Gómez González, Urraca se fugó de la fortaleza.

  
       
 

Imagen de la reina Urraca de León (1081-1126). Miniatura del Tumbo A del Archivo de la Catedral de Santiago de Compostela

 
  

Ya casi al término de la novela, la escritura se alza como única victoria posible para Urraca, el único modo de no dejarse vencer: “Todavía me queda la escritura, este relato que es obra mía, mi respuesta” (p. 121). Rememorando la reflexión y los consejos de Cidellus, el médico judío, Urraca sostiene que la crónica es escritura y, por tanto, ha de concentrar su mente, mezclar las letras y trastocarlas. La complejidad de los motivos por los que Urraca decide erigirse en narradora de su propia historia se manifiesta en la doble vía de pervivencia de su relato (para que sea leído por sucesivas generaciones) frente al solipsismo e intrascendencia de su oficio (escritura solitaria): “A veces pienso que escribo esta historia para mí misma; que nadie, ni juglares ni poetas, la repetirán por los pueblos y las cortes. Pero, cada vez más, necesito contar” (p. 169), si bien se dejará vencer cuando finalmente se suicide para no subvertir el discurso oficial de la historia y no alzarse contra el poder que se ha legado a su hijo.

Como Sherezade, aflora la necesidad de contar para salvarse. El relato tiene un poder salvador capaz de reflejar la historia y acaso de redimir el personaje del yugo de la culpa. En este sentido, “solo la escritura es redentora” (p. 184), pues la escritura es como las olas que tratan de recomponerlo todo y, sin embargo, las palabras son espuma que se deshace. Pese a la ardua tarea de escribir y recomponer una historia de tal riqueza en matices, el propósito de la escritura de Urraca es dar sentido y rescatar su memoria; perdurar, ser tiempo recobrado.

  

LA SUBVERSIÓN DEL DISCURSO OFICIAL

   

“LO QUE BROTA de la transgresión es muy hermoso” (Ortiz, 83), sostiene Urraca en un momento de la novela, apuntando al sentido subversivo y quebrantador de su relato. De un modo semejante a como expresara Walter Benjamin, también en Urraca se pone de manifiesto que la historia (oficial) la escriben los vencedores. Este pensamiento, proveniente del ámbito de la Filosofía de la Historia, da buena cuenta de los alcances del discurso oficial (el único reflejado en la historia) frente a discursos marginales (olvidados para la historia). De esta manera, la concepción del discurso oficial (el universo masculino) se basa en un perspectivismo y una visión hegemónica que relega la historia de los vencidos puesta en labios de un personaje femenino. Desde esta mirada, se aprecia que la narración cronística escrita por Urraca quebranta los códigos de ese discurso de los vencedores, abriendo una línea de fuerza hacia el discurso de los vencidos: “Puede ser que un reino sea demasiado grande o demasiado chico para una mujer” (p. 120).

Tal como Urraca se presenta al inicio de la novela, pasa por ser la primera reina capaz de escribir una historia (una crónica) sobre su propia vida, lo que supone una rebelión contra el sistema establecido en el Medioevo, al tratarse de una escritura puesta en boca de una mujer. Este hecho, que se encuentra en la entraña misma de la configuración del libro, conduce a considerar la subversión del discurso oficial. En primer lugar, se pone de relieve el valor de una mujer excepcional —Urraca, hija de Alfonso VI, rey de Toledo—, capaz de quebrantar las normas sociales y erigirse como cronista, con el fin de narrar su propia historia desde una perspectiva femenina, única e intransferible. Si tenemos en cuenta que las crónicas medievales han sido escritas por personalidades masculinas, resulta novedoso que sea Urraca, una reina de gran poder y linaje en la España del siglo XII, quien relate su propia historia. Por lo tanto, se aprecia el modo como Urraca quebranta los códigos sociales, morales y culturales imperantes en la época, por cuanto se convierte en cronista que no solo narra su propia historia, sino que lo hace a pesar de todas las contrariedades (traiciones, trampas y conspiraciones) que vivió y que, si no las escribe, quedarán impunes y olvidadas.

Ya en el episodio de infancia que Urraca relata en la primera parte de la obra se refleja cómo las esferas de lo masculino y lo femenino se encontraban bien delimitadas en la época en que vivió. Así pues, cuando jugaba con Guzmán, el escudero de su ayo, él le decía que era solo una niña que quería vestirse de hombre. Como Urraca confiesa, ella luchaba en un duelo perdido de antemano. Sin embargo, finalmente Urraca le venció a través del poder de su espada y de sus armas de mujer. Este ejemplo —metáfora viva de un mundo dicotómico entre lo masculino y lo femenino— ofrece una microescena de lo que sería la vida de Urraca: su anhelo de heredar las tierras de su padre, su voluntad de ser reina como vástago de Alfonso VI. Asimismo, Gelmírez, el obispo de Santiago, es un personaje que representa esa historia de los “vencedores” de la que hablaba Benjamin, por cuanto Urraca reproduce palabras del obispo que ahondan en la idea de un discurso oficial prefijado en el ámbito masculino: “Una mujer es solo mediadora” (p. 29), refiriéndose a que, aunque Urraca había sido elegida por Dios (el trono le corresponde por lazos sanguíneos), necesita de la ayuda de Gelmírez para alzarse con el poder. También don Pedro de Lara ofrece esta visión hegemónica del universo masculino, pues, para él, el mundo “se dividía en machos y hembras, y todo lo demás eran simples maldiciones de la naturaleza o castigo de la divinidad” (p. 51). La mujer, según Pedro Fróilaz, es síntoma de debilidad e inconsecuencia” (p. 71), si bien Urraca luchó por no caer en la trampa tendida por Alfonso, aunque, finalmente, Pedro lograra el engaño y le quitara a su hijo.

  
       
 

Imagen del rey Alfonso VI de León (1047-1109). Miniatura del “Tumbo A” del Archivo de la Catedral de Santiago de Compostela.

 
  

Sin embargo, el discurso de Urraca no es dogmático ni maniqueo: no es defensora acérrima de lo femenino ni condena la masculinidad; no ensalza el cristianismo ni desprestigia la religión musulmana (la guerra santa). Es decir, comprende las razones y sostiene que luchaban por su Dios, porque “el nombre de Dios puede escribirse de muy diversos modos” (p. 37). De esta manera, se comprueba que, cuando relata al monje Roberto la historia de los amores de Zaida, concubina de Alfonso VI, Urraca sostiene que son almorávides, “guerreros fanáticos, que no diablos” (p. 37). En este sentido, se constata la visión omnicomprensiva de Urraca, una mujer de amplias miras que, si bien subvierte el discurso oficial a través de la escritura de su propia historia, lo cierto es que da cuenta de ese complejo entramado de relaciones de poder en la España del siglo XII.

A este respecto, resulta muy iluminadora la conversación que Urraca mantiene con su padre en el lecho de muerte: le habló de la guerra contra el infiel, de los reinos construidos, de la ampliación de las tierras de la cristiandad. Sin embargo, Urraca es consciente de que por ser mujer, no podría sostener el imperio, pues la voz de la mujer no ha sido escuchada a lo largo de la historia. Como le aconseja su padre Alfonso VI, la única manera de superar ese discurso oficial perteneciente a la esfera masculina es que Urraca se case con el rey de Aragón. Las palabras de Urraca luego de la muerte de su padre son las de una mujer que lucha contra el discurso oficial establecido a lo largo de la historia, a pesar de su debilidad e imposibilidad para erigirse como reina y heredera: “Mi padre se moría y yo, al fin y al cabo, era la mujer que él no había deseado, la niña que venía a ocupar el sitio del que mimó como heredero” (p. 47).

  

DE LA REMEMORACIÓN MONOLOGAL AL TÚ: EL MONJE ROBERTO

  

LA PRESENCIA DEL monje Roberto abre una línea de fuerza que transcurre desde la rememoración monologal al tú silente que invita al diálogo. Aunque Roberto actúa como confesor, testigo y sujeto que escucha, su función es de capital importancia para el desenvolvimiento del relato. Así pues, Roberto, que sube la comida a Urraca, consigue que la reina le hable en una apertura al diálogo que contribuye a forjar una idea del pasado. Además, el monje le proporciona todo lo necesario para escribir. Roberto, a la manera de Virgilio acompañando a Dante en su periplo por el inframundo, se erige como guía que va pautando a la narración, en su progresión y variabilidad. Roberto acompaña a Urraca, le recuerda que no debe apartarse de sus fines, que debe terminar la crónica. De hecho, hay momentos en que Roberto se ausenta pero ella sigue dirigiéndose a él, porque el monje forma parte ineludible de la crónica. En otros momentos, Urraca cuenta y el monje escucha: interpela al monje para cerciorarse de que comprende sus razones. Roberto también cumple la función de pedir e imprecar a Urraca que le hable de ciertos personajes, como Zaida, la mora y concubina de su padre. Aunque en un principio Urraca prefiere no contar todo a Roberto, su confesor, finalmente cede y relata todo cuanto el monje quiere.

  
         
 

Imagen de Enrique de Borgoña (1070-1107), hijo de un conde palatino francés que, por su matrimonio con Urraca, introdujo la dinastía de Borgoña en los reinos de León y de Castilla. Miniatura del “Tumbo A” del Archivo de la Catedral de Santiago de Compostela.

 
  

En el inicio de la segunda parte, el monje Roberto (tú al que se dirige el monólogo) contribuye a ordenar sus pensamientos: “El hermano Roberto se sienta a mi lado y escucha. Yo, cansada de la escritura, fatigada por el monólogo que nunca tendrá respuesta, recurro a él para que me ayude a ordenar los pensamientos” (p. 61). Además, cuando relata el episodio de Poncia “La Bruja”, el monje se santigua, tal vez porque piense que es solo un cuento inventado por Urraca. La presencia del monje ayuda a Urraca a reconstruir la historia, actúa como figura de comprensión para despertar las ideas aletargadas. Aunque Roberto asiente sin comprender, en algunos momentos Urraca le pide que se marche para continuar con su escritura: “Quisiera concentrarme para volver a aquella escena primordial […]; pero sé que las visiones debilitan, cuando se las transcribe, que la imagen se dulcifica y se disuelve” (p. 66). En efecto, el monje cumple una función doble y en apariencia contradictoria: ayuda a ordenar y evocar la historia y, al mismo tiempo, desvía a la reina de su objetivo: la escritura cronística.

A medida que avanza el relato, la crónica sin el hermano Roberto le parece vacía: un día no va a visitarla a la celda y Urraca expresa: “Necesito conversar, necesito contarle al monje aquella jornada para que vuelvan las caras, resuenen de nuevo las palabras pronunciadas... para que todo adquiera vida” (p. 69). De este modo, Roberto se convierte en figura fantasmal, un tú al cual Urraca se dirige como si estuviera a su lado. Además, Roberto aflora como justificación del desvío del género cronístico que Urraca manifiesta en su escritura. Urraca está fatigada por los meses de encierro, y la inocencia de Roberto introduce desorden en el relato, la acerca a la intimidad: “Te gustan las historias de cama; esas que yo no quiero ni voy a contarte” (p. 82).

En gran medida, Urraca ha encontrado en Roberto “al receptor silencioso que me sigue en mis largos paseos por el claustro y el huerto y me acompaña en esta celda que ya apenas puedo soportar” (p. 88). Sin embargo, a Roberto a veces no parece interesarle la crónica de Urraca. No le presta atención y se refugia en sus pinceles para rescatar el color de la luz. A veces se muestra adormecido, no atiende a las intrigas y traiciones en la búsqueda de poder que le cuenta Urraca. Tanta es la dependencia —no solo para continuar con la escritura sino también por el vínculo emocional de Urraca con Roberto—, que no quiere que el monje la deje sola: cantaría para él para que no se fuera al anochecer: “Te necesito a ti para que me escuches” (p. 116). Es la necesidad imperiosa de la presencia del otro, para romper la maldición de la soledad y el silencio, con el fin de abrirse al diálogo, a la palabra —aunque sea silente— del receptor que escucha.

Ya en la tercera parte del relato, Roberto es parte del contar. La actividad de Roberto, que se ejercita en la pintura, también se distancia de los preceptos de la crónica: La pintura no es propia de una crónica, y la transgresión del género va pareja al progresivo protagonismo de tú de Roberto, pues existe un paralelismo entre el relato de Urraca y las pinturas de Roberto: sus impulsos marianos han dado paso a un fervor por lo maravilloso, con figuras como el unicornio. Las largas conversaciones con el monje hacen que Urraca se olvide de su crónica. De hecho, la imagen final de la novela, cuando Urraca decide abandonar el monasterio e ir en busca de su hijo, revela que la verdadera crónica es la figura del monje Roberto: “Ya no vivo su carne, sino en tanto que crónica” (p. 130).

En síntesis, Lourdes Ortiz ha perfilado en Urraca una imagen muy granada de las profundidades del deseo albergadas en el alma femenina, la caída en un vórtice de cuya lectura el corazón y la inteligencia salen reconfortados al haber conocido las miserias y desvelos de la enigmática reina de Castilla y de León.

  
       
 

Retrato de la reina Urraca de León.

(Salón de los Reyes del consistorio de San Marcelo de León).

 
  

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Lourdes ORTIZ: Urraca. Editorial Planeta, Barcelona, 1982.

  

  

  

  

      

  

 

Carmen María López López. Graduada en Lengua y Literatura Españolas (con Premio Fin de Carrera) por la Universidad de Murcia. Becaria de Colaboración (2012-2013) en el Departamento de Literatura Española, Teoría de la Literatura y Literatura Comparada (Universidad de Murcia). Ha cursado un Máster en Literatura Comparada Europea (2013-2014), indagando en la interpretación de mitos, las relaciones entre Cine y Poesía, los Estudios Culturales y Crítica Postcolonial. Actualmente, se dedica a la investigación y prepara su tesis doctoral sobre narrativa española contemporánea.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Sección 3. Página 7. Año XV. II Época. Número 92. Abril-Junio 2016. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2016 Carmen María López López. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a su(s) creador(es). Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2016 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.